ESTAMBUL está incrédulo, conmocionado. Ola de protestas, en la ciudad del Bósforo, en Ankara, Esmirna, así una tras otras de las ciudades turcas. Este y Oeste son dos mundos distintos. Desiguales hasta en lo cultural. No es la primavera árabe. Es la decepción. El cansancio, cierto hartazgo. Hacia el extremismo, hacia el autoritarismo de un laicismo simulado y llevado ahora al extremo.
Turquía nada tiene que ver con las monarquías y repúblicas árabes. Tampoco con sus sistemas semifeudales y apariencia de democracia en algunos de aquellos países. Es una democracia, tutelada de cerca por el Ejército, pero democracia parlamentaria y hasta cierto punto pasional. Turquía no está sufriendo la crisis económica con la virulencia de algunos países europeos. Es miembro de la Organización del Atlántico Norte, aliado de Estados Unidos y pese a la tensión de la flotilla hacia Israel, también de este último. Con el debilitamiento en la región de Egipto, los turcos juegan su baza, su baza a la estabilidad, a ser actor principal y contrapeso del régimen teocrático iraní.
Taksim no es Tahrir. Las protestas no van en contra de un régimen tiránico y corrupto. Son preventivas. Son la manifestación del miedo a la deriva autoritaria de Erdogan y su Partido de la Justicia y el Desarrollo. Hasta ahora, en el fondo, Tayyip Erdogan ha encarnado un islamismo moderado, con guiños y escasos rechazos a aquél y con cierta indiferencia hacia el laicismo del Estado. La oposición es débil. Su partido ha ganado una y otra vez las elecciones legislativas desde hace una década. Y los militares, cual custodios de la ortodoxia kemalista y guardianes de las esencias del Estado fundado hace noventa años por Mustafá Kemal Atatürk, ven de reojo y con escaso disimulo el tacticismo de Erdogan y sus manifestaciones islamistas.
Arrogante y seguro de sí mismo, ha optado por echar y aceptar el pulso a la ciudadanía, pero lo ha hecho con la dureza y la contundencia de las cargas policiales y no con la palabra y el diálogo, sin explicación y sin escuchar la voz del pueblo. Cada carga alienta más el rechazo, el hastío. Cada gesto, cada desplante, cada descalificación alimenta la hoguera, el laberinto, que no infierno, turco. Hay descontento. Mucho. Más allá de la acusación del primer ministro de grupos extremistas como culpables de una situación que se desborda por momentos. ¿Qué motiva que miles de personas salgan a la calle a alzar su voz y protestar contra medidas del Gobierno?, ¿por qué se desborda y a qué se debe lo que empieza ser pacífico y se convierte en un infierno de vandalismo, violencia y altercados?
¿Qué libertad anhelan los turcos que hoy salen a las calles y protestan contra el gobierno de Erdogan y sus medidas?, ¿por qué la cultura, el medio ambiente, las libertades individuales, el derecho a decidir de las mujeres se ven amenazados o debilitados en la opinión de los miles de ciudadanos que salen e irrumpen en las calles y recelan de la intervención de los partidos políticos?
Turquía nada tiene que ver con los países que desde hace dos años vieron el estallido ciudadano frente al despotismo tiránico y atrabiliario de dictadores, sátrapas y regímenes que sumen en el silencio y el ostracismo a sus ciudadanos. Estas protestas no son el epígono de la fracasada primavera árabe. ¿Cómo pesarán estos hechos a ojos de una Europa cínica y llena de desplantes hacia Ankara y que juega a la admisión y al rechazo, al veto y al apoyo al turco? O si se prefiere, ¿hasta qué punto esta actitud de Bruselas, pero sobre todo de Berlín y París, que se niegan al ingreso del país puente y llave entre Europa y Asia, pesa hoy sobre una ciudadanía cansada de promesas, exhausta de juegos? Está en juego la libertad de los turcos, la libertad democrática y con ella el talante verdaderamente abierto y democrático o no del partido del gobierno y por extensión de Erdogan y el presidente Gül, impuesto y puesto por aquél. Ya culpan igualmente a las redes sociales, las que nunca son controlables y silenciadas del todo, salvo por dictaduras y gobiernos que simulan ser democráticos pero que no lo son.
Las perspectivas económicas no son malas, tiene un alto déficit y un fuerte parón en la construcción. Pero camina para convertirse en la novena economía mundial. En 2010 crecía por encima del 9%, en 2011 al 8,5%. En esas mismas fechas el déficit pasaba del 2 al 10%. No tiene recursos energéticos, lo que la hace importadora neta y dependiente. El sector servicios es su principal pujanza. Y el desempleo se sitúa en torno al 10%. Salidas de capital fuera del país y el cómo financiarse son el quebradero de cabeza para el Gobierno. Ésa es la realidad económica, la misma que puede contagiarse de la calle. El laberinto turco.
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