Las problemáticas identitarias son un polvorín que amenaza con estallar. El debate se mezcla con cuestiones emocionales que tiñen las palabras de significados que no les son propios. Hay, por ejemplo, quien interpreta “moro” como un insulto. Lo es, siempre que el término se utilice con voluntad de agredir. Pero, por si misma, esta denominación solo expresa una procedencia geográfica: viene del latín mauri y se refiere a los habitantes de la antigua Mauritania, un territorio que abarcaba lo que hoy corresponde a Marruecos y Argelia. Por tanto, si somos estrictos, “moro” no es sinónimo de musulmán puesto que en la Antigüedad clásica el islam ni siquiera existía. Tampoco es equivalente a árabe puesto que alude a unos componentes geográficos y étnicos que nada tienen que ver con la península arábiga. Eso no impide, por desgracia, que en el lenguaje coloquial se hable de “moros” en un sentido descomunalmente amplio.
La terminología poco precisa ayuda a desconocer al Otro. El mismo término de “otro”, en función de una diferencia religiosa, llama a engaño. Eso es así porque los millones de musulmanes establecidos en el viejo continente son europeos, no extranjeros. Pero este hecho tan sencillo no impide que los partidos populistas de ultraderecha construyan un discurso de odio, basado en la estigmatización de una minoría y una utilización más que selectiva de la memoria histórica. Los que recuerdan Lepanto con una falsa nostalgia, puesto que ellos no estuvieron allí, olvidan que la relación entre cristianos y musulmanes ha sido, a lo largo de los siglos, tanto de hostilidad como de colaboración. Olvidan también los mutuos préstamos culturales, como si lo que ellos llaman “civilización” fuera una fortaleza cerrada a cal y canto, impermeable a la contaminación de los supuestos bárbaros que esperan para degollarnos. La realidad, como siempre, nada tiene que ver con las caricaturas.
¿Podemos seguir representando a una parte de nuestros conciudadanos como ajenos a nuestro mundo? En Gran Bretaña, Sadiq Khan, hijo de una familia de inmigrantes pakistaníes, es el alcalde de Londres. Su caso, que no es único —en Rotterdam encontramos a Ahmed Aboutaleb, de origen marroquí, al frente de la ciudad—, evidencia la realidad de una Europa plural.
Al igual que los cristianos no forman un grupo monolítico, los musulmanes tampoco se distinguen por su homogeneidad. Constituyen, por el contrario, grupos de diversas sensibilidades que no responden a una única manera de interpretar El Corán. O de no interpretarlo, puesto que la secularización también opera sobre este segmento de población. Suponer que los ciudadanos procedentes de países musulmanes son todos creyentes y practicantes solo distorsiona nuestra visión de las cosas, con una confusión entre pertenencia nacional y pertenencia religiosa.
La situación de la mujer se ha convertido en un arma arrojadiza contra el islam, con el resultado de que las discriminaciones de género occidentales quedan relegadas a la penumbra. De forma trágicamente paradójica, nuestros países pueden acabar convirtiéndose en agentes de la subordinación de las musulmanas, no en sus liberadores. Este es el efecto que provocó, en España, la Ley de Extranjería. Si una inmigrante deseaba un permiso de residencia propio, que no fuera el de su marido, se veía obligada a demostrar cinco años de convivencia conyugal, denunciar ser víctima de violencia doméstica o acreditar medios de vida suficiente. La exigencia de estos requisitos, en la práctica, no hacían más que reforzar su dependencia respecto al esposo.
Es fácil ridiculizar a cristianos y musulmanes por las barbaridades que se han perpetrado en nombre de sus credos. Se suele olvidar interesadamente que las ideologías laicas también han practicado la violencia a gran escala con el mayor de los entusiasmos. En realidad, las religiones políticas no son tan distintas en lo bueno y en lo malo de las religiones tradicionales. Es cierto, por ejemplo, que los cruzados son unos personajes poco simpáticos para la mentalidad actual, como símbolo de fanatismo y represión. Ningún demócrata estaría de acuerdo con Bernardo de Claraval cuando aseguraba que, para los soldados de Cristo, morir o matar por su fe no constituía un crimen: “La muerte del pagano es una gran gloria para el cristiano, pues por ella Cristo es glorificado”. Lo curioso es que esta frase guarda una paradójica semejanza con otra de un ateo ilustre, Jean-Paul Sartre. El filósofo galo, en su prólogo a Los condenados de la Tierra, de Frantz Fanon, estaba convencido de que las luchas anticoloniales justificaban determinados medios. Matar a un europeo era matar dos pájaros de una sola vez: “suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido”.
Una famosa canción pedía una cosa muy sencilla “Contamíname”. El problema es el fundamentalismo de la identidad, presente tanto en romanos como en cartagineses. Lo propio, por el hecho de ser nuestro, es bueno. Lo ajeno, en el mejor de los casos, inspira desconfianza. En el peor, todo lo exterior se convierte en una amenaza con la que se justifica la mentalidad de búnker y la represión de cualquier forma de disidencia. Para el fundamentalista islámico, la naturaleza opresiva de la civilización occidental no constituye un apriorismo ideológico sino un dato empírico, tan claro como que el sol alumbra. Según el conocido ulema egipcio, Yusuf al-Qaradawi, los “cruzados”, ya sean protestantes o católicos, procuran minar los cimentos de la sociedad islámica con la introducción de elementos ajenos como el capitalismo, el socialismo, el laicismo o el exhibicionismo de las mujeres.
Este tipo de discurso viene a ser una versión en negativo del que exhibe, por ejemplo, la derecha cristiana en Estados Unidos, los apóstoles del laicismo radical o los partidarios del Estado de Israel.
Imaginar que el islam, per se, se opone a la modernidad, resulta como mínimo problemático, entre otros motivos porque no existe un único camino hacia esa modernidad. Dentro del mundo islámico, que no islamista, los “nuevos pensadores” de los que habla Rachid Benzine han pensado su fe a partir de las aportaciones de las ciencias. Han comprendido que su religión, como cualquier otra, no es una esencia inmutable sino un fenómeno histórico. Pero, mientras tanto, los occidentales, con torpeza infinita, no los visibilizan a ellos sino a los fundamentalistas. Se rasgan las vestiduras ante las expresiones más brutales de intolerancia pero después apoyan a los talibanes contra la Unión Soviética o negocian con Arabia Saudí porque les interesa el petróleo. A los musulmanes, por todo ello, no les falta razón cuando se quejan de que se utiliza con ellos una vara de medir distinta a la que se emplea con los demás.
Francisco Martínez Hoyos es doctor en Historia