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El infierno frente al Dios-Amor

«Por mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor; por mí se va hacia la raza condenada […]. ¡Oh, vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!»
(Dante, La divina comedia, Canto III)
«Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros. Dios es amor, y el que permanece en amor permanece en Dios y Dios en él.»
(1 Juan 4: 16)

El mundo evangélico anglosajón anda algo revuelto a cuenta del último libro de Rob Bell, un predicador de aires juveniles y mensaje renovador. La obra lleva por título Love Wins (El amor triunfa) y quizá la principal razón de la polémica sea su cuestionamiento del infierno, lo que para muchos le convertiría en sospechoso de universalismo (la creencia en que finalmente todos gozarán de la salvación eterna). Acosado por profesos cristianos conservadores –quizá en especial los de tendencia más calvinista–, parece que Bell, en declaraciones posteriores, se ha sentido obligado a efectuar un aparente retroceso en dicho cuestionamiento.

Esto es tremendo. A casi dos mil años de la mayor manifestación del Dios-Amor, todavía (?) defender a éste –de eso se trata en el fondo– puede acarrear críticas e imputaciones de herejía. Aunque lo más sorprendente (?) es que eso ocurra en el seno de la propia cristiandad… ¿Le llegarán a amenazar con el infierno que le acusan de negar? De momento, jugando con su nombre, le imputan haberlo “robado” (Robbed Hell).

Pero no son los problemas de Bell lo que más nos preocupa aquí, sino el propio asunto del “fuego eterno”. Una doctrina de éxito multisecular, aun cuando no podamos dejar de preguntarnos en qué cabeza puede caber algo así…


Una aberración dantesca

Lo cierto es que cupo hasta en las mejores cabezas. Desde la de Dante hasta la de John Wesley pasando por las de Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Martín Lutero y Juan Calvino.

«¡Ay de vosotras, almas perversas! No esperéis ver nunca el Cielo. Vengo para conduciros a la otra orilla, donde reinan eternas tinieblas, en medio del calor y del frío.»
(Carón [Caronte] en La divina comedia, Canto III)

El infierno dantesco, como toda la obra maestra de Alighieri, es reflejo del sentir del Medievo. Conjugaba tanto la teología prevaleciente como las creencias populares al respecto. Conociendo sus detalles y su omnipresente amenaza durante aquellos siglos, es difícil soslayar su función de control social. Terror al servicio del Poder en una sociedad siempre bajo el yugo –más o menos asfixiante según los momentos– de la Iglesia Católica Romana. Factor que, sin duda, contribuye a explicar el éxito de una enseñanza tan ajena, incluso opuesta, al espíritu bíblico.

Pero, como queda dicho, incluso a los Reformadores –que dejaron su Reforma a medias– les costó superar ese estremecedor legado medieval. Calvino aseguraba que «es inevitable que la conciencia, si mira hacia Dios, o bien consiga una paz segurísima con el juicio de Dios, o de otra manera, que se vea cercada por el terror del infierno» (Institución de la religión cristiana, L. III, c. XIII, §3). Parecía ser, con todo, reacio a hablar del asunto, al menos en detalle. Quizá la sola idea le espantaba, como traslucen estas otras palabras suyas: «¡Qué horrible castigo ser de esta manera atormentados para siempre sin remedio posible!» (L. III, c. XXV, §12). Con todo, sería justamente el reformador franco-ginebrino quien le diese al infierno una dimensión, si cabe (?), aún más siniestra. Fue a través de su doctrina de la predestinación: «Dios ha designado de una vez para siempre en su eterno e inmutable consejo a aquellos que quiere que se salven, y también a aquellos que quiere que se condenen.» Pero aun entonces no pudo ocultar por completo el terrible absurdo implicado, al añadir poco después «que esto se hace por su secreto e incomprensible juicio, el cual, sin embargo, es justo e irreprochable» (L. III, c. XXI, Resumen). Así fue como, en el tema que nos ocupa, un adversario de la barbarie romanista –la cual, de hecho, en otros aspectos redujo–, agregó horror al horror y además hasta un extremo (casi) inconcebiblemente implacable.

De este modo, si Roma aportó la enseñanza de que Dios era capaz de hacer sufrir eternamente a (supuestos) mortales, la Reforma, al menos una de sus ramas, rizó el rizo atribuyéndole a Dios la creación de innumerables seres humanos con destino a ese tormento perpetuo.

Pero un terror tan extremo, ¿es compatible con el Dios-Amor? Somos conscientes de que éste usa el temor, pero lo hace siempre al servicio del amor y de la vida plena (2 Corintios 7: 15 ; 1 Juan 4: 18).

Creer en el Dios del infierno… ¿qué valor le da a la vida humana? Con la excusa de evitar las eternas torturas, se instauró la Inquisición con las suyas. Semejante mentalidad, supuestamente salvífica, no es raro que ayudase a legitimar las Cruzadas papistas, que a menudo atraían a culposos penitentes. La pena de muerte, no menos arraigada durante siglos en países de tradición protestante, resulta una nimiedad frente a la perspectiva infernal, aunque a la vez puede evocar la crudeza de creer en ésta. Cabe incluso preguntarse si una sociedad, como la estadounidense, no deberá en parte su tolerancia ante la tortura (p. ej., el waterboarding guantanamero) a sus elevados índices de fe en el infierno.

Quien está dispuesto a seguir a un Dios eternamente condenador, ¿tendrá la misma sensibilidad a la hora de respetar la vida humana que quienes aborrecen a ese monstruo? Si además se le atribuye la elección eterna de los así condenados, ¿no verá abonado el terreno un corazón aún más pétreo, insensible y, llegado el caso, cruel? Se dirá que justamente el respeto a la vida humana es una condición para evitar el infierno. Cierto, pero existen coartadas como las (llamadas) “guerra justa” y “violencia legítima”. Que podrán tener requisitos tanto más laxos cuanta menos repugnancia provoquen castigos infinitamente mayores, como el que nos ocupa. ¿Cabe compararse con éste el más atroz terrorismo, la guerra más brutalmente exterminadora? ¿Hubo jamás un genocida que haya cometido un infinitésimo de lo que se perpetrará en ese infierno que, además, suele anunciarse muy poblado?

El propio Diablo, motor originario y tenaz tentador de todos los males (ver Génesis 3; Apocalipsis 12: 9), ¿podría merecer un castigo como ése?

El defensor consciente, no digamos acérrimo, de una creencia así, ¿no será más proclive a la persecución, al odio, al desprecio de la vida terrenal? La historia parece confirmarlo. Y el presente quizá también (ver 1 y 2).

Dios contra el infierno

«Mas si alguno muere en pecado mortal sin penitencia, sin género de duda es perpetuamente atormentado por los ardores del infierno eterno.»
(Primer Concilio de Lyon, 1245)

La contraargumentación es vieja. Sabemos que el Dios bíblico es Amor. Y en su propia Palabra leemos en qué consiste serlo: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en él, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Juan 3: 16; destacados añadidos).

Sobre esa base, repugna a la razón –¡y a la razón convertida!– una tortura eterna a cambio de unas decisiones erróneas, por muchas y contumaces que hayan sido. Tomadas a lo largo de una vida que –al menos hoy– raramente pasa de las ocho o nueve décadas.

La infernal aberración suele derivar de una creencia espuria: la inmortalidad del alma, infiltración pagana en el judeocristianismo (pero no en las Escrituras). Que, pese a lo que muchos piensan, carece de base bíblica (ver Eclesiastés 9: 5-6; Salmo 146: 4; Malaquías 4: 1; etc.). Y que se pretende justificar sobre algunos textos que, en realidad, hablan de otras cosas (como la parábola del rico y Lázaro).

Algo similar ocurre con la doctrina del “fuego eterno”, que en la Biblia tiene el sentido de un fuego que no se extingue sin haber cumplido su misión. De ahí que se aplique ese término a Sodoma y Gomorra, que obviamente hace mucho que dejaron de arder (Judas 7). Téngase en cuenta, además, el anuncio de que los réprobos serán plenamente exterminados, incluidos el Diablo y sus ángeles (ver Malaquías 4: 1-3; Apocalipsis 20: 10-15; cf. Apoc. 21: 1-4).

Tanto por textos como éstos cuanto por la concepción antropológica bíblica, no es raro que gran parte de los mejores teólogos contemporáneos nieguen o cuestionen el carácter bíblico de la creencia en la inmortalidad del alma. Es el caso de Emil Brunner, William Barclay, Oscar Cullmann, John Wenham, John Stott… e incluso de un tal Joseph Ratzinger (aunque éste luego, de manera que resulta harto cínica, la recomiende pese a todo).

La doctrina del infierno ha sido históricamente una verdadera fábrica de ateos en serie. Y si muchos cristianos se han mantenido en la senda de su Salvador a pesar de creer en ella, seguramente ha sido a base de no explayar la mente en la misma, pues unos pocos minutos de meditación bastarían para aborrecerla.

Y para comprender que frente a un Dios capaz de disponer algo así hasta el mismísimo Satanás sería una buena persona.

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