El Gran Oriente de España, con Miguel Morayta como Gran Maestre, promovió en su seno que las logias investigasen y formasen una estadística sobre los conventos, monasterios y órdenes religiosas de sus zonas y se discutiese en su seno sobre los “inconvenientes de la vida conventual, y los privilegios que disfrutaban las órdenes monásticas”. Con todo ese material había que elaborar una memoria que debía enviar a la Gran Logia Simbólica. Las memorias serían sometidas a un Jurado, que debía decidir cual debía ser impresa. El decreto, firmado por Morayta, era de 10 de febrero de 1888, es decir, en plena Restauración, una época de resurgir de las órdenes monásticas en España. Algunas memorias se hicieron, pero no parece que se terminara de imprimir ninguna.
Pero lo importante, a nuestro entender, es la filosofía que justificaba para los masones esta investigación.
La masonería tenía como uno de sus principales postulados la libertad de asociación, un derecho considerado como “ilegislable e imprescriptible”, porque el mismo le había permitido existir. Es, sumamente, interesante, a nuestro entender que se dijera que era “ilegislable”, interpretando que cuando se legisla sobre un derecho, en teoría para garantizarlo, se termina por restringir, por el mismo hecho de la existencia de esa legislación.
En consecuencia, el decreto masónico afirmaba que la orden reconocía y respetaba el derecho a existir de las asociaciones religiosas, es decir, congregaciones de frailes, monjas, Compañía de Jesús, y otra similares. Pero la misma masonería opinaba que dichas asociaciones vivían de abusos y disfrutaban de privilegios, pero, es más, y siguiendo una larga tradición que se remontaría, a nuestro juicio, a la época ilustrada y a la de la revolución liberal, se consideraba que eran perniciosas porque eran contrarias “a la naturaleza humana, inútiles de toda inutilidad”.
En función de estas consideraciones, la masonería se veía en una triple obligación. En primer lugar, debía respetar a dichas asociaciones. En segundo lugar, tenía que intentar que dichas asociaciones no viviesen en un régimen de excepción, que no era permitido a otras asociaciones. Y, por fin, evitar, haciendo una especie de labor educativa que los jóvenes de uno y otro sexo abandonasen la sociedad para ingresar en una orden.
No parecía tolerable que las asociaciones religiosas, que percibían pensiones del Estado, usufructuaran numerosos edificios públicos, no ofreciesen soldados “á la patria”, enseñaran y examinasen sin títulos, vivieran fuera del derecho común en lo referente al derecho de patria potestad, reconociesen autoridades superiores que se encontraban fuera de España, y disfrutasen, en suma, de muchos privilegios. Por fin, se consideraba como inaceptable que, estando en vigor el Concordato que establecía que solamente hubiera en cada diócesis determinadas órdenes religiosas, el país se estuviera llenando de conventos.
Hemos consultado Boletín de la Soberana Gran Logia del Gran Oriente de España, oficial, número 2 del año 1888.