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El dinero y los abusos amparados por la jerarquía católica chilena

El Arzobispado de Santiago se ha negado a realizar lo que en justicia moral cabía reparar. Ezzati, exonerado de indemnizar a las víctimas del pederasta Karadima

Un día mis padres, ya ancianos, se encontraron ante la compra hostil de la casa donde vivimos por casi 50 años; donde construyeron nuestra familia. Inescrupulosos inversionistas inmobiliarios -muy católicos por cierto- compraron el barrio, excepto la casa muy bien ubicada de mis padres.

Los amenazaron con obreros que llegaron a preguntar si ésa era la casa que debían demoler. Crearon pánico y lograron bajar el precio y destruir todo un pasado lleno de recuerdos. Pese al dolor del desarraigo, reservaron el 2,4% de la venta de esa casa como ofrenda de gratitud a la Iglesia.

Yo mismo, después de 20 años de trabajo fui desvinculado del banco donde me desarrollé profesionalmente. De ello quedó una justa indemnización. Mi trabajo había sido el sustento que con mi esposa nos permitió hacer familia. Agradecidos de Dios y, por extensión, de esa Iglesia que nos había acompañado en momentos determinantes, decidimos compartir los frutos de la madurez de nuestro trabajo ofrendando el 1% a la Iglesia.

Son dos historias convergentes que me conceden autoridad moral para juzgar el apego desordenado e inmoral que ciertos pastores muestran ante el dinero, viendo cómo lo convierten en fuente de poder.

En días recientes, la gente de mi pequeño y largo país, Chile, se ha vuelto a indignar de rabia con la Iglesia, esta vez con el Arzobispo de Santiago, el cardenal Ricardo Ezzati Andrello. La causa es la evasión de la responsabilidad moral de resarcir parte del daño provocado por el mayor pederasta de la Iglesia chilena. En efecto, la justicia chilena exoneró al Arzobispado de Santiago de la responsabilidad civil de indemnizar a las victimas de los abusos sexuales cometidos por el sacerdote más admirado de la alta jerarquía, como era hasta hace tan sólo siete años atrás.

Es sabido que a los cristianos nos mueve la Ley del corazón, antes que la Ley civil, porque de la ley moral nace el deseo de asimilar, en la propia conducta, el anhelo de Dios. De ahí que es incomprensible y reprochable que la Iglesia más poderosa y adinerada de Chile se haya negado a realizar lo que en justicia moral cabía reparar, haciendo un gesto de humildad y arrepentimiento.

Es más, es incompresible que una Iglesia, que se vanagloria con el seguimiento de Jesucristo, se haya atrevido siquiera a confrontar judicialmente a las victimas que ella debió proteger y amparar. Así, es vergonzoso que esa Iglesia institucional haya osado contratar a los más connotados y onerosos estudios jurídicos del país, para eludir flagrantemente la responsabilidad moral que nunca debió rehuir. Eso repugna en la conciencia de un cristiano.

Avergüenza saber que los abusos del mayor delincuente sexual de la Iglesia chilena se transformaron en un lucrativo negocio para al Arzobispado de Santiago, toda vez que las sanciones canónicas impuestas fueron condicionadas a la transferencia del millonario patrimonio inmobiliario que había acumulado aquel pederasta y que terminaron acaudalando el patrimonio del Arzobispado de Santiago. Esta vez, el precio de la ignominia no fue de «treinta monedas de plata», sino de diez millones de dólares.

Si el arrepentimiento y el dolor hubieran tocado el corazón humano; si el discernimiento cristiano hubiera guiado la conciencia pastoral, ante tan grave responsabilidad jerárquica, el pago de la indemnización que las víctimas merecían, moralmente, habría sido un gesto de conversión valioso, necesario para comenzar a despertar a la Iglesia chilena de una siniestra y destructora pesadilla. Junto con ello, habría testimoniado públicamente su desprendimiento y desapego a ese Mammón que tanto le ha impedido actuar con libertad evangélica.

En esto, la Iglesia de Santiago ha actualizado el ejemplo de aquel joven rico del Evangelio, ya que existiendo el deseo y la obligación de seguir al Maestro, ha dejado en evidencia su incapacidad para renunciar a las comodidades y privilegios que le reporta el dinero, ante la sugerencia del Maestro: ««Sólo te falta una cosa: anda, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres, y así tendrás un tesoro en el Cielo. Después, ven y sígueme.»» (Mc 10, 21b).

Entonces, la tristeza y la desolación invaden a la Iglesia de Santiago ante la evidente incapacidad para seguir radicalmente a Jesucristo. Y queda la certeza que ahí radica la causa de tantos males que la asolan, explicando de paso su falta de fecundidad apostólica, porque el apego al dinero es más fuerte que el apego a las renuncias que exige el Evangelio.

el-cardenal-ezzati arzobispo de Santiago Chile

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