Para Jean-Paul Sartre (autor de una obra teatral inolvidable titulada El diablo y el buen Dios), el infierno eran «los otros». Para la Iglesia católica romana, desde la desafortunada época del emperador Constantino (siglo IV), el mal está en los demás. Primero en los ateos, después en los judíos, más tarde en los mahometanos, luego en los protestantes, ya en el siglo pasado en los comunistas y hoy día, incluso, en los propios cristianos más comprometidos, los que han llevado a la práctica la revolucionaria máxima de Cristo de que el prójimo es el más pobre, y que lo que se hiciera por el pobre se haría por el propio Jesús.
Hoy, el mal rodea a la Iglesia, y la invade por doquier.
Desde los ateos hasta los cristianos por la liberación -ya no sólo los teólogos de la misma-, todo el inmenso bloque de hombres y mujeres agrupados en el párrafo anterior, y otros que en este mismo instante se me escapan, representan para Roma un mal presunto -ya que siempre queda la coartada del perdón- y un «tufo de Satanás», frase que acuñó, para triste memoria, el papa Montini -Pablo VI- en los últimos años de su vida, cuando aquella enfermedad que le llevó a la muerte se expresaba, según los psiquiatras y médicos más conspicuos, en un horrible miedo a la vida, el miedo al vacío que le dominó cuando el Concilio Vaticano II empezaba a resultar efectivo.
Escribo hoy, pocos días después de que los obispos españoles se hayan reunido en Asamblea Episcopal, sobre la tremenda inseguridad de la Iglesia, y más particularmente sobre los miedos y quebrantos de la Iglesia española, cuyos obispos llevan decenas de años viendo por todas partes un cúmulo de males, de relativismo, de paganismo y de pecado… y otros tantos recelosos de una democracia que nos había hecho creer que había finiquitado en nuestro país el totalitario confesionalismo católico del Estado.
Cuando se les invita a pensar en alto, los obispos españoles sacan siempre su hacha de guerra, que es casi siempre un hacha contra los gobernantes socialistas o contra las leyes que consideran “permisivas” acerca del aborto, el matrimonio o la educación de la infancia y la juventud de nuestra “católica España”.
A los obispos españoles les traicionan constantemente sus miedos, en lugar de sus esperanzas; sus fobias, en lugar de sus amores; sus hambres de dinero y poder, en lugar de la fe en la Providencia que predican a los más pobres; sus doctrinas más salvajes y egoístas sobre el tener, en lugar del Verbo hecho Carne que quiso enseñar al hombre a ser, y en el cual siempre han parecido creer. Esto es lo terrible: que unos obispos tan preocupados por la fe de los españoles a veces dan la rotunda impresión de que no creen en nada, salvo en lo palpable, lo tangente, lo contingente y lo banal.
Para los obispos españoles, el mal está en los otros; el infierno son los otros. Es la gran paradoja de una Iglesia que nació en la humildad y en la verdad. La humildad-humanidad, para reconocerse humana y débil; la verdad, que no consistió en otra cosa sino en acercarse al más pobre, al más desvalido, al más marginado, al más oprimido.
Ese era, ése fue, el único y formidable bagaje original de esta Iglesia que, caso de volver, no reconocería ni el propio Cristo.
La Iglesia busca desesperadamente una seguridad detestable, infame, anticristiana. Una seguridad basada en el poder y el dinero. Contrata vigilantes jurados del alma armados hasta los dientes para destripar los cuerpos de los que osen moverse. Mercadea con puertas de seguridad a prueba de bombas. Viaja en papamóviles blindados para evitar que curas desesperados o agentes secretos zarandeen impunemente a sus caudillos.
Quiere dinero contante y sonante, y bancos propios gobernados por hombres de traje talar y corbatas de seda que puedan ahorcarse en una noche siniestra bajo un puente cuando las cuentas no están claras en el Vaticano.
Quiere hombres que no busquen interrogantes a sus dogmas, mujeres que no intenten subir a sus estrados, jóvenes que no ofrezcan dudas sobre la justicia de las guerras, niños que sepan antes de los castigos del pecado que de la belleza del amor y la utopía, y ancianos que se inyecten dulcemente el miedo a la condenación eterna.
Rafael Plaza es periodista y escritor, analista de la Iglesia católica.
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