El primero de junio de 1875 el integrista El Siglo Futuro publicó lo que denominó “El credo político de los católicos”, y que puede ayudarnos a entender la visión más reaccionaria del catolicismo español en el tiempo de la Restauración. Pasemos, pues, a realizar un resumen.
Los hombres habrían sido criados para servir a Dios y gozarle. Pero el hombre era también un ser social, y la sociedad estaría formada por individuos ordenados en familia, siendo ésta anterior a la sociedad política e instituida por Dios. Esa sociedad doméstica sería independiente del Estado tanto en lo relativo a su constitución como a su existencia. En consecuencia, no habría familia fuera de esta concepción religiosa de la misma, por lo que el matrimonio civil era considerado como un sacrilegio contra la “divina ordenación de la familia”, pero también contra la autoridad paterna, por lo que debemos interpretar que, además, del principio religioso, se definía otro de tipo patriarcal.
El integrismo consideraba la propiedad como un derecho que procedería de la ley natural, y no de la ley positiva del Estado, por lo que, en realidad, se coincidía con el liberalismo, por lo que comprobamos, al menos en esta parte porque en otras había un claro divorcio.
La sociedad civil también habría sido ordenada por Dios no como un fin, sino como un medio conducente al bien de las personas asociadas en la misma. Este fin no podría ser sacrificado a un fin social que no fuera destinado para el bien de las personas.
Ese bien para las personas debía realizarse a través del mutuo auxilio que traería consigo la asociación, encaminada para hacer fácil a los individuos el cumplimiento de su destino en la tierra, y que no era otro que el de glorificar a Dios viviendo una vida virtuosa, y después, pero de forma secundaria, dedicarse a las cuestiones materiales, resaltando, insistimos, que el primero y principal objetivo social sería el de procurar el “bien interno y moral”.
Este principio se aplicaría, a su vez a las relaciones de mutuo auxilio entre las naciones como miembros de la sociedad universal de los hombres. A este sagrado objetivo se opondría lo que los católicos integristas consideraban como el falso principio de la no intervención. En cierta medida, y si se nos permite la licencia, esto recordaría a uno de los principios de la época de la Restauración después de Napoleón, cuando se defendió el principio de intervención si estallaba una revolución en un país que alterase la alianza entre el Altar y el Trono.
No andamos muy descaminados en relación con nuestra apreciación personal, porque el credo integrista, a continuación, establecía que en toda sociedad había necesidad de una autoridad que la ordenase y dirigiese, siendo ésta de origen divino.
En este sentido, además, la mejor forma de gobierno sería la Monarquía porque el gobierno de muchos era más fácil que derivase en tiranía frente al de uno. El régimen representativo, para el integrismo, debía ser respetado si se hubiera introducido de forma legítima (no se especifica en qué consistiría esa legitimidad), a pesar de sus imperfecciones y peligros. Podría ser hasta positivo siempre y cuando se le purgase de los vicios propios del mundo moderno. El integrismo defendía que el mejor sistema político era el que se ajustaba a las tradiciones, costumbres y necesidades de cada sociedad. Este credo no defendía en sí el absolutismo por considerarlo moralmente imposible de hecho y de derecho en una Monarquía cristiana. El integrismo consideraba que el gobernante estaba sujeto a la ley “de justicia y de amor” de derecho, pero, además, de hecho, porque la religión católica influía en la conciencia del monarca, del gobernante. Además, como el despotismo exigía la cooperación de otras autoridades sociales subordinadas, al ser católicas no podrían ejercer ese poder despótico. Así pues, en vez de garantías escritas en una Constitución y en las leyes, estaban por encima las garantías que Dios “escribe en el corazón de los gobernantes”. Así pues, solamente la religión católica era considerada como una garantía frente a la tiranía.
Pero, ¿qué ocurría si surgían conflictos suscitados por el poder y que llevarían a la tiranía?, ¿estaba justificada la insurrección? Era evidente que no. Había que confiar en el “Padre común de los fieles” por su facultad para solucionarlos. Las leyes humanas para ser dignas de su nombre y obligar en conciencia habrían de ser justas y tomar su inspiración en la ley de Dios. Ahí estaría el fundamento de la libertad. Así irían intrínsecamente unidos los siguientes conceptos: ley, orden, autoridad y libertad. En este sentido, es interesante resaltar que el integrismo criticaba a quienes intentaban hermanar el orden con la libertad, porque no sabrían lo que era cada cosa o intentaban engañar al pueblo. Creemos que se refería al intento del Estado liberal de, por un lado, proclamar la libertad y por otro que ésta no alterase el orden. No se trataba, por lo tanto, de hermanar, es que iban unidos, y porque así lo establecía la ley divina. Por otro lado, de lo expuesto, siendo no lícita la insurrección en el caso de que el poder llevase a la tiranía, nos preguntamos: ¿se aplicaría también si ese poder se desviaba de la ley divina?
Por su parte, el gobernante, en cualquier forma política imperante era responsable de Dios de todos sus actos de gobierno, y por el mismo debía ser juzgado con todo rigor. El gobernante supremo era ministro de Dios, y por eso llevaba la espada contra los que obraban mal. Así pues, si, por un lado los principios católicos impedirían el despotismo del gobernante, además obligaba a responder ante Dios, no ante los gobernados.
El integrismo creía que la libertad de errar y de blasfemar, y, en general de violar los preceptos divinos era una falsa libertad. Era como una enfermedad. La libertad de conciencia consistía en creer la “verdad legítimamente conocida”, y en obrar, en consecuencia, con la regla trazada en lo mismo que se creía. Las leyes civiles no podían impedir al hombre cumplir las obligaciones que imponía “la conciencia ilustrada por la verdad”, ni imponer penas por ello. Debemos entender que la verdad estaba asociada, lógicamente, a los principios religiosos católicos.
En relación con la igualdad, el integrismo defendía el principio en sí, al decir que los hombres serían iguales en “naturaleza, origen y destino”, pero también desiguales entre sí en cuanto a su existencia individual. Dios no había creado a los hombres para que fueran iguales, sino para que fueran como “ángeles”, entre los que había jerarquías. Así pues, se intentaba un ejercicio para conciliar dos formulaciones contradictorias, aunque, al final, en realidad, se defendía la desigualdad, además de por la jerarquía, porque los hombres lo serían por naturaleza, y ese era un principio del orden social.
Para el integrismo, las libertades modernas se reducían a pensar, hablar y obrar contra todo lo que defendía la Iglesia. Esa licencia inducía a los pueblos a lo que se calificaba de “esclavitud de los apetitos”, base de la servidumbre civil y política en la que caminaba el mundo. Así pues, el gobierno más tiránico era que el más libertades otorgaba.
En consonancia con lo explicado al principio la religión se consideraba la ley primera de la sociedad, necesaria para conseguir su fin. Esa influencia debía ser ejercida constantemente por la Iglesia, a través de sus institutos religiosos y el Papa con su autoridad, a la cual estarían sujetos los reyes y los pueblos.
El integrismo defendía la restauración del poder temporal del Papa porque consideraba que era un bien en el que estaban interesados los príncipes, los pueblos y los individuos. En 1875 ese poder había desaparecido, como sabemos al completarse la unificación italiana.
La Iglesia sería una sociedad perfecta, libre e independiente, y con potestad legislativa y coactiva, así como con derecho a adquirir, retener y administrar bienes temporales. El Estado, por su parte, estaría obligado a guardar y hacer que fueran guardados los derechos de aquella, poniendo su poder coercitivo al servicio del poder espiritual, es decir, no sólo no habría separación entre ambos, como ya ha quedado demostrado en este artículo, sino que el segundo estaría subordinado a la primera. En este sentido, se criticaba el regalismo, es decir la doctrina que había permitido, en el caso español, la intervención del Estado en la Iglesia. Era una manera, en el ideario integrista, de matar lentamente la fe y la virtud cristiana del pueblo. Por otro lado, la libertad de cultos se oponía, a su vez, a la misión del Estado de actuar al servicio de la religión, de abrazar la “religión revelada”.
El ideario también cargaba contra el racionalismo, y contra la Masonería, al hablar de las conspiraciones de las sectas y sociedades secretas contra la religión y la sociedad. Era objetivo prioritario combatirlas y defenderse, y para ello no bastaban los tribunales ordinarios, una consideración harto elocuente.
El catecismo terminaba aludiendo a la crisis del mundo, fruto de los conflictos generados por las herejías, y por el liberalismo y las sectas que patrocinaba, ya que arrancaban de raíz el orden y la autoridad para poner en su lugar el árbol de la libertad revolucionaria. No había término medio en esta lucha, no se podía ser neutral.
El catecismo se publicó en el número del primero de junio de 1875 de El Siglo Futuro.