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Educación y laicismo en la Revolución de 1868

La Revolución de 1868 comenzó a gestarse con el Pacto de Ostende (1866), que unió a progresistas y demócratas contra el sistema isabelino. A la muerte de O’Donnell, los unionistas se unirían al pacto. La revolución se inició el 17 de septiembre de 1868 con la sublevación del almirante Topete en la bahía de Cádiz, apoyado por Prim (progresista) y Serrano (Unión liberal). El movimiento se extendió por la geografía española con levantamientos populares y organización de juntas revolucionarias locales. Serrano venció al ejército gubernamental en la batalla de Alcolea. La reina huyó a Francia. Ese es el momento en el que se constituyó un gobierno provisional presidido por el general Serrano y se convocaron elecciones a Cortes Constituyentes por sufragio universal directo para enero de 1869.

Pues bien, en el Manifiesto del gobierno provisional donde se exponían los principios fundamentales proclamados por la revolución y publicado el 25 de octubre de 1868, la educación adquiere un protagonismo que no había tenido en otros manifiestos y proclamas. Este manifiesto se fundamenta en los principios liberales progresistas y democráticos, en la defensa del sufragio universal y de las libertades: de culto, de imprenta (expresión), de reunión, asociación y de educación, frente a la concepción moderada y conservadora del liberalismo, que había dominado en el sistema político isabelino.

 Del Manifiesto entresacamos el párrafo dedicado a la enseñanza:

 “La libertad de enseñanza es otra de las reformas cardinales que la revolución ha reclamado y que el Gobierno provisional se ha apresurado a satisfacer sin pérdida de tiempo. Los excesos cometidos en estos últimos años por reacción desenfrenada y ciega, contra las espontáneas del entendimiento humano, arrojado de la cátedra sin respeto a los derechos legal y legítimamente adquiridos y perseguido hasta en el santuario del hogar y de la conciencia; esa inquisición tenebrosa ejercida incesantemente contra el pensamiento profesional, condenado a perpetua servidumbre o a vergonzoso castigo por Gobiernos convertidos en auxiliares sumisos de oscuros e irresponsables poderes; ese estado de descomposición a que había llegado la instrucción pública en España, merced a planes monstruosos, impuestos, no por las necesidades de la ciencia, sin por las estrechas miras de partido y de secta; ese desconcierto, esa confusión, en fin, cuyas consecuencias hubieran sido funestísimas a no llegar tan oportunamente el remedio, han dado al Gobierno provisional la norma para resolver la cuestión de la enseñanza, de manera que la ilustración, en vez de ser buscada vaya a buscar al pueblo, y no vuelva a verse el predominio absorbente de escuelas y sistemas más amigos del monopolio que de la controversia”.

 Como se comprueba, el Manifiesto critica el sistema educativo de la época de Isabel II, establecido desde presupuestos muy conservadores y con veladas alusiones a la Iglesia, sin citarla explícitamente. Es muy importante la alusión a la falta de libertad de cátedra. Tenemos que recordar el incidente provocado por un artículo del profesor Emilio Castelar, titulado “El rasgo”, donde se criticaba a la reina por no haber cedido todo su patrimonio con el fin de reducir la deuda pública. Castelar fue apartado de su cátedra, así como otros profesores de la Universidad de Madrid. Los estudiantes se manifestaron, sufriendo una brutal represión, con varios muertos y heridos, en la conocida como noche de San Daniel de 1865.

La libertad de enseñanza se reguló en el Decreto de 21 de octubre de 1868. En la disposición se establecía que el Estado carecía de autoridad para condenar las teorías científicas y debía dejarse a los profesores en libertad para exponer y discutir lo que pensasen. También, debían ser libres para elegir métodos de enseñanza y libros de textos, así como para elaborar sus programas educativos. Estas disposiciones consagraban la libertad de cátedra. También, se ratificaba la libertad absoluta para crear centros educativos, sin limitación alguna; de hecho, la Constitución de 1869 establecía en su artículo 24 que todo español podría fundar y mantener establecimientos de instrucción o educación sin previa licencia, salvo la inspección de la autoridad competente por razones de higiene y moralidad. La libertad llegaba a los alumnos de centros públicos y privados, sometiéndoles a ambos a unos mismos exámenes y tribunales. Es importante, por otro lado, la aplicación de la libertad a algo que nos parece muy moderno. Nos referimos a la duración de los estudios, de manera que no podía ser igual para “capacidades desiguales”, es decir, que había que entender que existían alumnos que necesitaban más tiempo para aprender.

Aunque hubo un claro interés en el Sexenio por elaborar una nueva ley general de educación, basada en los principios progresistas y democráticos del liberalismo, no terminó de cuajar, seguramente por la fuerte inestabilidad política, generada por muchos factores. Sí se llevó a cabo una reforma en la enseñanza media, a través del Decreto de 25 de octubre de 1868, que reorganizó esta etapa educativa. Se modificó el plan de estudios, introduciendo novedades: promoción del castellano frente al latín en el bachillerato, materias nuevas como psicología, arte e historia de España, principios fundamentales del derecho, enseñanzas de agricultura y comercio, etc.

Las reformas introducidas en el Sexenio fueron muy matizadas y contrarrestadas en los inicios de la Restauración, cuando Cánovas estableció el nuevo sistema político. Pero en el último cuarto de siglo se vivió un intenso debate sobre la libertad de enseñanza, naciendo, como respuesta a la cerrazón gubernamental, la experiencia pedagógica más importante de nuestra historia contemporánea, la Institución Libre de Enseñanza.

Eduardo Montagut

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