Estatura de La Virgen que el cardenal Sturla quería colocar en el Puerto del Buceo en Montevideo
En Uruguay no son frecuentes los estudios entre política y religión
La relación entre religión y política es un elemento clásico de análisis en todos los países en que no hay una monoconfesionalidad. Es un elemento presente aun donde hay una macro concepción religiosa dominante y hasta excluyente, pero a cuyo interior conviven, o disputan, o luchan, diversas corrientes o religiones institucionalizadas.
En el cristianismo es el caso claro de países de equilibrio y tensión entre protestantismo y catolicismo (como Alemania o Suiza); en el islamismo, los juegos de equilibrio y tensión entre chiítas y sunitas. O el caso extremo del Líbano, donde al clivaje cristianismo-islamismo se superponen dos subclivajes: uno al interior del cristianismo entre maronitas, ortodoxos griegos, ortodoxos armenios, católicos de rito griego, católicos de rito latino, católicos armenios y protestantes; y otro al interior del islamismo entre sunitas, chiítas, drusos y alawitas.
Es de necesario y habitual empleo en el mundo no monoconfesional el análisis correlacionado entre la pertenencia o subpertenencia religiosa y el comportamiento político social y político electoral. En Uruguay no son tan frecuentes dichos estudios, e inclusive son minoritarios en los estudios sistemáticos de opinión pública.
Más bien son más clásicos los análisis sobre la confrontación entre actores políticos de un lado e institución religiosa del otro. El periodo más fuerte de estudio sobre esa relación se da respecto al ciclo que va desde la secularización de los cementerios en 1861 hasta la completa separación de la Iglesia Católica y el Estado en la Constitución de 1919.
La confrontación más bien ha sido analizada entre los sectores políticos de esa concepción dura de la laicidad de un lado y la Iglesia Católica y sectores confesionales del otro. La visión más simplificada de esta confrontación aparece entre el primer batllismo y la Iglesia Católica.
Sin embargo, los actores fueron varios y los alineamientos cruzados, al menos en el eje político tradicional: en la línea de laicidad fuerte se encuentran blancos como el presidente Bernardo P. Berro (impulsor de la secularización de los cementerios) y en el lado del combate a esa visión de la laicidad, José Enrique Rodó (paradigmática su obra Liberalismo y Jacobinismo).
El debate reaparece con la restauración democrática, de la mano de “La Cruz del Papa” (es decir, el monumento recordatorio de la primera visita de un papa al Uruguay, Juan Pablo II). Y se lo ve retornar con la iniciativa de colocar una estatura de La Virgen en el Puerto del Buceo.
Pero la relación entre religión y política es mucho más estable, uno diría que permanente. Si algo es difícil en un análisis que no busca toma de partido, es la elección de los términos para definir los bandos. Por comodidad de trabajo a estos efectos, con la intención -quizás no lograda- de evitar una discusión sobre palabras, se emplea el término “laico” para identificar a los actores defensores de la laicidad a la uruguaya, y el término “religioso” para identificar a los actores contrarios a esa laicidad, aunque no fueren definidamente religiosos (en cuanto a religiosidad o pertenencia institucional). Los términos elegidos pueden ser incorrectos, lo importante es si se entienden los conceptos.
Primero corresponde un análisis más bien válido del periodo del bipartidismo clásico, analizado desde el fin de las guerras civiles y la construcción del Estado moderno, hasta las elecciones de 1966. Aparece un estereotipo sobre el coloradismo: el batllismo como lo “laico”, lo cual es cierto en cuanto a tendencia dominante, tanto en el primer como en el segundo batllismo. Pero no es tan claro que la otra ala sea lo opuesto, sino que en los coloradismos independientes han convivido las dos tendencias.
En cuanto a la colectividad blanca se detecta que el herrerismo ha sido predominantemente “religioso”, pero no exclusivamente. Y a su vez el nacionalismo independiente fue predominantemente “laico” pero no de manera exclusiva. Dicho para unos y otros hasta las respectivas rupturas de 1953-54, Es interesante observar que en el quiebre del herrerismo, entre oficial liderado por Luis Alberto de Herrera y el Movimiento Popular Nacionalista guiado por Daniel Fernández Crespo, el corte atraviesa en forma casi quirúrgica lo “religioso” (del lado del herrerismo oficial) y lo “laico” (del lado de la disidencia fernándezcrespista). Por supuesto, con salvedades en uno y otro lado.
En el nacionalismo independiente el corte entre los independientes a ultranza o antiunionistas (contrarios al retorno al Partido Nacional) y los unionistas o reconstructores, también se da ese corte quirúrgico entre “laicos” en los ultrancistas y “religiosos” en forma dominante entre los reconstructores (aunque allí aparecen figuras y subcorrientes claramente “laicas”).
Es también interesante observar que el nivel de actividad política de impronta religiosa en las corrientes “religiosas” del Partido Nacional, no tuvo los alcances que adquirió a posteriori de la dictadura y particularmente en los últimos lustros. Recién en este periodo es que aparece el Partido Nacional de forma institucional, su Directorio, en la realización o convocatoria a participar de misas católicas, lo que no ocurrió con anterioridad.
El ’68 como punto de inflexión -en un proceso que viene de atrás- marca un cambio significativo: el clivaje izquierda-derecha prevalece sobre el clivaje religioso-antirreligioso. La Teología de la Liberación en el catolicismo y versiones nuevas de lectura de la Biblia en el protestantismo conllevan que tanto en la Iglesia Católica como en las iglesias valdense, metodista y luterana surja un corte político interno.
La ruptura del Ateneo de Montevideo a comienzos de los sesenta -con la Revolución Cubana y el surgir del activismo anticomunista como trasfondo- también revelan un corte profundo en el área “laica”. En todo ese proceso de los sesenta y comienzos de los setenta hay un barajar y dar de nuevo.
Oscar Bottinelli
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