El principal problema de las reformas constitucionales y legales en materia religiosa hechas en 1992 no se puede atribuir a ellas mismas, sino a su aplicación. El núcleo del asunto es que, pese a los cambios legislativos, la población, pero sobre todo los funcionarios, siguen inmersos en una cultura católica, asumiendo como normal lo que en el catolicismo se hace y como anormal lo que se practica en otras religiones. No hay ni siquiera mala fe en la mayor parte de los casos. Aunque, eso sí, mucha discriminación. Como consecuencia, los jerarcas católicos siguen siendo tratados como personajes dignos de reverencia, mientras que los otros dirigentes religiosos son considerados como raros, objetos de sorna y en algunos casos hasta de desprecio. Y eso, aunque se acentuó en los gobiernos panistas, ya existía, aunque en menor grado, en los priistas. Doy un ejemplo de lo que digo: cuando yo era jefe de asesores de la Subsecretaría de Asuntos Religiosos, a finales de los años 90, la Subsecretaría de Población y Migración no era parte de la misma, como ahora lo es. En alguna ocasión en que esta última estaba a punto de expulsar a unos pastores evangélicos extranjeros porque habían sido acusados de fraude por vender una poción milagrosa, tuve que acudir con los colegas de migración para defenderlos. Lo primero que les dije fue: “Si van a expulsar a estos pastores evangélicos por vender pociones milagrosas, primero deberían ir a cerrar la Basílica de Guadalupe”. A estos funcionarios, todos, me consta, muy laicos, les parecía normal (ni siquiera se lo habían cuestionado) que la Basílica mencionada fuera un tianguis completo, pero si a algún líder religioso de alguna otra religión se le ocurría comercializar algo, inmediatamente era acusado de pretender engañar a sus feligreses. Ahora, cada vez que veo el comercial que anuncia las medallas milagrosas del Papa, que se venden en conocida cadena de tiendas y restaurantes, me acuerdo de esa anécdota. Ya no digamos el espectáculo de las reliquias de Juan Pablo II, que suelen ser acompañadas de la venta de toda clase de objetos milagrosos.
Hace más de 20 años, cuando el entonces presidente Salinas lanzó la idea de modernizar las relaciones con “la” Iglesia, a medida que se desarrolló el debate público sobre la materia se hizo evidente que las reformas no podían ser diseñadas exclusivamente para una iglesia, sino que tenían que considerar el amplio y creciente abanico de preferencias religiosas de los mexicanos. En otras palabras, que las reformas debían considerar la creciente pluralidad religiosa en el país y, por lo tanto, la necesidad de fortalecer un Estado laico, respetuoso de la diversidad de creencias e imparcial en su trato con las diversas organizaciones religiosas.
El punto es que, a pesar de que la pluralidad religiosa del país es cada vez más evidente, pues en 2010 el censo arroja una cifra de más de 18 millones de mexicanos pertenecientes a iglesias y religiones distintas a la mayoritaria, o simplemente no creyentes, el comportamiento de muchos funcionarios federales, estatales y municipales sigue siendo inequitativo frente a los creyentes y sus instituciones religiosas, cuando no abiertamente discriminatorio. Pero el problema no puede entonces atribuirse realmente a las reformas constitucionales, sino a la permanencia de una cultura católica, que incluso entre funcionarios se asume como “lo normal” y, por lo tanto, como rasero con el cual se observa, se mide y se trata a las otras convicciones religiosas, agnósticas o ateas. El resultado es un trato inequitativo que ha llevado, por ejemplo, a la desaparición del registro de asociaciones consideradas peligrosas desde la perspectiva del episcopado católico, o a la negativa del mismo, mediante tecnicismos de todo tipo, a nuevas agrupaciones religiosas percibidas como extrañas o sospechosas, sólo porque no se ajustan al modelo tradicional eclesial. De esa manera, mientras que se otorgan miles de registros a pequeñas agrupaciones cristianas, otras religiones son vistas con recelo y desconfianza. Por lo demás, en todos los ámbitos de gobierno, pero sobre todo en el estatal y el local, las reformas en materia religiosa no han impedido ni el trato inequitativo ni el otorgamiento de privilegios a la iglesia mayoritaria. Los ejemplos abundan, pero desbordarían el espacio disponible.
Así, a pesar de las reformas, en muchos sentidos positivas, seguimos sumergidos en una cultura religiosamente hegemónica, que dificulta el trato igualitario a los creyentes y sus agrupaciones religiosas, al mismo tiempo que debilita al Estado laico, garante de esa igualdad y no discriminación. En ese sentido, aún falta un trecho por recorrer para que el espíritu de la ley y de las reformas constitucionales en materia religiosa pueda ser incorporado plenamente a la cultura nacional. La única diferencia es que, contrariamente a lo que sucedía hace una o dos décadas, ahora las agrupaciones religiosas discriminadas saben que tienen mecanismos de defensoría humana y legal a su alcance, para tratar de obtener del gobierno, sobre todo de aquel que dice defender la libertad religiosa, un trato mínimamente equitativo, en el marco de un Estado laico.