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Contra el miedo infundado al igualitarismo

El espíritu de nuestro tiempo parece contaminado por el miedo irracional a cualquier tipo de igualitarismo. Desde ciertos medios y formaciones políticas surgen terrores antiigualitaristas contra la redistribución de la riqueza, las ayudas al desempleo, las becas o la okupación, lo mismo da. El conservadurismo tiene ya sus armas retóricas preparadas para inocularnos miedo: liberticidio, igualación por lo bajo, igualitarismo perverso, etcétera. Por este motivo, el sociólogo César Rendueles, que acaba de publicar Contra la igualdad de oportunidades: un panfleto igualitarista, nos recuerda que esa concepción profundamente elitista ha cristalizado en historias que van desde el lecho de Procusto al cuento Harrison Bergeron de Kurt Vonnegut.

Según Rendueles, la igualdad de oportunidades vendría a ser como conformarse con las migajas. Es lo que nos queda cuando la gran batalla por la igualdad se ha perdido. Se nos dice que tenemos derecho a intentar ser lo que queramos ser, y que existe igualdad de oportunidades para lograrlo, como aquella simpleza que soltó Pérez-Reverte de que la ignorancia es voluntaria porque todos podemos comprar las obras completas de Platón en un quiosco. El igualitarismo real no es poder ir al quiosco del barrio.

La igualdad de oportunidades ha sido una importante reivindicación socialista, sí, pero ha degenerado en una pantomima del mérito, un proyecto meritocrático que no es más que una parodia de la democracia. Si te tragas la ilusión de que la movilidad social funciona a pleno rendimiento, el trampantojo es perfecto. Y César Rendueles, tan didáctico como acerado, nos cuenta en esta entrevista por qué las ilusiones ópticas que desdibujan el verdadero igualitarismo han funcionado tan bien.

ANDRÉS LOMEÑA: El trauma de la desigualdad que tan bien describe en las primeras páginas de su libro me lleva a preguntarme por qué no es infrecuente una respuesta reaccionaria por parte de quienes más padecen esa desigualdad.

CÉSAR RENDUELES: El incremento de las desigualdades ha sido dramático en los últimos cuarenta años, conforme avanzaba la mercantilización y el desmontaje del Estado del Bienestar, pero la desigualdad no solo es el resultado de un proyecto económico y político, sino también cultural. La gran victoria del neoliberalismo –un término del que hemos abusado mucho y con el que no me siento del todo cómodo– consistió no sólo en transformar las reglas económicas y aumentar el poder de las grandes empresas, sino en cambiar los afectos, la sensibilidad y nuestra comprensión del mundo.

El elitismo nos ha calado hasta los huesos y hace que nos parezca más fácil y realista buscar alianzas con los ricos que entre nosotros. Este clasismo tan retorcido se aprecia muy bien en las zonas de solapamiento que se dan entre los intereses de una familia de clase media y una parte de las élites. Piensa en la época de la especulación inmobiliaria. Nadie era tan idiota para pensar que los intereses de un gran constructor y los suyos eran los mismos, pero sí que se construyó cierto interés compartido entre las expectativas de las familias que se hipotecaban porque aspiraban a tener una casa en propiedad y los bancos que daban hipotecas y las empresas que se dedicaban a la especulación. Esas lealtades tan artificiales destruyen nuestra imaginación política, nos impiden imaginar una sociedad más igualitaria y nos condenan a depender de quienes viven instalados en el privilegio.

A.L.: Contra la igualdad de oportunidades recuerda la elevada presión fiscal que hubo en países netamente capitalistas, una especie de salario máximo encubierto donde se acometían ambiciosas políticas de redistribución. Estamos muy lejos de aquel escenario.

C.R.: El secreto de aquellos años, cuando había impuestos de más del noventa por ciento para las rentas más altas, es que esta política fiscal no era vista como una medida particularmente izquierdista o, al menos, exclusivamente izquierdista. Eran políticas transversales que podían oscilar un poco con gobiernos de izquierdas o de derechas, pero en esencia se mantenían. Esa fue la receta del gran impulso igualitarista posterior a la Segunda Guerra Mundial. Necesitamos repetir ese movimiento, conseguir que la igualdad deje de ser una seña de identidad de la izquierda y se convierta en un valor compartido. Y creo que es posible porque mucha gente de derechas es más igualitarista de lo que ella misma piensa. Me refiero a que incluso quienes desconfían de aquellas políticas igualitaristas que no reconocen el esfuerzo y consideran que se debe premiar el mérito, rara vez les parecen razonables las desigualdades extremas que existen hoy. Tal vez piensen que un directivo de una empresa debe ganar más que el empleado medio, pero no les parece aceptable que ganen 450 veces más que el empleado medio, como ocurre en algunas empresas del IBEX35. Cuando les preguntas por la magnitud de la desigualdad, muchas personas conservadoras que creen que las desigualdades son imprescindibles en una sociedad compleja matizan sus respuestas. La cuestión es que incluso esa desigualdad mitigada parece hoy un experimento bolchevique porque no hay mecanismos políticos para impulsarla. Un ejemplo conocido: hay en torno a novecientos inspectores de trabajo para toda España, una realidad que condiciona cualquier posible reforma laboral.

A.L.: Describe la escuela actual como un sistema de estratificación larvado al que no se puede cargar la responsabilidad en exclusiva de producir igualdad. ¿El problema sigue siendo la escuela concertada, esa especie de elitismo expandido a las clases medias?

C.R.: Las élites siempre han defendido que su posición de privilegio tenía que ver con su superior mérito. Los señores feudales hablarían de méritos de sangre y nosotros de la capacidad de emprendimiento o de alguna otra fantasía empresarial. Al final, se trata de justificar el estatus. Meritocracia, por cierto, es una traducción casi perfecta de aristocracia.

La escuela entendida como único dispositivo social que impulsa la igualdad de oportunidades irrumpe cuando se convence a la gente de que la igualdad real es imposible e indeseable. La idea es: conformémonos con un control antidoping-social para que todos podamos fantasear con la posibilidad remota de llegar a pertenecer a las élites. En realidad, eso tiene poco que ver con la igualdad. De hecho, es lo que proponían los elitistas clásicos: un dispositivo de circulación de las élites. Pero es que, además, supone una exigencia brutal para la escuela. Se supone que la igualdad es una cosa que no tiene que ver con los impuestos, la legislación laboral, la banca pública o el poder de las empresas sino, por encima de todo, con la educación. Es absurdo. Sobre todo porque el sistema educativo español, completamente marcado por el sistema de conciertos, parece un experimento elitista a gran escala. De ningún modo quiero culpabilizar a las familias usuarias de la educación concertada, que imagino que sencillamente buscan lo mejor para sus hijos, como todos. Pero lo cierto es que la educación concertada, que es una completa anomalía internacional, proporciona una herramienta de bajo coste para esquivar los problemas y conflictos de la educación universal. La concertada repite y generaliza el gesto de los ricos, que se desentienden de la suerte de los demás buscando soluciones particulares a sus problemas. Es un modelo que tiene tal nivel de implantación que es difícil de revertir a corto plazo, pero si no se intenta la educación como proyecto igualitarista es imposible. Dicho de otra manera: o acabamos con el modelo de escuela concertada o renunciamos a la educación como espacio igualitario.

A.L.: Parece bastante optimista con los mecanismos de deliberación que se eligen por sorteo para revitalizar nuestra democracia. 

C.R.: Los mecanismos basados en el sorteo son una de las estrategias que se puede implantar para impulsar la democracia deliberativa. Se habló mucho de democracia deliberativa hace un par de décadas y desapareció un poco del mapa académico porque había mucho entusiasmo con las nuevas tecnologías, que se pensaba que sustituirían los procesos deliberativos por mecanismos digitales agregativos. Ha habido un cierto desencanto respecto a las posibilidades de la democratización digital, pero no se ha vuelto con la suficiente fuerza al debate de cómo mejorar los mecanismos democráticos a través de la deliberación. En este sentido, creo que es urgente incorporar el sorteo a nuestra caja de herramientas políticas. Nunca he entendido muy bien por qué consideramos que el sorteo es una estrategia aceptable para elegir a quien determina la culpabilidad o inocencia de alguien en un juzgado, pero no para intervenir en asuntos políticos, o en la decisión de políticas culturales, o en la selección de cargos públicos. Expandir nuestra imaginación democrática es una tarea inaplazable.

A.L.: Temo que el reconocimiento del olvido de la clase trabajadora haya ido en detrimento de la agenda feminista. Varios ensayos recientes tratan de explicar las crisis actuales atacando de forma directa a las llamadas políticas de la identidad.

C.R.: Lo veo casi exactamente al revés. El crecimiento de la igualdad de género nos muestra que el igualitarismo profundo y finalista es posible y mejora la vida común. El aumento de la igualdad entre hombres y mujeres nos ha mostrado que los privilegios degradan la vida de todos, tanto de quienes los sufren como de quienes los disfrutan, y nos impiden llevar una vida buena compartida. Es una especie de laboratorio del igualitarismo futuro. Sin duda se pueden hacer muchas críticas a las políticas antagonistas de las últimas décadas pero de ningún modo creo que nos hayamos equivocado al apoyar a colectivos subordinados que vivían situaciones insoportables. Todas esas luchas nos ayudan a afianzar una igualdad más compleja, más rica y más digna de ser vivida. No veo ninguna contradicción en las políticas que han tratado de mejorar la situación de colectivos tradicionalmente relegados. La igualdad y la libertad son aspectos que se retroalimentan, dos dimensiones que se nutren entre sí: la igualdad ayuda a ser más libre y la libertad nos ayuda a ser más iguales. En los próximos años asistiremos a un auge de la bibliografía en contra de la meritocracia porque es el resultado razonable de lo que hemos vivido antes: muchos libros que diagnosticaron la desigualdad (Piketty, Wilkinson, etcétera) y los efectos perniciosos de su crecimiento. A partir de ahora aparecerán libros más propositivos.

A.L.: Por último, ¿qué pierde el mundo académico con el fallecimiento prematuro de David Graeber?

C.R.: Yo siempre llego tarde a los autores y teorías de moda. David Graeber es uno de los pocos autores de los que puedo decir que me deslumbró cuando aún no era muy conocido, gracias a Hacia una teoría antropológica del valor. Graeber es el autor que mejor ha reformulado y ampliado el legado de una de las grandes figuras del pensamiento político del siglo XX y que ha sido muy importante para mí: Karl Polanyi. No dejo de recomendar su gran libro de antropología económica: En deuda. Incluso cuando no coincido políticamente con él me parece brillante. Su reciente Trabajos de mierda me gustó mucho. Estoy seguro de que es uno de los pocos autores contemporáneos que se convertirá en un clásico. Los estudiantes de antropología tienen una fuente de inspiración maravillosa, un autor que mezcla erudición histórica y rigor teórico con una escritura brillante y divertida.

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