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Conciencia ecológica frente a los dioses de nuestro tiempo: una visión desde el laicismo · por Ana María Vacas

En un mundo cada vez más complejo, las claves de lo que ocurre a nivel global y geoestratégico son difíciles de entender para el ciudadano medio.  

De meros consumidores se ha pasado a considerarnos proveedores de grandes datos (big data) con los que avanzar en tecnologías que sin duda llevarán a la humanidad a facilitar ciertas tareas, pero también a un mayor control sobre individuos y sociedades. La dificultad de seguir los entresijos urdidos por los grandes poderes económicos y sus máscaras políticas, junto los discursos falaces sobre las libertades democráticas y la necesidad de pertenencia a un grupo sin disidencias, complica la tarea de poner el cascabel al gato. Un gato que nos lleva por mal camino.  

En vez de unir fuerzas para gestionar adecuadamente la biosfera y resolver los problemas sociales de forma inteligente, la alianza de los estados en bloques ideológicos compitiendo por los recursos naturales, especialmente los estratégicos (determinados minerales, petróleo, gas, agua dulce, biodiversidad, etc.) determinan la dirección de las grandes políticas mundiales. En una lucha por el poder hegemónico, el empleo de la diplomacia no menoscaba la posibilidad de utilización de la fuerza militar en las zonas de extracción y en las rutas claves de interés comercial, como ya estamos viendo. 

Además, como dice José Manuel Naredo (1999), el proceso económico «responde al afán de enriquecimiento y de acumulación de poder de algunos (…) y puede ir en detrimento del ‘disfrute de la vida’ de la mayoría (p.e., fabricación deseada de armamentos, provocación de obsolescencia prematura, aditivos que generan dependencia o trastornos (…), contaminación, daños ambientales y peligros para la salud). Precisamente porque el proceso económico sirve al enriquecimiento pecuniario de algunos, es una máquina tan potente de generar entropía o, si se quiere, daños ambientales». 

A mayor abundamiento, el crecimiento de la población mundial aumenta exponencialmente el consumo per cápita de recursos, con la consecuente sobreexplotación y contaminación ambiental. Las demandas materiales y energéticas han de ser satisfechas a la par de sacar réditos suficientes para las elites políticas y económicas, aun cuando la distribución no sea equitativa ni justa. Esto requiere un afinado control social. Hay muchas formas de establecerlo sin coerciones aparentes.  

Un buen método es la generación de una opinión pública manejable y vicaria, distraída con burocracias interminables y ocios pueriles que cubran los instintos básicos a la vez que disminuyen las exigencias formativas que desarrollan el juicio crítico. Entre las estrategias clásicas bien conocido es el fomento del pensamiento mágico y religioso susceptible de interiorizar conductas que se autocensuran substrayendo el afán de justicia social a un más allá, en lugar de buscarlo en la Tierra. Entre las actuales, destacan por su eficacia, la incentivación de la polarización política y el enfrentamiento mediante el acicate de las disputas internas. La disuasión por todos estos y otros medios entorpece que la gente obtenga una visión general de los problemas más acuciantes y se una en pro de sus derechos más básicos y pueda desarrollar su vida en paz y armonía en un planeta saludable para todos.  

Sin un hábitat adecuado no hay subsistencia posible. La evidencia del cambio del clima y la degradación ecológica modificarán los ecosistemas y, por tanto, la base que posibilita la transformación y uso de los recursos naturales requeridos en cualquier economía y sin la cual la sociedad se desmantela.  

Un cambio global llevaría aparejado, probablemente, un proceso en cascada. Los sistemas complejos pueden en un momento dado generar un fenómeno de bola de nieve. Los riesgos del cambio climático cuyas consecuencias son difíciles de cuantificar son subestimados y poco comprendidos, pero afectarían a casi todos los aspectos de la vida humana y, en última instancia, podrían resultar devastadores.   

Dado que el relato apocalíptico no contribuye a la solución, solo cabe que las grandes instancias de poder se conciencien y acuerden orientar a sus sociedades hacia una necesaria resiliencia, lo que significa capacidad para adaptarse, para reorganizarse y mitigar los cambios soportando las perturbaciones de las que ya estamos teniendo noticia. Resiliencia no es resistir sin cambiar. No es poner parches con conferencias internacionales de lavado de cara que demoran los problemas. Es preciso establecer nuevos marcos conceptuales basados en una aproximación holística y adaptativa enfocada a una gestión de aprendizaje inteligente. En este contexto, urge la colaboración transdisciplinar y un compromiso social más profundo. Lidiar con la incertidumbre evitando aludir a los Dioses, como ha hecho la humanidad en momentos de crisis y desesperación. Y actuar de manera contundente.  

Pero, cuidado, el paso secular de la religión a la política es una superficie deslizante. Seguimos esperando que los dirigentes tanto de las democracias como de los regímenes dictatoriales, votados o venerados cuales dioses actuales, encuentren soluciones al cambio climático que nuestro estilo de vida ha propulsado. Seamos consecuentes y pidámosles responsabilidades. Hagamos como nuestros ancestros, los sumerios: cambiemos de dioses que no sirven mandándolos a paseo y construyamos una base social más sólida capaz de liderar nuestro destino como especie racional en la biosfera. 

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