El Vaticano puede impedir la inhumación de Franco en La Almudena, pero igual no lo hace
La negligencia del Gobierno en el plan de evacuación de Franco —era una buena idea exhumarlo y una mala praxis descuidar los pormenores del destino— no contradice el cinismo con que el Vaticano pretende sustraerse a su responsabilidad en la hipotética glorificación catedralicia del caudillo. Francisco no hubiera tolerado que el dictador Videla fuera trasladado a la catedral de Buenos Aires, pero se desentiende del peligro de la idolatría franquista en La Almudena, hasta el extremo de simplificar la crisis a un problema bilateral entre la familia y el Estado español.
Ha incurrido Carmen Calvo en el error de presumir de un acuerdo vaticano que no existía, pero ha sobreactuado la Santa Sede en el énfasis de la rectificación, más o menos como si pretendiera represaliar al Gobierno socialista en sus iniciativas contra las leyes de Dios —la eutanasia, el aborto, el matrimonio gay— y como si relativizara la gravedad que implica canonizar a Franco en la catedral de Madrid, concediéndosele el derecho intolerable a un espacio de devoción.
La provocación puede y debe impedirse. No está claro si forzándose la letra de la ley de memoria histórica —el espíritu está bastante claro— o si reclamándose la mediación del Vaticano, cuya primera y única autoridad, Francisco, tanto puede recurrir a la imposición teocrática de la solución definitiva como puede sujetarse en el derecho canónico, toda vez que la inhumación de Franco en La Almudena y el correspondiente fetichismo necrófilo alterarían la normalidad del culto, más allá de revitalizar los fantasmas del nacional-catolicismo con el megáfono de Vox.
“Con la Iglesia hemos dado”, Sancho, espeta el Quijote a su escudero. Con la Iglesia hemos dado, Sánchez, se deduce de una resaca paródica de la novela cervantina encubierta en matices berlanguianos, pues el sindiós de la resurrección de Franco trasciende entre Halloween y el día de los difuntos, a semejanza de una tragicomedia que podría alojar un desenlace infame: sacar de Franco del túnel en que estaba sepultado para consagrarlo en la catedral de Madrid.
El Gobierno ha gestionado con torpeza el espectro del caudillo. La “operación ultratumba” tenía que haberse resuelto con la rapidez y asepsia de una misión paracaidista, pero los errores y las incongruencias, aun mereciendo el escarmiento de Sánchez en la gestión el expediente X, no merecen el castigo nacional de una canonización accidental de Franco.
Para evitarla, la Iglesia, el Vaticano, disponen de todos los instrumentos de coacción y de neutralización. En caso contrario, Francisco el revolucionario correría el riesgo de amparar el akelarre. Y de consentir no ya el culto idólatra a una momia, sino la condescendencia hacia un régimen entre cuyos cómplices no escasearon precisamente los obispos ni las avispas.
Rubén Amón
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