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Comentarios críticos

Una vez desaparecido Jesús, sus seguidores se vieron en la necesidad de enfrentarse a la frustración de su fracaso: la muerte de su líder, ines­perada, cruel e ignominiosa; el incumplimiento de las promesas del Maestro acerca de la pronta venida del Reino de Dios, que no había llegado, y el rechazo de sus connacionales, que no creían en la mesianidad de Jesús.
 
La historia nos muestra que consiguieron resolver todos esos problemas de un modo satisfactorio. La muerte de Jesús de Nazaret fue comprendida como un sacrificio expiatorio, pues su sangre fue derramada para salvar al mundo de sus pecados Se le dio, pues, un sentido totalmente religioso: el Hijo de Dios no era un rey político, no había venido a expulsar a los romanos de la Tierra Santa. Al mismo tiempo, se convencieron de que había resucitado y subido a los cielos, donde estaba desde entonces sentado a la diestra de Dios. La llegada del Reino se pospuso hasta la vuelta definitiva del mismo Jesús, que vendría, con toda su gloria, a juzgar a la humanidad. Y el rechazo de sus compatriotas se entendió como una necesidad de volverse a los paganos para predicarles la llegada al mundo de un Salvador divino, Jesús, declarando sin valor la Ley de Moisés y el centralismo del culto en el Templo de Jerusalén: Jesús había venido a establecer una nueva Alianza (esta vez con toda la humanidad), y él mismo era el único Sumo Sacerdote ante Dios, de forma que en cualquier parte se le podía dar culto a través suyo. Esto, inevitablemente, supuso un cambio radi­cal: Jesús, el anunciador del Reino de Dios, se convirtió en anunciado, según la conocida frase de Bultmann, uno de los más conocidos estudiosos del NT. (En realidad, la expresión Reino de Dios desaparece prácticamente del NT después de Marcos, Mateo y Lucas).
 
     Para llegar a estas conclusiones, los seguidores del Maestro no tuvieron necesidad de inventar una nueva religión (en lo que se convirtió sólo tras el rechazo de los sacerdotes y la mayoría del pueblo), sino simplemente apoyarse en la herencia cultural de los propios judíos. Como todo buen israelita, se habían criado, desde niños, en el estudio de las Escrituras sagradas. Las sabían de memoria. Todos los sábados, ya adultos, las recitaban en las sinagogas y las comentaban. Los israelitas volvían a ellas y releían con nostalgia las frases que prometían, contra viento y marea, la llegada de alguien que les devolvería a la situación querida por Dios: la de ser su pueblo elegido.
 
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