El Congreso ha retirado finalmente una parte de la reforma fiscal del Gobierno progresista que pretendía retirar las exenciones fiscales a las iglesias
El sacerdote católico a cargo del oratorio y los servicios religiosos del palacio presidencial, según trascendió en la prensa hace unos días, gana un salario de algo más de 1.000 euros mensuales. Por su parte, en una pared de la Sala Plena de la Corte Constitucional cuelga un crucifijo. De igual manera, la capilla del Congreso recibe el nombre de María Auxiliadora. Y si a todo lo anterior se añade el lema “Dios y Patria” estampado en el escudo de la policía, la deducción evidente sería que en Colombia aún existe una religión oficial.
No es el caso. La Constitución de 1991 estableció el marco para un modelo plural, incluyente y “laico”. Sin embargo, los constituyentes, conscientes del riesgo que suponía alterar repentinamente un armazón cultural de cuatro siglos de cristianismo, optaron por un texto prudente, salpicado con dos menciones a un Dios no especificado y un margen abierto a interpretaciones y posteriores disputas. Como la que se ha vivido entre sectores políticos interesados en retirar las exenciones tributarias a todas las iglesias dentro de la reforma fiscal del Gobierno del presidente de izquierdas, Gustavo Petro –finalmente el artículo ha sido descartado–.
La Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales (DIAN) reveló que entre el 2019 y 2020, las iglesias y cultos religiosos en Colombia registraron ingresos brutos por 4,7 billones y 4,1 billones de pesos colombianos (944 millones de euros y 824 millones de euros respectivamente). Un editorial del diario El Espectador a favor de los impuestos apuntaba en agosto: “Hay varias congregaciones que son operaciones multimillonarias y además ejercen un lobby político innegable”.
Alianza entre Gobierno y evangélicos
Se trata de un tema vidrioso, incluso para el partido progresista en el Gobierno, que está atado a alianzas forjadas con colectivos evangélicos durante la carrera presidencial de este año. William Beltrán, sociólogo de la Universidad Nacional, explica que el nudo del debate se halla en el hecho de que si bien la carta constitucional estableció el reconocimiento y principio de igualdad como criterio básico para la política de Estado en materia de creencias, en la práctica, la Iglesia de Roma logró rescatar una parte importante de los privilegios y prerrogativas acumuladas durante más de un siglo de funciones como religión estatal.
En concreto subraya tres: la existencia de un servicio de capellanía dentro del Ejército; la posición del nuncio apostólico como “decano permanente” del cuerpo diplomático –al igual que en el caso español– y, finalmente, el predomino de la enseñanza confesional católica dentro de los contenidos de la educación pública. Añade que la redacción de las normas y sentencias sobre este asunto suelen ser “contradictorias”. Un hecho que ha dado pie para que los privilegios persistan: “Yo no percibo, en general, una vocación clara de tratar a todas las entidades religiosas con las mismas reglas y las mismas condiciones”.
En paralelo, el sistema de creencias se ha ido transformando. Diversos estudios, entre ellos el informe independiente de diversidad religiosa (2019), señalan que durante las últimas dos décadas ha habido un crecimiento exponencial de iglesias cristianas no católicas: protestantes, evangélicas o pentecostales, entre otras. El 57,2% de los colombianos encuestados en ese informe aseguraba ser católico frente a un 19,5% que declaraba pertenecer a alguna comunidad evangélica o pentecostal. El número de agnósticos y ateos, que ha crecido con respecto a otras mediciones, agrupa a un modesto 6% de la población.
Debate sobre el crucifijo
Muchos de estos factores han marcado el enfoque seguido por los jueces a la hora de resolver sentencias. El caso más claro, quizá, son las dos negativas de retirar el crucifijo que cuelga en la Sala Plena del Constitucional y que ha sido objeto de querellas ciudadanas que denuncian falta de igualdad. Entre los argumentos para desestimar las denuncias, los magistrados argumentan que la figura de Cristo en la cruz “no se relaciona con ninguna religión específica, sino que es un objeto de innegable vínculo cultural con la civilización occidental”.
El filósofo y profesor de la Universidad de los Andes Carlos Manrique asegura que se trata de una jurisprudencia que se apoya en el modelo estadounidense, de raíz protestante, donde la agenda religiosa en política está amparada en la Primera Enmienda y gana cada vez más terreno. En la misma línea, el abogado constitucionalista Rodrigo Uprimny puntualiza que se trata de un camino intermedio entre “la laicidad radical y estricta francesa y las tesis americanas donde los símbolos religiosos son admisibles siempre y cuando no se pretenda promover o bloquear a otra confesión religiosa y no implique una interacción excesiva entre Estado y religión”.
En el caso del crucifijo considera que la Corte Suprema ha sido “poco clara” y que se trata de una evidente “violación de la laicidad”. Por su parte, el abogado y académico Sergio Fernández lo describe como un “símbolo innecesario” que no cumple ninguna misión en el trabajo de los magistrados encargados de interpretar la Constitución. “Además, sobresale en todas las fotos institucionales y transmite un mensaje erróneo del equilibro en la justicia”. Hernando Gómez Buendía, sociólogo y abogado, apostilla: “Los magistrados tienen que estar muy confundidos. No perdamos de vista que estamos hablando de la Sala Plena”.
De la misma manera recuerda que un “Estado laico es el que no niega, pero tampoco afirma la hipótesis de ningún Dios”. Una definición que se acerca a la del papa Francisco, que durante una intervención de 2013 en Río de Janeiro dijo: “La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad”.
Por eso Humberto de la Calle, congresista independiente y exconstituyente del 91, argumenta que ha habido retrocesos en el proceso de separación entre Estado y creencias religiosas impulsado hace tres décadas por colectivos antagónicos: feministas y evangélicos. “Cada vez vemos que los pronunciamientos y las gestiones oficiales se mezclan más con las creencias religiosas y hay un resurgimiento de grupos sociales, algunos radicales, convencidos de que los valores cristianos son los únicos válidos y deberían ser impuestos al resto de la sociedad”, dice.
Evangélicos de izquierdas
Este fenómeno también se ha vivido en otros países latinoamericanos, como Brasil, donde el voto evangélico y su penetración en los partidos ha marcado las discusiones públicas. En Colombia, a pesar de que el grueso de estos movimientos son conservadores, también los hay de izquierda y con profundos desacuerdos teológicos entre ellos.
“Algunos miembros u organizaciones no se sienten plenamente identificados con los símbolos materiales propios del catolicismo. Otros rechazan la devoción por los santos o la virgen María, por ejemplo”, explica el jurista Sergio Fernández, que menciona diferencias doctrinales sobre la interpretación de la Biblia o la forma de entender a Dios.
“Compiten entre ellos, por el poder y por captar a los fieles desilusionados con el catolicismo, pero en los grandes temas, cuando presienten que las doctrinas y valores del núcleo compartido del cristianismo son amenazadas, se suelen unir para incidir en bloque”, dice William Beltrán.
Se refiere, entre otros, a la despenalización del aborto (2022), que es legal en el país hasta la semana 24 de gestación, las uniones (2016) o la adopción (2015) igualitaria, también avaladas por la Corte Constitucional en medio de enconados debates en una sociedad donde el 80% de la población cree en los milagros, según datos extraídos del Latinobarómetro (2020) por el semanario The Economist.
Basta recordar los conflictos que se vivieron en 2016 cuando la entonces ministra de Educación, Gina Parody, fue destituida del cargo tras la presión de grupos ultraconservadores católicos que rechazaban la utilización de unas cartillas educativas diseñadas para fomentar el respeto a la diversidad sexual en los colegios.
Parody, la primera funcionaria de ese rango en Colombia en declararse lesbiana en público, fue acusada en aquellos días de atentar contra los “valores familiares” y promover “ideologías de género en los niños”. Ese mismo año, la comunidad cristiana también jugó un papel decisivo en la victoria del “no” en el plebiscito celebrado para refrendar los acuerdos de paz entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y la extinta guerrilla de las FARC.
El pacto de La Habana planteaba ampliar los derechos de “hombres, mujeres, homosexuales, heterosexuales y personas con identidad diversa”. Esta situación movilizó al ala radical cristiana para cargar de nuevo contra la que llaman “ideología de género” e inclinar la balanza de su lado.
Carlos Manrique se queja de que el debate ha sido “poco reflexivo” y “poco informado”. En su opinión, la semilla de la confusión radica en que en Colombia las “élites intelectuales y periodísticas” tienen una interpretación del “laicismo” influida por el revanchismo republicano y jacobino de la revolución francesa. “La idea de confinar la religión a la esfera privada cada vez pierde más fuerza. Deberíamos revaluar el papel de las religiones como vehículo de construcción positivo en el debate público”, asegura.
Pocos expertos son capaces de aclarar, sin embargo, donde fijar los límites para que las creencias espirituales no obstaculicen la autonomía de instituciones estatales en países cada vez más plurales y con sociedades vigilantes de su diversidad.
Halloween y el general de la policía
El caso del director de la policía colombiana, Henry Sanabria, refleja otros síntomas del debate. Ya desde antes de asumir el cargo en agosto, el general de 51 años había manifestado en redes sociales su reteñida animadversión por cuestiones que, en su opinión, van en contra de los valores de la moral cristiana como el matrimonio igualitario y el aborto.
Sanabria, hoy al frente de una fuerza civil de 157.000 efectivos, declaró en W Radio que ningún uniformado podrá tener relaciones fuera del matrimonio: “Si yo no protejo a las familias de mis policías, se viene la corrupción”. Luego se filtró un mensaje suyo enviado a través de WhatsApp donde advertía: “No al Halloween, la estrategia satánica para inducir a los niños al ocultismo… Es una fiesta a la hechicería y al paganismo”.
El director general de la policía nunca aclaró si el mensaje fue enviado desde una cuenta institucional de la red social o desde un móvil personal, simplemente se limitó a citar un artículo de la Constitución que garantiza la libertad de conciencia. La misma libertad que utilizó para iniciar con la lectura de un salmo su discurso de toma de mando y cerrar con un “amén”.
Elías Sevilla, doctor en Antropología, dice: “Los funcionarios públicos deberían optar por poner en paréntesis o resguardar sus convicciones espirituales a la hora de dar declaraciones o tomar decisiones para no ofender, pero sobre todo no afectar, ni imponer medidas arbitrarias a otros ciudadanos que no comparten su religión o no son creyentes”.
Un escenario cada vez más lejano, según el sociólogo William Beltrán. En especial por cuenta del interés de políticos y otros poderosos enfocados en capitalizar la fuerza electoral de las 9.300 iglesias o cultos no católicos, entre las que se cuentan evangélicos y pentecostales, registrados en el Ministerio del Interior.
Recuerda las consagraciones del país a la Virgen de Fátima o a la de Chiquinquirá por parte del expresidente Iván Duque (2018-2022), y su vicepresidenta, Martha Lucía Ramírez, pero también los diversos rituales indígenas en los que participaron el expresidente Juan Manuel Santos (2010-2018) y el actual mandatario Gustavo Petro. La socióloga de la Universidad de los Andes Alhena Caicedo comenta que se trata de dos caras de la misma moneda.
Beltrán afirma que son gestos que se mueven en el terreno de la política, los medios y la asesoría de imagen. Pero percibe en los dos últimos una voluntad acomodaticia de “romper con la narrativa institucional de apego al catolicismo y mostrar el pluralismo religioso y la importancia de lo ancestral y de los mundos indígenas, históricamente marginados en este país”.
Por lo pronto, Beltrán pone sobre la mesa la posibilidad de revaluar el papel del sector religioso en procesos sociales de la historia colombiana como podrían ser los procesos de paz y crítica a su vez la retórica militante del laicismo más radical. Por eso, según Carlos Manrique, los últimos acontecimientos demuestran hasta qué punto es importante sumar voces en la construcción de políticas de libertad de cultos: “La apatía ciudadana es un problema. Las leyes no deberían estar en manos de dos o tres congresistas que nunca en la vida se han preguntado qué significado tiene lo que plantean para un ateo, un musulmán o un judío”.