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Ciudadanos y creyentes

CUANDO en España hablamos de ‘ciudadanos’, nos referimos normalmente a los habitantes del Estado como sujetos de derechos políticos, que intervienen ejerciéndolos en el gobierno del país.

Por su parte, 'creyentes' son los que profesan una determinada fe religiosa. El creyente, por tanto, es el ciudadano que no se limita a ser sujeto de derechos políticos, sino que, además de eso, acepta libremente unas creencias religiosas, con las obligaciones que tales creencias llevan consigo.

 Aquí es decisivo dejar claro que lo primero en la vida es ser buen ciudadano. Y después, sobre el ciudadano, se edifica el creyente, en el caso de los que quieren libremente serlo. En consecuencia, cualquier habitante del Estado no puede ser un buen creyente si no es un buen ciudadano. Es más, la primera obligación, que cualquier confesión religiosa debería imponer a sus adeptos, tendría que ser que éstos sean buenos ciudadanos. Un creyente que, basado en sus creencias, atenta contra los derechos del ciudadano, es no sólo un mal ciudadano, sino además un mal creyente. Y conste que, al decir estas cosas, no se trata de subordinar lo divino a lo humano. El problema está en que no puede ser divino lo que entra en conflicto con lo verdaderamente humano.

Pero, con decir eso, la cuestión no queda resuelta. Porque, según las creencias religiosas, los derechos políticos provienen de los hombres mediante consenso constitucional, mientras que los deberes religiosos provienen de Dios y son aplicados mediante leyes presuntamente divinas que obligan en conciencia. Como es lógico, aquí no pretendo resolver los numerosos y complicados problemas que esto plantea en la conciencia de muchas personas. En todo caso, una religión que divide a los ciudadanos, en lugar de unirlos, ¿de qué Dios puede provenir? En otras palabras, ¿qué Dios puede haber detrás de una religión que privilegia a unos mientras que humilla, margina y degrada a otros? Sean cuales sean las especulaciones teológicas, que se hagan sobre este asunto, está claro que un Dios que mueve a la gente a hacer tales cosas no puede ser el Dios que da sentido a la vida de los humanos y esperanza a los mortales. Yo no creo, ni puedo creer, en semejante Dios. Ni en su religión. Ni en los que, utilizando el santísimo nombre de Dios, se dedican a endemoniar la convivencia humana.

Es importante, en la situación que se vive en España, tener esto claro. Los políticos proponen una asignatura de educación para la ciudadanía, mientras que los obispos exigen una asignatura de religión. Si la asignatura para la ciudadanía se ajusta a los derechos que establece la Constitución, no sólo es buena, sino que es enteramente necesaria y debe ser obligatoria para todos por igual. En el caso de la religión, el Estado no confesional debe enseñar lo que es común a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad, su razón de ser, su naturaleza, su historia. El adoctrinamiento o la catequesis de cada creencia, es algo que debe enseñar cada confesión a sus adeptos. El día que estos criterios se apliquen, con claridad y firmeza en nuestra sociedad, la convivencia entre los españoles será más pacífica y en nuestro país habrá menos crispación y más bienestar. Es una desgracia que los políticos, por una parte, y los obispos, por otra, no se den cuenta de cosas que, a poco que se piense en ellas, parecen ser lo más coherente y una de las cosas que más pacificarían a nuestra sociedad.

Pero hay más. Con frecuencia, muchas personas conceden más importancia a los 'deberes' del 'creyente' que a los 'derechos' del 'ciudadano'. Por ejemplo, el artículo 14 de nuestra Constitución establece que «los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social». Son los derechos básicos de los ciudadanos. Pero ocurre, con frecuencia, que hay creyentes convencidos de que, de acuerdo con sus creencias, tienen el derecho (incluso el deber) de discriminar, censurar, criticar, marginar y hasta ofender a quien no se ajusta a los postulados o deberes que le dicta al creyente su creencia. Es lo que sucede con frecuencia en asuntos de sexo, de religión o de opinión, Y entonces nos podemos encontrar con hechos auténticamente esperpénticos: personas que, en ambientes eclesiásticos (o en su propia familia), tienen que ocultar sus ideas políticas o religiosas, su condición sexual, sus amistades y, por supuesto, su intimidad. Matrimonios rotos que no se atreven a separarse por el «qué dirán». Programas de una emisora religiosa que, desde las creencias (o intereses) de sus patronos, se cree en el derecho de insultar a todo el que no comulga con sus ideas. Clérigos de todo rango que, desde sus altares, amenazan, atemorizan y meten miedo.

Los que así se comportan no se han enterado del proceso que estamos viviendo. Me refiero, como ha dicho Marcel Gauchet, al «proceso de retirada de la religión». Pero «retirada de la religión no significa abandono de la fe religiosa, sino abandono de un mundo estructurado por la religión, donde ella dirige la forma política de las sociedades y define la economía del lazo social». En otras palabras, la retirada de la religión es el paso a un mundo en que las religiones existen, pero en el interior de una forma política y un orden colectivo que está determinado no por los creyentes, sino por los ciudadanos.

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