Rafael Escudero, profesor de Filosofía del Derecho, publica «Modelos de democracia en España 1931 y 1978», una obra que nace con la “pretensión de proporcionar al lector claves e instrumentos” para comparar las dos constituciones.
La izquierda está en plena ebullición. Desde diferentes frentes de la izquierda alternativa y social se llama a procesos de convergencia, regeneración e incluso se hacen referencias explícitas a un nuevo proceso constituyente que dote a la democracia española de nuevos sistemas de participación ciudadana, de un sistema garantista de derechos eficaz e incluso a una lista de derechos económicos y sociales más amplio. Los debates están en las calles, en los procesos como el de Alternativas desde Abajo, que se reúne este fin de semana en Madrid o en Convocatoria, que el jueves celebró su tercera reunión con la presencia de más de treinta organizaciones sociales y políticas, entre las que se encuentra como fuerza impulsora Izquierda Unida.
En este escenario cobra especial importancia la obra Modelos de democracia en España 1931 y 1978 de Rafael Escudero, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid. Un ensayo de derecho comparado que pretende proporcionar al lector las claves e instrumentos para valorar las dos constituciones españolas del siglo XX y, además, tratar de recuperar parte de la herencia constitucional republicana. “No para recordar de forma nostálgica un pasado que ya no volverá -asegura el autor- sino para contar con un sólido referente en el camino de construcción de una sociedad y un país más avanzados en términos políticos y sociales”.
El presente artículo señala cinco puntos que diferencian a una Constitución de otra y que están recogidos a lo largo de la obra. No son los únicos. El establecimiento de las diferencias y similitudes ha llevado a Escudero a escribir más de 300 páginas. Sin embargo, sí son un buen inicio para comprender algunos de los problemas fundamentales que arrastra la democracia española y rescatar de la herencia republicana, al menos para ser discutidas y valoradas, las soluciones que durante la redacción constitucional creyeron que resolverían los grandes males que azotaban a España.
1. Una democracia participativa y una democracia de baja intensiva
La participación ciudadana en la toma de decisiones que afectan a la colectividad denota la calidad de todo sistema democrático y afecta al grado de compromiso que las personas adquieren con él. “De la mayor o menos distancia entre la ciudadanía y los núcleos de poder, del fomento o no de herramientas democráticas que vayan más allá de elegir a sus representantes políticos cada cierto tiempo, dependerá una mayor implicación e identificación de las personas con el sistema; una mayor cultura democrática, en definitiva”, escribe Escudero.
Es en este punto, señala Escudero, donde más se puede apreciar el modelo diferente de sociedad política hacia el que conduce cada una de las constituciones. Mientras que la constitución de 1931 parecía buscar una ciudadanía participativa y comprometida con la gestión de la res pública, el texto de 1978 prefiere limitar la participación ciudadana a la elección de los gobernantes, los parlamentarios y los representantes políticos.
El texto constitucional republicano buscó consolidar los mecanismos a través de los cuales la ciudadanía pudiera ejercer la soberanía directamente. Escudero señala dos mecanismos. Ambos contemplados en su artículo 66. “El referéndum sobre leyes votadas en las Cortes y la iniciativa legislativa popular” sin olvidar la extensión de la participación ciudadanía a otros ámbitos como la constitucionalización de la libertad sindical o el jurado popular.
La Constitución del 78, por su parte, no establece la figura del referéndum legislativo que sí contemplaba el texto de 1931. “Así pues, la diferencia es notable desde un prinicpio. El texto actual sólo establece la obligatoriedad de consultar a la ciudadanía mediante referéndum vinculante en los casos de reforma del núcleo duro de la Constitución y para la aprobación y reforma de algunos estatutos de autonomía”, escribe.
Entre las razones por las que la Constitución del 78 ofrece tan poco espacio a la democracia directa, Escudero establece el “dominio que en la Transición continuaban ejerciendo las fueras conservadoras”, un contexto internacional donde el viejo Estado de bienestar “se batía en retirada” y el paso del “paradigma de la legitimidad democrática al de la gobernabilidad como parámetro para ponderar la calidad de un sistema constitucional”.
2. El subdesarrollo en derechos de la Constitución de 1978
La República trajo consigo la incorporación de los llamados derechos económicos y sociales, incluyendo específicas referencias a los grupos y colectivos más desfavorecidos de la sociedad de la época, las mujeres, los trabajadores o la tercera edad, entre otros. El resultado es la constitucionalización del elenco de derechos más amplio de la historia española.
La constitución de 1978, por su parte, introduce un extenso catálogo de derechos económicos, sociales y culturales ordenados según el nivel de protección que el Estado les otorga. En el tercer y último escalón de derechos, la Constitución del 78 hace referencia a los ‘Principios rectores de la política social y económica’. Dentro de estos principios el, el texto constitucional incluye el “progreso social y económico y para una distribución de la renta regional”, la garantía de “la asistencia y prestaciones sociales suficientes ante situaciones de necesidad, especialmente en caso de desempleo”, el derecho a la “protección de la salud” o “el acceso a la cultura” y la promoción de “la ciencia y la investigación científica y técnica en beneficio del interés general”, entre otros.
A pesar de esta inclusión en el texto constitucional, estos supuestos derechos de la ciudadanía española no gozan de amparo judicial, dado que solo podrán ser alegados ante la jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que lo desarrollen (art.53.3). Sin embargo, hecha la ley, hecha la trampa. La legislación que desarrolla estos supuestos derechos no es requisito necesario para su regulación.
Por tanto, estos derechos económicos y sociales quedan reducidos a principios o valores que inspirarán, o no, las políticas del poder ejecutivo, pero sin que algún precepto constitucional le obligue a implementarlos. “Quiere decir esto que la Constitución no prevé mecanismos de control de la inacción del Gobierno, salvo los propios de la responsabilidad política que se manifiesten en las urnas (…). En conclusión, sólo de forma retórica puede hablarse de derechos si no generan obligaciones que puedan ser exigidas ante un tribunal”, escribe Escudero.
Por contra, la Constitución republicana abrigó una “visión integral de los derechos, sin establecer diferentes grados de protección en función de una mayor o menor relevancia, otorgando a todos ellos el mismo estatuto jurídico. Fue la legislación de desarrollo la que circunscribió el recurso de amparo a ciertos derechos. “La plasmación real de los derechos pone de relieve la distinta filosofía que inspiran ambos textos. De la obsesión republicana por la máxima integración de materias y sujetos en el espacio público (…) se pasó a la contemporización del texto del 78, más reformista que transformador”, opina Escudero.
3. El Estado laico frente al supuesto Estado aconfesional
La actual regulación constitucional en materia religiosa está presidida por el principio de aconfesionalidad del Estado español. Se consagra en el artículo 16.3 de la Constitución que, si bien afirma que ninguna confesión tendrá carácter estatal, señala también que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones.
Para Escudero, este último inciso es el que “impide avanzar” actualmente “hacia un Estado laico” y es clave para “entender la posición que la Iglesia católica ocupa en el escenario político y social diseñado a partir de la Transición”. “Cuando argumentan en defensa de sus privilegios, sus dirigentes recurren precisamente a las palabras del artículo 16.3. Y en parte no les falta razón, dado que fue la voluntad del constituyente garantizar la presencia activa de la Iglesia católica en los foros públicos y contribuir decididamente a su financiación”.
Pero la normativa favorable a la religión católica en el actual texto constitucional no cesa en este punto. La incorporación en el texto de la libertad de enseñanza y el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral acorde con sus convicciones se ha convertido, opina Escudero, en “la mejor garantía de un sistema de colegios religiosos, subvencionados con fondos públicos mediante la figura de los conciertos y basados en el ideario del centro que en no pocas ocasiones vulnera los principios constitucionales”.
La llegada de la República, sin embargo, se celebró como la ocasión con la que terminar con la excesiva influencia de la Iglesia tanto en la vida pública como en la educación. Trató de cambiar “radicalmente el statu quo y situar a la Iglesia en los márgenes propios de su misión espiritual”. “Esto sólo podía hacerse a través de la configuración de un Estado laico”, escribe.
Por ello, durante la redacción del texto constitucional de 1931 y durante todo el periodo republicano, la cuestión religioso fue “otro de los grandes caballos de batalla”. “Las medidas que los dirigentes republicanos adoptaron al respecto condicionaron toda su vida política. Desde su inicio, ya en los propios debates constituyentes, hasta su final, causado por un golpe de Estado bendecido por la jerarquía católica”.
Prueba de esta especial importancia concedida por el legislador republicano a la cuestión secular, el artículo 3 de la Constitución recoge que: “El estado español no tiene religión oficial”. Artículo que fue acompañado de otros dos, el 26 y el 27, que regulaba la libertad de conciencia, religiosa y de culto. Como colofón, la República disolvió la Compañía de Jesús en enero de 1932 y en junio de 1933 aprobó la ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas mediante la cual la Iglesia debía rendir cuentas por su actividad económica y se le impedía ejercer la enseñanza.
4. La soberanía popular (pueblo) frente a la soberanía nacional (nación)
Las dos constituciones recogen en su articulado el principio de la soberanía popular. La Constitución de 1931 establece en su primer artículo que todos los poderes de la República emanan del pueblo y, consecuentemente con ello, en el pueblo reside la potestad de crear leyes y en el presidente de la República la personificación de la nación. Establece, por tanto, el principio fundamental de la soberanía popular.
Por su parte, la actual Constitución señala que la “soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Aunque ambos textos aluden con diferentes términos al principio de soberanía popular, los términos utilizados, opina el autor, marcan la diferencia entre el espíritu de los dos textos constitucionales.
La Constitución de 1978 se queda con la expresión de “soberanía nacional”, propia de la “retórica liberal decimonónica”, antes que con el término “soberanía popular”, de mucha mayor “raigambre democrática. Esta diferencia, explica Escudero, sirve para que desde la Constitución del 78 se insista, ya desde el inicio, en la idea de la unidad de España como fundamental del orden constitucional, poniendo por tanto un límite sustantivo a la soberanía popular. La declaración parece rotunda y tiene dos interpretaciones: la voluntad popular nunca podrá romper la unidad de España o si no se respeta la unidad nacional, no habrá democracia.
A su vez, la Constitución de 1978 sustrae o elimina también a la jefatura del Estado de todo principio democrático. “Es una auténtica declaración de intenciones sobre el alcance real de las decisiones que se van a someter al teórico principio de la soberanía popular”. En este sentido, la constituyentes de 1931 tenían bien clara la relación entre el principio democrático y la fórmula republicana.
Prueba de ello es que señalaron en su primer artículo que “España se constituye de en una República democrática de trabajadores de toda clase”. Escudero analiza la frase destacando dos claves. Aparecía por primera vez el concepto de “democrática” en un texto constitucional español y lo hacía acompañando al concepto de “República”, una forma de Gobierno contrapuesta a la Monarquía, que tantas veces ha estado unido en la historia española a la “ausencia de democracia”.
5. Una constitución transformadora, frente a una Constitución continuista.
La Constitución de la República, escribe Escudero, lejos de configurar un programa utópico o irreal, contenía lo máximo a lo que se podía llegar por la vía del reformismo en la España de la época en términos de políticas sociales y avances democráticos. El espíritu de aquel texto constitucional de 1931 trató de romper las ataduras que habían llevado a España al desastre en que se encontraba a comienzos del siglo XX, para así construir una sociedad más libre, igualitaria, solidaria, participativa y responsable.
La Constitución de 1978, sin embargo, no pretendió transformar de raíz la sociedad española. El texto constitucional del 78 tenía por objetivo salir del franquismo de la manera más airosa posible. Trató de configurar un régimen democrático, basado en el principio de la soberanía nacional, y se recogió un catálogo de derechos humanos. Sin embargo, relata el autor, la brutal represión, la continua propaganda antirrepublicana, la violencia política ejercida durante toda la dictadura y la presión constante de los sectores reacios a cualquier cambio político agrupados en lo que se ha venido a denominar el búnker o el “partido militar” determinaron en gran medida el devenir del proceso constituyente caracterizado por la aprobación de la Constitución de 1978.
Prueba de ello, escribe Escudero, es la “clara y rotunda” defensa de la Constitución de instituciones como la monarquía o “cuando reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado, mientras que su redacción se torna confusa y atropellada cuando se trata de diseñar la organización territorial del Estado o a la hora de regular los derechos económicos y sociales, es decir, los relacionados con las condiciones reales de igualdad entre las personas”.
La Constitución de 1978 no emprende ese viaje transformador que sí emprendió la República, no porque no fuera necesario ni porque las recetas republicanas no fueran validas, sino porque “no se tuvo (o no se pudo generar) el suficiente coraje político para plantear ese cambio radical de modelo de sociedad y de país”.
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