Aunque sea por una vez, el feriado decretado por ley para los días 16 de enero, en Santiago, y 17 y 18 para La Araucanía y Tarapacá, con motivo de la visita del Papa Francisco I, máxima autoridad del Estado Vaticano y jefe supremo de la Iglesia católica, genera escozor en el laicismo de la República de Chile y en amplios sectores de otras religiones y creencias. Ello, porque tal feriado no está fundamentado en algún hecho de significación magna entre dos estados soberanos, o en una particular relación diplomática, sino simplemente en un sentimiento religioso que abarca solo a una porción de nuestra sociedad, la que –por significativa que sea– vive por este solo hecho un privilegio indebido respecto a las otras iglesias asentadas en Chile y a personas sin credo religioso.
Varias cosas llaman la atención en tales circunstancias. Una, es que el argumento central de la iniciativa de ley sobre el feriado, un Mensaje del Ejecutivo laico y de centroizquierda que nos gobierna, sea la facilitación a la ciudadanía “del libre ejercicio de la libertad religiosa y de cultos”. Nadie entiende por cuál razón esta libertad se vería amenazada si los días fueran laborales, a menos que un subconsciente pagano entre quienes tomaron la decisión deifique a la persona del Papa católico y la confunda con la fe religiosa, anteponiendo este hecho a las simples obligaciones públicas del Estado.
En segundo lugar, que el proyecto fuera tramitado casi en un solo acto por el Congreso, debido a que al enviarlo se le calificó con “urgencia de discusión inmediata”. Pocas cosas tienen tal significación y es evidente que lo comentado no la tiene.
Lo tercero es que, de alguna manera, la premura del hecho –en absoluto revestido de las características de la visita de Juan Pablo II durante la dictadura en los años 80 del siglo pasado– contrasta con el carácter distendido y simple que Jorge Bergoglio le ha impreso a su gobierno o “papado”. Se podría decir que para él podría ser incluso una exageración impropia o, al revés, una muestra de sumisión del Estado de Chile frente al Estado Vaticano.
Por cierto, este último aspecto es un hecho delicado. Si bien las relaciones diplomáticas son normales entre ambos estados, hay que recordar que instituciones de dependencia vaticana, como la Universidad Católica de Chile, han interferido seriamente en la implementación de políticas públicas de salud del Estado de Chile, como en “el aborto en tres causales”, pese a recibir ingentes fondos públicos para su funcionamiento en esta y otras áreas.
En absoluto ello muestra finura diplomática ni mucho menos constituye un argumento que justifique darle un trato preferencial al jefe del Estado Vaticano por sobre otros jefes de Estado que nos visitan cada tanto.
Nuestra opinión es que el feriado tramitado y aprobado con urgencia máxima por el Poder Legislativo se aparta de una doctrina que se hizo carne ya en la Constitución de 1925, sobre la separación de la Iglesia y el Estado, en la cual el propio Vaticano –por entonces– tuvo una posición positiva para librarse del asedio e influencia política del Estado de Chile en la designación de las autoridades eclesiásticas, y llegar firmemente a una clara separación entre el ámbito político y el religioso.
De alguna manera, el día feriado con motivo de la visita del Papa Francisco, que, entre otros incomprensibles efectos desde la perspectiva republicana, obligó al cambio de sede de una de las actividades más importantes del Congreso del Futuro, desde su lugar en el Congreso Nacional de Santiago a un escenario de segundo orden en el barrio Bellavista, expresa un rezago simbólico y una insistencia ritual de mostrar y hacer prevalecer –por sobre otras– la dimensión evangélica de la iglesia católica en toda la vida social, como la única verdad sobre el hombre y su conducta, algo que está más allá del ámbito laico y ciudadano de un Estado republicano y secular, y que solo debería pertenecer a la esfera de la fe de los ciudadanos del credo católico.