Hace 470 años moría en la hoguera el médico y teólogo español Miguel Servet, una conciencia libre que, en una sociedad fanatizada, irritó por igual a católicos y protestantes
Miguel Servet, el singular hereje perseguido por la Inquisición católica española y francesa, así como por los tribunales protestantes, fue víctima de la intolerancia de las dos Iglesias cristianas. Adalid de la libertad de conciencia, se atrevió a cuestionar la espinosa doctrina de la Santísima Trinidad y el bautizo de los niños antes del uso de razón, una indómita actitud que le costó la vida un frío mediodía del 27 de octubre de 1553, cuando fue quemado vivo a fuego lento con madera verde en Ginebra a instancias de Calvino.
Natural de Villanueva de Sijena (Huesca), nuestro máximo hereje vivió cuarenta y dos años. La mitad de su breve vida la pasó en ásperos exilios, obligado a disimular su verdadera personalidad y siendo perseguido a muerte.
Nacido en 1511, Servet entró al servicio como paje y secretario, en 1525, de Juan de Quintana, un eminente franciscano de espíritu erasmista, que lo mandó a la Universidad de Toulouse. Allí estudió a fondo la Biblia Políglota Complutense y algunos libros de doctrina luterana, pero su estancia acabó bruscamente al ser declarado cabecilla de un grupo de heterodoxos.
De regreso a España en 1529, se integró en el séquito del emperador junto con su mentor Quintana, entonces confesor de Carlos V. Desde Barcelona partió a Bolonia para asistir a la coronación de Carlos V como emperador por el papa Clemente VII en febrero de 1530. Durante la ceremonia, el lujo del pontífice –sentado en una silla de oro bajo un dosel también de oro– provocó la indignación de Servet, ya cautivado por la sencillez evangélica y el culto cristiano íntimo.
El papa como anticristo
Veinte años más tarde, en su Restitución del cristianismo, escribiría: “Con mis propios ojos he visto cómo lo llevaban [al papa] con pompa sobre sus hombros los príncipes, cómo lo adoraba todo el pueblo de rodillas…, quienes podían besarle los pies o las sandalias se consideraban más afortunados que los demás y proclamaban que habían obtenido numerosas indulgencias, gracias a las cuales les serían reducidos largos años de sufrimientos infernales. Oh, Bestia, la más vil de las Bestias, la más descarada de las rameras”.
Estos insultos de grueso calibre contra el poder temporal de la Iglesia de Roma eran habituales en los círculos protestantes –el papa como anticristo, la bestia apocalíptica–, y se plasmaban en folletos de gran difusión, ilustrados por Cranach o Holbein, que representaban a Cristo descalzo y al papa bajo palio rastrillando el dinero de las indulgencias, a Cristo subiendo al cielo y al papa bajando al infierno.
Lutero calificaba al papa de “roja prostituta, con la que han fornicado y fornican los reyes y príncipes de la tierra”, e insistía en que había que continuar atacándola “hasta que por fin sea pisoteada como inmunda y nada haya tan abyecto en la tierra como esa Jezabel sedienta de sangre”.
Con esta forma de pensar, Miguel Servet no podía seguir en la corte imperial. En julio de 1530 lo hallamos en Basilea, adonde se había dirigido para entrevistarse con Erasmo de Rotterdam, el ya declinante ídolo de la reforma moderada de la Iglesia. Pero Miguel ignoraba que el príncipe de los humanistas se había marchado más de un año antes, a causa de los tumultos y destrucciones de iglesias derivados de la imposición violenta del luteranismo.
El dogma de la Santísima Trinidad
El líder de los protestantes en Basilea era Juan Ecolampadio, quien, impresionado por los conocimientos bíblicos de Servet, lo invitó a ser su huésped y su discípulo. Las discusiones teológicas entre ambos pronto se agriaron. Tras conminarle a corregir sus errores, Ecolampadio amenazó a Miguel con denunciarlo a las autoridades por hereje, y el osado muchacho español tuvo que poner tierra de por medio.
En 1531 aparece en Estrasburgo, ciudad con fama de liberal. Allí residían los destacados líderes protestantes Martín Bucer y Wolfgang Capito, cuyas tendencias antitrinitarias eran conocidas por Servet. Estrasburgo contaba entonces con una numerosa comunidad anabaptista que negaba el bautismo a los niños y exigía volver a bautizar a los adultos (en griego, ana significa “otra vez”), doctrina asimilada por Servet y expuesta con más sólidos argumentos que nadie.
Como el ala más radical del anabaptismo reclamaba también una revolución social igualitaria y un pacifismo integral, se multiplicaron los decretos prohibiéndolo por herético bajo pena de muerte.
La efervescencia religiosa y el contacto con notables hebraístas y helenistas serían el caldo de cultivo de donde surgirían los Siete libros sobre los errores acerca de la Trinidad (1531) y los Dos libros de diálogos sobre la Trinidad (1532), en los que Servet discutía el dogma de la Santísima Trinidad fijado en el Concilio de Nicea (siglo IV).
El escándalo de negar doctrina tan básica como la de la Trinidad suscitó comentarios furibundos. Desde el “pestilentísimo” (superlativo olor a herejía) con que lo calificó su antiguo mentor Quintana a la amenaza severa de Martin Bucer, quien dijo que Servet “merecía la muerte y ser descuartizado”.
Prófugo de la justicia
Fue Jerónimo Aleandro, nuncio en Alemania, antiguo erasmista y ahora sagaz perseguidor de herejes, quien instigó a la Inquisición española en mayo de 1532 a que registrase todas las librerías de Zaragoza para ver si tenían alguno de los libros de Servet.
El tribunal inquisitorial zaragozano recurrió a amaños para apresarlo, e incluso obligó a su hermano menor, Juan, a ir a buscarle a Alemania para traerlo con algún señuelo a España. Miguel no se dejó engañar, y, al saberse perseguido por protestantes y católicos, escribió: “Aterrorizado y habiéndome exiliado, me escondí durante años entre extranjeros en dolida tristeza de espíritu”.
Prófugo de la justicia española y francesa, Miguel Servet cambió entonces de identidad y se camufló bajo el nombre de Miguel de Villanueva, mientras continuaba sus estudios en la Universidad de París. Allí comenzó la fatídica fascinación, mezcla de atracción y rechazo, que Calvino sintió por Miguel.
A pesar de que había tenido que huir de Francia, Calvino arriesgó su vida para regresar a París y mantener una discusión teológica con el español, que finalmente no pudo materializarse. Luego Servet se refugió en Lyon con sus amigos impresores y publicó una nueva edición, mejorada, de la célebre Geografía de Ptolomeo en 1535. Dos años después, regresó a París para estudiar medicina, donde sobresalió por su pericia como disector, coincidiendo con Vesalio.
La circulación de la sangre
De su formación anatómica deriva la inclusión en Restitución del cristianismo (1553) del célebre pasaje donde describe, por primera vez en Occidente, la circulación de la sangre en los pulmones, descubrimiento que le ha dado fama universal. No obstante, este hecho fisiológico ya era conocido por el árabe Ibn Al Nafis –cuyos Comentarios al Canon de Avicena (1245) circulaban manuscritos en Venecia desde 1521–, y luego sería también descrito por los manuales de anatomía de Valverde de Amusco (1556) y Realdo Colombo (1559).
Como es sabido, el análisis más científico del mecanismo de la circulación de la sangre sería obra de William Harvey en 1628. En la base de la original y difundida contribución de Servet a la fisiología pulmonar se hallaba un interés de raíz religiosa. Suponía que el alma –descrita como una chispa del Espíritu Santo– penetraría en el hombre con su primera respiración, incorporándose a la sangre, lo que le llevaría a transferir a la teología su saber médico.
Según Ángel Alcalá, a quien se debe la edición bilingüe de las obras completas de Servet, Restitución del cristianismo “es un océano de sugerencias”. Una crítica sistemática a la corrupción del cristianismo oficial y una propuesta de reforma radical afín a la de los anabaptistas, pero inmensamente superior por su densidad teológica.
Suprimida toda estructura jerárquica de la Iglesia, la comunidad cristiana que soñaba Miguel Servet se sustentaría en la pureza de la fe, la libertad y la tolerancia, sin persecuciones de los disidentes, ni ritos ni ceremonias. Católicos y protestantes hallaron en Restitución del cristianismo gravísimas herejías, y Servet fue arrestado en Vienne por la Inquisición francesa con los materiales aportados, directa o indirectamente, por Calvino.
A fuego lento
Logró evadirse, por lo que fue sentenciado a muerte en ausencia el 17 de junio de 1553 y quemado en efigie. Cuatro meses después, denunciado por Calvino –quien condenaba a los herejes y blasfemos igual que los católicos–, sería capturado en Ginebra y castigado a arder vivo a fuego lento.
En respuesta al libro de Calvino en el que este intentaba justificar la muerte de Servet, el humanista italiano Sebastiano Casteglione afirmó: “Yo no defiendo la doctrina de Servet; lo que ataco es la mala doctrina de Calvino. Después de haberlo hecho quemar vivo, se ensaña ahora con él, ya muerto. Matar a un hombre por sus ideas no es defender una doctrina; es matar a un hombre”.
La muerte de Servet, sometido al tormento horrible de las llamas –pues hasta la decapitación que suplicó llorando se le negó–, como la de Savonarola o Giordano Bruno, acusa a sus acusadores y constituye una de las mayores lacras históricas del fanatismo religioso.
Heterodoxo por antonomasia, el sabio español, supremo médico, científico y teólogo, fue siempre un fervoroso creyente. Un mártir por su radical cristianismo, más cristiano, aunque menos ortodoxo, que el doctrinarismo impuesto por la Iglesia romana y la luterana. Su principal legado, el derecho a la libertad de conciencia y de expresión en una época en que no se podían proclamar las propias creencias sino con peligro de la vida, continúa vigente.
Como señaló Roland H. Bainton en su espléndida biografía de Servet, hoy nos horroriza que aquel gran hombre fuera convertido en cenizas por sus ideas, “pero no dudamos en reducir a polvo ciudades enteras bajo el pretexto de defender nuestra cultura”.