El conocido como modernismo católico se refiere a un conjunto de ideas que defendían la necesidad de que la Iglesia y la religión católica debían vincularse al progreso de los tiempos, reformando la institución, pero, sobre todo los principios religiosos, y que surgió, precisamente, en el siglo de los cambios, el XIX.
El término, en realidad, se acuñó con un sentido peyorativo por parte de los contrarios a los cambios, entre los que destacó el papa Pío X, un verdadero cruzado contra las ideas modernistas, a las que consideró como heréticas. La reacción contra los renovadores de la fe católica debe enmarcarse en el contexto del final del poder temporal del papado en Italia, y, sobre todo, por el auge de ideas desde el liberalismo, pasando por la democracia, hasta el socialismo y el anarquismo, así como la creciente tendencia al laicismo y la secularización de las instituciones y la sociedad. Capital en la condena al modernismo fue el decreto de 1907, del citado papa, Lamentabili sane exitu, lamentándose de que muchos autores católicos estaban marchando más allá de los límites marcados por los Padres de la Iglesia, aunque no podemos olvidar que ya Pío IX en su Syllabus de 1864 condenó 65 opiniones que podrían ser consideradas como precedentes del modernismo. Pío X remarcó su cruzada antimodernista con la encíclica Pascendi, también de 1907, al afirmar que el modernismo iba más allá de la herejía porque era la síntesis de las herejías al abrir paso a todos ellas.
El papado estaba muy alarmado porque en el seno del clero occidental, especialmente el más joven, y en Francia, pero también en la propia Italia, estaban cundiendo las ideas de cambio. Por eso, la institución heredera de la Inquisición se puso a trabajar para detectar en cualquier escrito los signos de los cambios, y en 1910 el papa promulgó el “Juramento antimodernista”, que debía pronunciar todo aquel que tuviera un oficio eclesiástico o quisiera acceder a uno, incluida y, sobre todo, la docencia en seminarios y universidades en relación con la teología. Todo esto desató una verdadera “caza de brujas”. Hasta se creó una especie de sociedad secreta, la Sodalitium Pianum o Cofradía de Pío para detectar modernistas.
Pues bien, en este contexto, el destacado jurista y político republicano Leopoldo García-Alas García-Argüelles publicó un artículo sobre el modernismo católico en España en la primavera de 1910, es decir, en plena cruzada antimodernista papal, en Vida Socialista en su número diecieséis. El artículo supone una crítica intensa no sólo al clero, sino también a los católicos españoles, al plantear la tesis de la escasa preocupación espiritual, en general, del catolicismo español, más interesado en lo exterior y formal, que en la propia religión, y que impedía que las corrientes reformadoras y modernistas del catolicismo europeo calaran en nuestro país.
Leopoldo Alas consideraba que el catolicismo español era una religión de Estado en el sentido pagano de la frase. En Roma la religión era un organismo más de la vida política. El sacerdote era un funcionario público, encargado de ciertas ceremonias oficiales. No tenía misión espiritual, ni tampoco la religión influencia moral alguna sobre la vida personal de cada cual. El paganismo, reducido a fórmulas externas, terminó por sucumbir ante una religión capaz de satisfacer los más íntimos anhelos. Del mismo modo que los últimos paganos eran creyentes pasivos que defendía su religión como un asunto relativo al patriotismo por creerla inseparable de su civilización, los católicos españoles defendían en ese momento la religión con argumentos políticos. No parecía interesar la creencia, sino los intereses materiales de los representantes oficiales de la religión, esto es, del clero.
Los católicos españoles ignoraban lo que había que creer, y no les importaba dicha ignorancia. Y eso provocaba que se viviera bajo el despotismo de un clero nada ilustrado. La vida religiosa española se limitaba a las relaciones externas entre una autoridad eclesiástica arbitraria y unos fieles reducidos a la obediencia.
Si para algunos esto era un modelo de ortodoxia, en realidad lo que demostraba, a juicio de nuestro protagonista, era que la religión en España carecía de toda vida. La pasividad del catolicismo español tenía que ver con todo lo relacionado, en realidad, con lo espiritual, con lo religioso.
Esta situación se relacionaba, además, siempre según nuestro autor, con el hecho de que en España la religión solamente era un asunto del clero. Los laicos españoles se preocupaban muy poco de la religión. De esta separación entre clérigos y laicos procedía, entonces, la tranquila pasividad de la ortodoxia católica española. Seguramente, el catolicismo español era consciente de que una vida espiritual más intensa traería al final la heterodoxia como una consecuencia inevitable.
Así pues, divididos los españoles entre clérigos interesados en defender la letra a toda costa, y creyentes para los que la religión era tan solo un formulismo sin contenido espiritual, era imposible que en España calara el modernismo católico, frente a lo que ocurría en otros lugares. Aquí no podían ser modernistas los curas porque perderían su puesto, ni los católicos porque no entendían de estas cuestiones más espirituales.
Leopoldo Alas era muy crítico con el desdén que veía entre los españoles cultos por el modernismo católico, al que consideraba uno de los más significativos signos de los tiempos. La situación espiritual de los modernistas católicos tenía que despertar en todos una profunda simpatía porque eran creyentes sinceros, unidos a su fe por lazos de sentimiento inquebrantable, sin vendas en los ojos. Veían la civilización o el mundo en el que vivían, negándose a condenarlo en bloque, como hacia la jerarquía eclesiástica, añadiríamos nosotros. El intelectual y jurista valoraba mucho el trasfondo espiritual del modernismo católico, por su interés en renovar la vieja teología escolástica.
Nuestro protagonista era consciente de los problemas que tenían los modernistas para cambiar a la Iglesia, como lo demostraban las sucesivas condenas de muchos de ellos, pero por ello no dejaba de ser muy recomendable la lectura de sus libros, suscitando problemas y esforzándose en buscar la tranquilidad de sus almas, pero, como terminaba su escrito, la tranquilidad en el seno de los católicos españoles venía, realmente, de tranca.