El reciente arresto de un médico labortano, bajo la acusación de acelerar la muerte de cuatro pacientes en fase terminal, ha avivado el debate de la eutanasia. Un debate incómodo en una sociedad en la que, por muy laica que se autoproclame, el señor Ratzinger campa estos días a sus anchas a cuenta de los contribuyentes.
¿Por qué razón se debe alargar una vida llena de dolor y sufrimiento? No son muchas las respuestas que encuentra esta pregunta; más allá, claro está, de las que oferta nuestra infectada moral cristiana.
El carácter sagrado que se otorga a la vida y el miedo que suele acarrear lo desconocido hacen que algo tan natural como la muerte sea un tabú ante el que nadie es capaz de encararse.
Sólo las religiónes parecen tener una respuesta para la situación más límite de la condición humana. Pero esta respuesta pasa por satanizar la práctica de la eutanasia. Hecho que supone un consuelo para los creyentes, pero una imposición para quienes no los somos. ¿Por qué dejar en manos de alguien en el que ni si quiera creemos algo tan propio como la vida?
El desarrollo de la ciencia y la tecnología ha prolongado la esperanza de vida a los habitantes de esta parte del planeta. Pero ¿a qué precio? El alargamiento sin fin de la vida no va en sintonía con las condiciones de vida que ofrecemos a estas personas. En esta sociedad donde se ensalza la juventud eterna no hay lugar para los ancianos.
He sido testigo directo del deterioro de la vida de mi amoñi. Permaneció cinco largos años abatida en la cama. No nos veía. Ni nos hablaba casi. Tampoco nos conocía. Sólo sentía cómo la vida se le escapaba de las manos. Una vida que también era arrebatada a sus constantes cuidadoras, sus hijas.
No podemos quedar impasibles ante un ser querido postrado en su cama y sediento de paz, tranquilidad y, sobre todo, de dignidad. Es inhumano. Es imprescindible abordar la regulación jurídica de la eutanasia y la consiguiente legalización de esta forma tan digna de morir.