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Bienvenida seas, eutanasia

Durante largo tiempo, la vida perteneció a un monstruo caprichoso, temperamental, ególatra hasta la ridiculez (nuestro primer deber moral era amarlo sobre todas las cosas), a quien llamaban Dios (con todas sus variantes, igualmente espeluznantes). En su nombre se proclamaba la virtud para luego culminar las peores abyecciones, bajo la vergonzante justificación del servicio a la divinidad.

Ese tal Dios, lo mismo se manifestaba enfurecido hasta la insania ante cualquier fruslería, que misericordioso en grado absurdo frente al mal más abominable, y por igual concedía poder y riqueza a los malvados (para que supieran más tarde que en la otra y verdadera vida no les serviría de nada todo ese fasto e influencia) y enfermedad a los buenos (para lo mismo, se supone…. ¡Cómo si fuera igual un don que otro!). Él alargaba o acortaba el hilo de nuestro acontecer sin ninguna lógica ni compasión, y nada podía remediar esa incertidumbre grosera, ni siquiera los esfuerzos de quienes se pelaban las rodillas en el reclinatorio.

Pero ese ser arbitrario, vociferante y pretencioso que se jactaba de superior (¡y de justo, por absurdo que parezca!) tenía un problema no sé si esencial o sustancial, pero en todo caso ontológicamente irreparable: la inexistencia. Y cuando gente valiente, decidida a liberar su pensamiento de atávicos terrores, opta por rasgar el decorado más rancio de «nuestra cultura» (como dicen los representantes de Vox cuando se refieren al terrorismo espiritual practicado por la Iglesia católica, como decía Settembrini en La montaña mágica de Thomas Mann), el viejo y trasnochado monstruo se va al garete y los seres humanos recuperan la jurisdicción sobre el único derecho de propiedad original, objetivo, indiscutible: el que se ejerce sobre el propio cuerpo. Sobre la propia vida.

Así pues, bienvenida sea la ley de Eutanasia.

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