Asóciate
Participa

¿Quieres participar?

Estas son algunas maneras para colaborar con el movimiento laicista:

  1. Difundiendo nuestras campañas.
  2. Asociándote a Europa Laica.
  3. Compartiendo contenido relevante.
  4. Formando parte de la red de observadores.
  5. Colaborando económicamente.

Apuntes históricos sobre el laicismo en España

La pugna clericalismo/anticlericalismo ha provocado que podamos constatar sus profundos problemas pasionales y beligerantes hoy

Cualquier repaso al debate sobre el laicismo o la pugna clericalismo/anticlericalismo en España durante el siglo XX (y no sólo en el mismo) hace que constatemos su “apasionamiento” y su profunda beligerancia. Sólo a partir de la Constitución de 1978 se atisba una moderación en los términos de la cuestión, sin duda debida al aprendizaje de nuestra historia, que ya se venía apuntando en las actitudes políticas de la oposición al franquismo desde los años 50 y 60. En su inicio, no puede eludirse el dato fundamental de la crisis profunda en todos los sentidos en que se hallaba sumido nuestro país tras el llamado “desastre de 1898” y sus consecuencias; la pugna entre el mantenimiento del status quo y el consiguiente sistema de turnosentre los partidos Conservador y Liberal, con los innumerables y no siempre bien coordinados intentos de regeneración y reforma política y social. Ello traerá consigo, como he manifestado, una fuerte radicalidad del debate político en general y de la cuestión religiosa en particular.

La misma se irá acrecentando hasta la proclamación de la Segunda República y la redacción de la Constitución de 1931, alcanzando unos niveles de virulencia que imposibilitaban cualquier posibilidad de acuerdo o consenso, convirtiendo la cuestión en un verdadero bucle interminable en las que pretendo mostrar la evidencia de que el debate sobre la laicidad o no del Estado español, ofrece en pleno siglo XXI contenidos enormemente similares al debate de 100 años antes, toda una demostración de la idiosincrasia española a la hora de abordar cuestiones troncales de nuestra sociedad.

Encontramos una primera referencia periodística al respecto en el diario El Imparcial, que en su edición del 12 de octubre de 1903 ya se refiere con detalle a los disturbios anticlericalesacaecidos en el País Vasco, con motivo de las fiestas de la patrona de Bilbao. El Ayuntamiento de la ciudad, ese año, no concedió la subvención para la celebración, lo que provocó “un apasionamiento en la defensa de las posiciones clericales y anticlericales, temiéndose desordenes públicos”. Los elementos clericales plantearon celebrar una peregrinación al santuario de Begoña, en desagravio por la actitud municipal, que fue autorizada, pero simultáneamente también un mitin(en lenguaje de la época) de los socialistas en un lugar cerrado, pero cercano al itinerario de la peregrinación. Pese a las advertencias gubernativas, la cosa derivó en graves enfrentamientos durante el transcurso de la peregrinación, pues entre ambos eventos llegaron a juntarse unas 20.000 personas, con intervención de las fuerzas de seguridad, con el resultado de tres muertos, 29 heridos y entre 10 y 14 detenidos, entre ellos un cura que arengó contra los anticlericales.

La virulencia de este episodio, que no podemos considerar aislado, se ve aumentada por la violencia contenida en la proclama que Alejandro Lerroux, entonces todavía miembro de Unión Republicana (sería líder del Partido Radical Republicano desde el año de su fundación, 1908) dirige a sus seguidores en Barcelona el 1 de septiembre de 1906.  El contenido de la misma se expresa por si sólo: “Luchad, hermosa legión de rebeldes, por los nobles destinos de una gran patria que se hunde… Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país, destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie, penetrad en los Registros de la propiedad y haced hogueras con sus papeles… Entrad en los hogares humildes y levantad legiones de proletarios… Para crear la escuela hay que derribar la iglesia o siquiera cerrarla o al menos reducirla a condiciones de inferioridad”. Creo que poco se puede añadir para constatar el contenido político del relato del laicismo y de la pugna clericalismo-anticlericalismo que, a partir de ese momento se librará en España hasta la Guerra Civil.  La reivindicación del carácter laico del Estado formará parte fundamental del programa político de las izquierdas desde ese momento.

Otro hito fundamental en este recorrido histórico es el Decreto sobre la enseñanza de la doctrina cristiana en las Escuelas públicas aprobado por el gobierno liberal el 25 de abril de 1913. En el mismo se señala que “la evidente contradicción que existe entre los preceptos constitucionales que consagran la libertad de conciencia y los preceptos legales que incluyen en el plan de primera enseñanza el estudio obligatorio de la doctrina cristiana y nociones de historia sagrada, señaló al Gobierno el deber ineludible de dictar una regla que resolverá el conflicto”. El Decreto básicamente establece que “Quedan exceptuados de recibir enseñanza católica los hijos de padres que así lo deseen, por profesar religión distinta de ella” y constituía en palabras del presidente del gobierno, el conde de Romanones “una prueba de la política liberal del gobierno y su empeño en la escuela neutra”. Y añadía “me complacería que este Decreto lo impugnaran poco las izquierdas y mucho las derechas, porque ello demostrará que hemos acertado colocándonos en el justo medio”.

Lógicamente, y como reacción al Decreto, la Junta Central de Acción Católica circuló un Manifiesto, publicado en el periódico ABC el 26 de abril de 1913,  en el que se manifestaba “aún estando firmemente persuadidos de que a los católicos españoles les sobra empuje para hacer imposible la vida del actual Gobierno, aún creyendo que el Real decreto publicado no podrá incorporarse legítimamente al cuerpo del Derecho positivo, por ser contrario a las leyes, no podemos menos de tener en cuenta que la disposición decretada, al limitar la dispensa de la enseñanza catequística a quienes profesan religión distinta de la católica, dejándola, por tanto, obligatoria para todos los demás, dista mucho de la que al principio se intentó, gracias sin duda a la prudentísima y sabia actitud de la Santa Sede”. Sigue el Manifiesto de Acción Católica, “formulada nuestra protesta, tan expresiva como nuestras convicciones y sentimientos reclaman, y puesta de manifiesto la ilegalidad cometida, así como la urgencia de que un gobierno más justiciero proceda a su derogación…”.

El tono expresamente belicoso e intransigente, de los testimonios aquí traídos, se ve ligeramente atenuado durante los años de la Primera Guerra Mundial, aunque en los sectores llamados “germanófilos” es latente una animadversión hacia la Francia laica y republicana, apoyada intelectualmente por todas las llamadas izquierdas. Pese a todo, el 24 de marzo de 1916, la oposición republicano-socialista ataca a la monarquía con un manifiesto en el que, entre otros contenidos, señala que “el régimen ha fracasado, sólo consiguió simbolizar cuantos vicios fueron lacra de la raza española… entre ellos, la intolerancia religiosa”.

La Segunda República española constituye la verdadera clave de bóveda del debate sobre el carácter laico del Estado, plasmado en la Constitución. Durante el debate de los artículos referidos a la cuestión religiosa, la enseñanza de la religión y las órdenes religiosas quedaron bien patentes las insalvables diferencias tanto de concepto como de criterio que al respecto del asunto, existían en las Cortes, así como en la ciudadanía española. Durante el mes de octubre de 1931 se produjo el debate de los artículos atenientes a la “cuestión religiosa”, y cabe destacar dos intervenciones por su trascendencia histórica. La primera a favor de la laicidad del Estado corresponde a Manuel Azaña, entonces portavoz del pequeño partido Acción Republicana y Ministro de Guerra, en el que pronuncia la frase que seguramente hizo saltar las alarmas, y cuya rotundidad no se corresponde con el rigor y la mesura de los argumentos que la siguieron, “España ha dejado de ser católica”. La reflexión de Azaña, posibilista y pragmática, parte de una visión no legal, sino política, la República resuelve un problema político, que es organizar el Estado para que se adecue a esa nueva fase, o sea, transformar el Estado español mediante la implantación del laicismo del Estado. Señala Azaña que “no puedo admitir que ésto sea un problema religioso, pues éste no puede exceder los límites de la conciencia personal”. La verdadera defensa de la República es quitar a las órdenes religiosas el servicio de la enseñanza, pues “esa acción continua de las órdenes sobre las conciencias juveniles es el secreto de la situación política de España”.

La principal réplica al carácter laico del Estado correspondió al conservador y católico José María Gil Robles, encuadrado en el llamado Bloque Agrario, que en síntesis manifestó que “la enseñanza si puede ser católica, de hecho frente a la Constitución se sitúa la España católica”. Niega la separación entre Iglesia y Estado y, lo más llamativo, además de reclamar la necesidad de reconocimiento de la religión católica, declara abierto el nuevo periodo constituyente para derogar la Constitución de “persecución” de 1931. Toda una declaración expresa de intenciones. Algunas manifestaciones públicas de las actuales derechas españolas no se diferencian, en gran medida, de éstas.

La votación definitiva de las cuestiones relativas a la disolución de las órdenes religiosas, la libertad de conciencia y el carácter aconfesional del Estado (artículos 26 y 27 del texto constitucional), arrojó un resultado de 178 votos a favor y 59 en contra.

Como correlatos finales al debate de la Constitución de la República, señalar que el 1 de enero de 1932, una Pastoral del episcopado muestra su disgusto por la misma, señalando su oposición a la exclusión de la Iglesia de la vida pública. “El concurso leal de los católicos a la vida civil y pública y el acatamiento al poder constituido no merecen esto”. Además, la pastoral se reafirma en la validez exclusiva del matrimonio católico y en su posición contraria a la enseñanza laica. Al día siguiente, desde las páginas del periódico El Socialista se ataca dicha pastoral, “por el uso de conceptos equívocos y por la labor enemiga, sucia y torpe de la Iglesia para con la República”, además de reivindicar que se desligue la religión de la política. El 24 de enero de ese 1932 se disuelve la Compañía de Jesús, en cumplimiento del artículo 26 de la nueva Constitución. Lo que vino después es sobradamente conocido, y no vamos a incidir en ello, desde el punto de vista del enfrentamiento civil, la dictadura y la profunda unión entre política y religión durante la misma. Cuando la situación de España en el concierto internacional se aclara y se toma conciencia de que el régimen triunfante de la Guerra Civil goza del reconocimiento y la aceptación general, las fuerzas de oposición al franquismo se organizan y empiezan a plantear escenarios políticos de futuro, unos de transición y otros de ruptura; unos desde el exilio, otros desde el interior. También es sobradamente conocido cómo se extingue el régimen y cómo se produce la transición hacia un régimen democrático y constitucional.

No obstante, cabe hacer referencia, por su significación, a un hecho definidor. En el marco de las relaciones entre las diferentes fuerzas políticas de la oposición, y en el contexto en el que el PSOE del exterior liderado por Rodolfo Llopis (con sede en Toulouse) procede a recabar una serie de informes sobre la situación política en el “interior”, en octubre de 1963, un representante de Gil Robles (el mismo Gil Robles de 1931) hace llegar un informe sobre la Democracia social-cristiana y sus bases programáticas en el que se manifiesta que “no pretenden socavar los cimientos de la autoridad ni levantar banderas de rebeldía, sino que, previniendo el futuro y para cuando acabe el régimen (inevitable como hecho, aunque incierto en cuanto al momento), no nos veamos los católicos españoles en el trance angustioso de tener que improvisarlo todo”. Es decir, a finales de 1963 existía la conciencia (falsa) de que el Régimen no se perpetuaría a sí mismo, y que además, no le quedaba mucho tiempo. Por eso, en diciembre de 1963, Rodolfo Llopis encarga un Informe (presumiblemente a Dionisio Ridruejo) sobre diversas hipótesis para concebir una relación estable Iglesia-Estado en el futuro régimen democrático que habría de llegar.

Dicho informe constituye un documento excepcional en el que se recogen todos los problemas a los que luego habría de enfrentarse, a partir de 1977, nuestra incipiente democracia. En él se afirma que “en España la única solución feliz es la aconfesionalidad con base en la separación Iglesia-Estado, pero también con base en una mutua coexistencia pacífica, lo que requiere formación cívica y política en el pueblo y en los dirigentes, para que sea una realidad que puedan vivir pacíficamente y sin privilegios”. El informe advierte de que los 3 principales asuntos de controversia serían la enseñanza, el matrimonio y los bienes eclesiásticos, y sobre el primero plantea ya, como posibilidad, la existencia de centros concertados y que el carácter confesional o aconfesional de la enseñanza también debería estar condicionada por la voluntad de los padres, de modo que la libertad religiosa fuese siempre respetada. Es una muestra evidente de que desde el interior de España se intenta trasladar hacia el “exilio” que el Régimen y sobre todo sus bases sociológicas, no está tan débil como se cree, y, quizá sobre todo, que la oposición política y su programa de futuro no está tan fuerte y unida como sería de desear.

Quizá por ello, la posición laicista empieza a flexibilizarse y hacerse cada vez más pragmática y “comprensiva” con las posiciones confesionales, hasta llegar a la Constitución de 1978, que como sus predecesoras de 1876 y 1931, en términos generales parten de la aconfesionalidad declarada del Estado, pero compatible con una posición preeminente de la religión católica. Así lo señala el actual artículo 16 de la Constitución, al garantizar la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley y señalar que ninguna confesión tendrá carácter estatal.

Una regulación que muchas veces se ve superada por la realidad diaria, por la fuerza de los hechos y por una evidencia que es la movilización permanente de los sectores religiosos, frente a una actitud mucho más laxa de los sectores laicos, sin duda inducida por una actitud de dejación de los poderes públicos a la hora de aplicar el precepto constitucional en toda su intensidad política, social y ciudadana. El debate sobre el carácter laico del Estado continúa envuelto en un bucle interminable, a veces incluso con la virulencia de antaño. Y son ya demasiados asuntos cruciales envueltos en ese bucle desde hace (como hemos podido ver) demasiado tiempo. Va siendo hora de dejar atrás un temeroso y acomodaticio “dejarlo correr” y mostrar osadía cívica y contundencia y convicción política para conformar el funcionamiento del Estado a un carácter verdaderamente laico, sin ningún complejo. Lo contrario resulta más que impropio de una sociedad que se pretende abierta y democrática en el siglo XXI.

————————————–

José María Rueda Gómez es Miembro del Comité Federal del PSOE.

Total
0
Shares
Artículos relacionados
Total
0
Share