Desde Buenos Aires, Adolfo Vázquez Gómez escribió un artículo sobre la relación entre la cuestión social y la religión, que se publicó en el número de la revista española Vida Socialista del 22 de septiembre de 1912.
Vázquez Gómez fue un gallego del Ferrol, escritor y periodista que terminó radicándose en Montevideo, y que, entre sus muchas actividades se destacó por ser un defensor de la escuela racionalista y del librepensamiento. En este sentido, estuvo en el Congreso de Librepensamiento de Portugal en 1913, y en Buenos Aires fue catedrático de Historia de la Liga de Educación Racionalista en 1924.
El artículo partía del punto en el que el Programa de Erfurt de octubre de 1891 de la Socialdemocracia alemana trataba sobre la cuestión religiosa, y en el que se declaró la religión como un asunto privado que, como bien sabemos, generaría debates en el seno de la izquierda porque si, por un lado, suponía el respeto a las creencias personales, por otro lado, hubo sectores que lo interpretaron como una estrategia que permitía que las Iglesias y la religión siguieran ejerciendo poder e influencia. En este sentido, para Lenin suponía una distorsión del marxismo, basculando entre el ateísmo “consecuente” y las “condescendencias” con la religión.
Vázquez Gómez aludía a Émile Vandervelde que interpretaba este aspecto del Programa como una llamada a que los trabajadores luchasen unidos por sus intereses comunes, sin pedirles cuentas de sus creencias religiosas, pero entendiendo también que había que conseguir la separación entre las Iglesias y el Estado y la secularización de los servicios públicos como única solución aceptable para todos porque representaría la libertad de conciencia y la independencia del poder civil. Vandervelde rechazaría el equívoco de considerar que el Programa de Erfurt implicaba la limitación del socialismo a las cuestiones políticas y económicas porque no se estaba obviando la influencia religiosa en las costumbres y en la moral, y que las Iglesias procuraban imponer, chocando con los intereses de los pobres. Además, en realidad, los ricos ya no creían en la revelación, y el día que los trabajadores fueran conscientes de esto y de que los poderosos mantenían toda esa creencia para fomentar la incredulidad, vería el final del catolicismo.
El socialismo tenía que presentar una visión global alternativa a la que imponía la religión, por lo que el socialista belga abogaba por una unión entre los pensadores y los obreros.
Por su parte, nuestro autor afirmaba que solía ser atacado por el ardor que planteaba cuando defendía la emancipación de las conciencias, pero se defendía argumentando que el no propugnaba la intolerancia contra ninguna creencia, pero no se podía uno cruzar de brazos ante la Iglesia romana y ante la organización que estaba imponiendo al crear comités políticos y e intentando reunir a los obreros en círculos católicos. La religión sería un asunto privado pero los proletarios no podían formar parte de los centros donde el clericalismo reñía su última batalla contra el avance de las ideas de progreso. El trabajador no superaría la dependencia económica sin eximirse de la que imponían las Iglesias, que siempre se habrían puesto al frente de los poderosos, es decir, estaría abogando por luchar contra esa influencia y contra ese poder que subyugaba a los trabajadores. Aludía, por fin, al principal socialista argentino, Juan B. Justo que, en su obra Teoría y práctica de la Historia hablaba de cómo las generaciones nacidas y criadas en el ambiente artificial creado por las instituciones que se interponían entre el individuo y sus más elementales necesidades, terminaban por aceptar como legal o normal la tradición impuesta.