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A vueltas con la laicidad

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Comentarios del Observatorio

Las definiciones de “laicidad” y “laicismo” que se dan en este artículo no son precisas. Recomendamos visitar nuestra página especial dedicada a esto:

Cada vez es más necesario un laicismo que promueva una democracia cognitiva

El Ayuntamiento de Gijón tiene pensado aprobar un reglamento de laicidad que genera controversias. No sé si alguna vez caeremos en la cuenta de que el tiempo desbarata muchas creencias que estaban enfrentadas en el pasado y que el buen gobierno se alcanza mejor con el libre intercambio de ideas y debatiendolas. Algunos políticos, en cambio, contaminan con sus ideas y creencias el ambiente, generando conflictos donde no los hay.

La relación entre política y religión es espinosa y cualquiera que sea el ordenamiento jurídico de un estado siempre surge el problema de la ‘laicidad’ y el ‘laicismo’, cuyos significados son diferentes. La laicidad es una forma de separación entre el Estado y las iglesias; el laicismo, en cambio, es una ideología que concibe esta separación en términos anticlericales y hace hincapié en el peligro que puede comportar la presencia de la religión y su simbología en actos y lugares institucionales. No hay que confundir la libertad de religión con la libertad frente a la religión. En teoría nuestro Estado es laico y la Constitución Española declara que «ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal». Así, desarrollar un Reglamento de Laicidad por parte del Ayuntamiento significa adaptar esa norma constitucional. Esto significa que no habrá presencia de la Corporación en actos religiosos, lo que conlleva la desaparición de la religión del espacio institucional. De ahí no se puede inferir, como han hecho algunos políticos y jerarcas religiosos, que la laicidad está contra la religión católica, sino que el reglamento solo está en contra de que una determinada religión se convierta en obstáculo para el ejercicio de la libertad y sea una coacción contra el pluralismo y la diversidad de creencias que caracterizan a una sociedad democrática. La religión pertenece al ámbito de lo privado y nunca debe usurpar las funciones del Estado, que se debe mantener laico, para no estar subordinado a ninguna institución religiosa, ni de otra índole. Es aquí, en la ‘otra índole’, donde existe un terreno pantanoso.

La laicidad permite ser neutral sobre las distintas creencias, pero no debería afectar solo a las religiosas, sino que debería ampliarse y movilizarse contra los nuevos ídolos. Si bien el laicismo es la defensa de un espacio público de pluralismo y tolerancia, también debe ir más allá de simplificaciones. Se piensa que a partir de que se haga vigente el reglamento no se van a bendecir las aguas el día de San Pedro, o que no habrá procesiones en Semana Santa, o que no se celebrará la Cabalgata de Reyes. El laicismo debería ser un cuestionamiento ininterrumpido, para que despertemos de otros sueños dogmáticos, mediante un ejercicio de problematizar todo lo que nos rodea: los espacios de la ciudad que deseamos, los relatos interesados del poder, las evidencias acríticas de la tecnociencia, la atomización de los individuos, las degradaciones ecológicas y morales, las formas de manipulación digital y el imperio arrogante de los expertos, que son incapaces de ir más allá de sus competencias especializadas. El laicismo debe ser un revulsivo contra estos nuevos oscurantismos y los ídolos que se entrometen en la actividad política. Ya los apuntó el pensador renacentista Francis Bacon (1561-1626): «Idola tribus, idola specus, idola fori, idola teatri». En ese sentido, cada vez es más necesario un nuevo tipo de laicismo que promueva, como decía Edgar Morin, una democracia cognitiva. Que aparte de interrogar las creencias mencionadas anteriormente, debe también promover el conocimiento de que España y Europa «nacieron sobre tres colinas: la de la Acrópolis griega, la del Capitolio romano y la del Gólgota». Nuestras representaciones mentales están basadas en la filosofía griega, el derecho romano y la ética de raíces judeocristianas. Y esto no se puede olvidar.

Un reglamento de laicidad tiene que promover la tolerancia y la justicia. Que son virtudes de los individuos en sus relaciones, y son virtudes de las instituciones que enmarcan las relaciones entre individuos. Cualquier normativa que pretenda una forma justa de convivencia de las distintas creencias deberá limitar el acuerdo sobre ellas a una acotada concepción del espacio público. Como proponía el filósofo estadounidense John Rawls, «no pongas como condición de la convivencia pública una creencia que solo tú y los tuyos comparten, por muy verdadera que te parezca, y, atiende, en todo caso, a formularla de manera no absoluta y que sea comprensible para quienes no la comparten». Hay que concebir el espacio público de la convivencia entre credos distintos, de tal forma que no contenga como condición previa la verdad de ninguna creencia, entendiéndolo como resultado del acuerdo de todos y de cada uno respecto a aquello que lo constituye precisamente como público. Lo contrario, sería, por ejemplo, que un miembro de la Corporación asistiera como representante político a una manifestación del orgullo gay y proclamara que eso es tolerancia, y no considerara tolerancia asistir a un acto religioso. El laicismo y la laicidad hay que defenderlos (extrapolándolos también a esos otros discursos que se cuelan en política), para que emerjan como crítica de todas las nuevas idolatrías que ocupan el espacio público, no solo las religiosas, y así, poder movilizar las conciencias de sujetos manipulados por unas u otras ficciones y creencias.

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