Sin duda, la iniciativa parlamentaria era más bien modesta, pero estaba cargada de un significado enorme, ya que con la eliminación de determinados símbolos religiosos podría haberse dado una señal inequívoca del cambio a seguir en un futuro no muy lejano. Desconozco si al Ejecutivo de Rodríguez Zapatero le falta o no valor para enfrentarse a determinadas reformas, pero sí considero que algunas son más que necesarias, sobre todo por su anacronismo. Comprendo que los políticos socialistas no quieran ahora irritar aún más a ciertos obispos, pero entiendo que, si en sus demandas no se les para de una vez por todas, bien podrían llevarnos hacia una dirección no deseable. Con respecto a la presencia de dichos símbolos religiosos o no en las ceremonias oficiales, a mí personalmente para nada me molestan, no solo por mis creencias de origen, sino también por amar siempre las buenas piezas de arte, pero perfectamente entiendo que en la España actual debieran suprimirse en este tipo de actos, entre otras razones porque el compromiso o la promesa que se hace en ellos se efectúa en virtud de la Carta Magna y siempre en la esfera de lo más común y en modo alguno se realiza por la fe personal de las personas que participan. Sinceramente, creo que en las actuales circunstancias políticas no es bueno para nadie mantenerlos, ni tan siquiera para la propia Iglesia de Roma.
Pudiéramos entender, y para algunos no del todo, que en el tiempo en que se redactó nuestra Constitución se dieran unas determinadas circunstancias políticas que sí hicieran precisa una mención expresa en el texto a la Iglesia Católica, pero desde luego no en el momento actual. El Gobierno de Rodríguez Zapatero debiera tenerlo en cuenta y que mantener la actual redacción en la ley de leyes bien podría entenderse por algunos como un atentado más a la verdadera libertad religiosa y de conciencia, que paradójicamente se propugna también en nuestra propia Constitución. El propio acuerdo del Estado con la Santa Sede confiere unas ventajas legales a numerosas instituciones religiosas y ciudadanas españolas que se declaran afines o bien dependientes de un estado extranjero. Por ello, sería bueno para todos la denuncia de los citados acuerdos, digamos por lo menos que poco acordes con el espíritu de la misma Carta Magna, y que se aplique de una vez por todas una ley común de entidades religiosas que regule bien ante la sociedad los derechos y deberes de cada una de las confesiones. Porque resulta evidente que la Iglesia Católica goza de un trato preferente, no solo en lo político,sino también en lo económico, y muy distinto desde luego al que reciben otras creencias ya arraigadas en nuestro país.
Podría entender que la religión haya vuelto para quedarse, pero me resulta evidente, como bien afirmara García Santesmases , que no son iguales la totalidad de sus formas, al igual que no son equivalentes tampoco todas las maneras de hacer política. Cada uno habrá de encontrar su combinación, sabiendo articular proyectos donde se pudieran mantener la especificidad de ambas instancias. Aquí, según el referido profesor amigo, es donde precisamente aparecen las sorpresas, cuando en la vida diaria el socialista de izquierdas descubre estar más cerca en algunos puntos del teólogo de la liberación que del socialdemócrata de centro, o el creyente de base se siente correspondido por el escritor incrédulo antes que por el dignatario de su Iglesia.
Esas mezclas sorprendentes se van a dar porque no es solo que en el mundo de la teoría la cuestión de la religión sea ineliminable e incomprensible, sino que en el mundo de la experiencia los asombros aparecen todos los días. Y, para mí, desde luego, esta vez la extrañeza lo ha sido por la posición adoptada por el PSOE en el Congreso de los Diputados.
* Catedrático