La defensa común de los valores fundamentales necesita de una racionalidad crítica
A propósito del debate sobre laicidad, han aparecido en estas páginas varias alusiones a las relaciones entre razón y fe, defendiendo esta última desde la salvaguardia de la libertad. Dos me parecen destacables: “La religión como tabaco del pueblo” de Joaquín Trigueros ( La Nación , Foro 27/09/09) y “¿Libre pensamiento?” de Víctor Mora ( La Nación , Foro, 15/10/09).
Creo importante dar una respuesta a este planteamiento por dos razones: la primera, para profundizar de una vez en el tema de la presencia de la religión en los espacios públicos, y la segunda, porque ambas opiniones enfatizan la desconfianza de la razón (laica).
Religión y espacio público. En su nota, Trigueros utiliza profusamente al filósofo alemán Jürgen Habermas, quien utiliza la metáfora de Max Weber de “tener mal oído para la tonada religiosa”, pero cuya opinión sobre el papel de la religión ha variado apreciablemente.
En efecto, el Habermas de los años sesenta era partidario de sacar la religión de todos los espacios públicos, algo que exigiría a las personas religiosas realizar un esfuerzo de “traducción al lenguaje secular” cuando participaran en dichos espacios.
Actualmente, Habermas establece una distinción importante: el lenguaje secular es solo obligado dentro del ámbito estatal, pero no necesariamente en los espacios públicos. Importa destacar que en el diálogo Habermas-Ratzinger, ambos coincidieron en esta distinción: el Estado debe ser completamente laico, pero el discurso religioso puede y debe permanecer en la plaza pública. Lamento que esta distinción no quedara clara en la nota de Trigueros. Pero lo que me parece más preocupante es que ambos, Trigueros y Mora, parten de la desconfianza de la razón laica (Trigueros) y científica fenomenológica (Mora), como fundamento de los criterios para el desarrollo de las sociedades.
Ante todo, es necesario aclarar que recordarnos esto a los defensores de la razón laica, nos parece como una insistencia en redescubrir el agua tibia. Hace más de un siglo que la filosofía –y en particular, la de orientación humanista– ha subrayado que hacer de la ciencia y la tecnología una nueva racionalidad normativa es un error descomunal (como lo probaron históricamente la Primera Guerra Mundial y el nazismo, por poner solo un par de ejemplos ilustrativos).
Ahora bien, coincidir en la necesidad de evitar ese error, no reduce en absoluto la creciente convicción de que para ello no es necesario apoyarse en la fe religiosa. En el fondo, estamos en presencia de la errada tesis de que la mejor fuente de moralidad no es otra que la que procede de la trascendencia religiosa. Ello se pone claramente de manifiesto cuando Mora afirma que, además de la ciencia, los puntales del pensamiento humano son: “la búsqueda razonada de un sentido filosófico, y la crítica social y personal nacida de un sentido trascendente y religioso”. Pero cabe preguntar: ¿Por qué la razón filosófica no puede contener la crítica social y personal? ¿Y por qué estas solo pueden nacer de un sentido trascendente y religioso? Evidentemente, el planteamiento religioso hace tiempo que tiene enormes dificultades para dar una respuesta convincente a estas preguntas.
Defensa de la libertad. Sin embargo, el avance de la razón laica necesita una condición indispensable: la defensa de la libertad, en particular de pensamiento y de conciencia. Ello significa que las personas tienen el derecho a creer en la trascendencia religiosa o a no creer en ella. Y coincido con Trigueros en que eso no es una cuestión de mera tolerancia, sino “directo ejercicio de un derecho fundamental”.
Llegados a este punto, cabría preguntarse por qué me parece tan preocupante hoy esa desconfianza de la razón. La causa en bien sencilla: si hace un siglo el mayor peligro para la razón era su versión cientificista y soberbia, ahora no es menor el riego de entrar en una fase de irracionalismo existencial y político, sobre todo ante el horizonte de amenazas materiales y simbólicas que enfrentamos.
Estoy convencido de que la defensa común de los valores fundamentales necesita de una racionalidad autocrítica e intersubjetiva que, sin embargo, parta de ese cuadro básico de valores acumulados. Una racionalidad que, en suma, siga siendo la base más segura de nuestra libertad.