Los ultraortodoxos «jaredíes» son minoría, pero crecen y ganan terreno político Su fanatismo y su imparable crecimiento demográfico les permite poner en jaque la modernización de Israel
Se llaman a sí mismos yidn, que en el arcaico yídish, la mezcla de hebreo y alemán preservada en Europa durante siglos, significa simplemente judíos. Es una elección significativa, pues denota que se consideran los verdaderos seguidores de su fe, salvaguardas últimos de la ortodoxia. Son más de 700.000, casi un 10% de la población de Israel, y crecen a un ritmo con el que el resto de la nación no puede competir. El futuro del país bien puede estar en sus manos. Pero con gran poder sobreviene gran responsabilidad, y hoy se enfrentan a una angustiosa duda existencial. ¿Pueden seguir aislados, sus varones renunciando a cosas tan mundanas como prestar el servicio militar o ingresar en el mercado laboral, en aras de estudiar los textos religiosos? Esa ha sido su principal labor en Tierra Santa en las pasadas décadas. Memorizan la Biblia y las leyes que se derivan de ella. Y cumplen escrupulosamente esas exigencias, pues no en vano en hebreo se les llama jaredíes, o los que tiemblan ante la palabra de Dios.
Dedicar la vida a estudiar textos religiosos es un motivo de orgullo como pocos entre los varones ultraortodoxos de Israel. “Mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo lo hicieron. Imitarlos me llena de felicidad”, dice Asher Hakarni, de 30 años. Junto a él, en el salón de un austero apartamento, asiente su mujer, Hava, de 29 años, con el cabello completamente cubierto por un pañuelo. Ella trabaja como educadora para mantener a la familia. Son ambos y cinco críos de ente seis meses y seis años. La escuela religiosa a la que él acude es todo un empleo en sí misma. Son cinco días y medio de memorización y análisis de los textos bíblicos. “Aun viviendo cinco vidas seguidas, uno no sería capaz de estudiarlos todos”, dice Hakarni.
Hay dos tipos de escuela religiosa para los varones ultraortodoxos. Las yeshivas, para jóvenes, y los collels, a los que acuden los casados. En ellas se estudia principalmente la tora, los libros del Pentateuco que contienen los mandamientos, que en el judaísmo son 613 y que lo abarcan todo, desde la obligación de rezar tres veces al día hasta la prohibición de mezclar los productos lácteos con los cárnicos. A esas escuelas, en Israel, acuden unos 120.000 estudiantes, según el Ministerio de Educación.
El hogar de los Hakarni es, en su sencillez, la quintaesencia de las viviendas ultraortodoxas, sin decoraciones en las paredes más allá de los dibujos que los niños traen de la escuela. No hay televisión o radio porque son un estorbo. Su lugar lo ocupa lo realmente importante: una vitrina con textos religiosos, cuya encuadernación es lo más lujoso que poseen. Tampoco hay ordenador o conexión a Internet. El salón, amplio y espacioso, lo preside una gran mesa, que se emplea para las comidas en el día sagrado del sabbat. Junto a ella hay una butaca, donde Asher estudia los textos religiosos cuando está en casa. Este edificio, en el barrio de Givat Shaul, lo habitan en su práctica totalidad familias jaredíes. Y las normas que imperan en la calle son las suyas.
Hay en el vecindario varias sinagogas y un sinfín de academias religiosas. El descanso del sabbat se respeta con celo. La Biblia establece muchas prohibiciones para ese día sagrado. Trabajar, cocinar y viajar se cuentan entre ellas. El Éxodo, además, establece: “No encenderéis fuego en ninguna de vuestras moradas el día de reposo”. Los sabios del judaísmo han entendido tradicionalmente que esto afecta también a la activación de interruptores y circuitos eléctricos. No se usan, pues, teléfonos. En estos edificios, entre la puesta de sol del viernes y la del sábado, los ascensores paran en cada planta para que sus residentes no pulsen botones. Los comercios cierran. Y las calles están cortadas. Conducir ofende a Dios.
De Givat Shaul llegan frecuentemente noticias del celo ultraortodoxo en la vida pública. En agosto, un varón fue agredido en un autobús público porque le exigió a una mujer, que había osado sentarse en las primeras filas, que buscara asiento al fondo como todas las demás. Hubo un forcejeo, que acabó con un puñetazo que le propinó al pío ultraortodoxo otro pasajero que se fugó. En muchas líneas de autobuses urbanos en Jerusalén, los usuarios, en su inmensa mayoría ultrarreligiosos, asumen esa segregación autoimpuesta para evitar contacto inapropiado entre sexos opuestos.
A lo largo de las décadas, los jaredíes han ido expandiéndose por Jerusalén, hasta imponer el cierre de la parte occidental de la ciudad en su día sagrado. Es un logro formidable, pues son no más del 30% de la población metropolitana. Lo han logrado con las llamadas guerras del sabbat, grandes protestas organizadas desde los años cincuenta, a veces violentas, para imponer sus exigencias religiosas sobre los servicios públicos. Hordas de ultraortodoxos se han manifestado frente a restaurantes que no respetan las exigencias bíblicas sobre comida y no cierran el día sagrado. Han lanzado piedras a conductores que osan acercarse a sus barrios. Y han hecho impensable que haya nada que les estorbe, como una tienda abierta, en zonas que se han convertido en fortalezas religiosas inexpugnables en sabbat.
“Quienes se oponen a esto no quieren practicar el verdadero judaísmo. Mantienen que es coerción religiosa, dicen que no necesitan el judaísmo”, cuenta con cierto aire de indignación el rabino Simón Horowitz, en la yeshiva en la que enseña frente al Muro de las Lamentaciones. “Dicen que les molesta que no haya transporte público en sabbat, pero es algo que se ha logrado en Jerusalén, no en todas las ciudades. Debemos tener claro que este se define como un Estado judío”. Los jaredíes no están solos en su labor de forzar la observación religiosa en Jerusalén. Cuentan con el apoyo de otros grupos judíos que se definen como tradicionalistas, sin por ello adherirse a costumbres ultraortodoxas como sus muy estrictos cánones de vestimenta.
Los varones prefieren traje de color oscuro sobre camisa blanca. En la coronilla portan el casquete redondo denominado kipá, en admisión de que sobre sus cabezas hay un ser más poderoso. En aras de la modestia, las mujeres cubren su piel sin mostrar brazos o piernas, ni siquiera en verano. La prenda de rigor es la falda larga, nada de pantalones. Y al casarse cubren completamente su cabello, para marcar distancia con aquellos varones que no son sus maridos. Dependiendo del grupo, sefardí, aquel cuyas raíces están en España, o asquenazí, oriundo de Europa central y oriental, las mujeres optan por un gorro de lana, pañuelo o una peluca. Hay quienes llevan varios.
En esas apariencias, Yakov y Rivka Yeruslavsky son un matrimonio ultraortodoxo arquetípico. Asquenazíes ambos, viven en el barrio jaredí de Sanhedría. Él, de 47 años, acompaña su levita negra de los peyot, larguísimas patillas rizadas que muchos hombres se dejan crecer porque en el libro de Levítico se dice: “no cortaréis en redondo las extremidades de vuestras cabezas”. Su hijo menor, Yehuda, de ocho años, le imita en ello, mostrando con orgullo sus dos tirabuzones. Rivka, a los 45, luce una cuidada peluca. La pareja respeta escrupulosamente el sabbat y para celebrarlo organiza grandes cenas familiares. A ellas suele acudir toda su familia, incluidas sus hijas, de 22, 23 y 25 años. Las tres se casaron en edad temprana, sin largos noviazgos, prometiéndose a jóvenes buscados por sus padres y a los que conocieron en no más de dos citas. Es una costumbre ancestral que los padres respetaron hace décadas.
Durante sus primeros años de matrimonio, Rivka hizo lo que hace una gran mayoría de mujeres ultraortodoxas: trabajó para que su marido pudiera aprender en el collel. Y buscó empleo en lo que es normal en esta comunidad: la educación. Por esa imperiosa necesidad de estudiar la religión, en Israel solo trabajan un 47% de los hombres ultraortodoxos, cuando la media nacional es del 80%. En consecuencia, aproximadamente un 60% de las mujeres tienen empleo, más de la mitad como maestras. El hecho de que el padre no estudie implica que los ingresos familiares no son muy elevados en esta comunidad, 6.000 shékels (unos 1.100 euros) mensuales de media. Poco para familias que tienen una media de siete hijos. Su índice de pobreza es del 56%.
Posteriormente, Yakov dejó de trabajar y junto a Rivka abrió una escuela privada de educación vocacional para jóvenes de su comunidad. Recientemente crearon Strauss Campus, una facultad en la que estudian un millar de jóvenes jaredíes, separados por sexos, con las garantías de que el entorno escolar respeta al máximo las más estrictas exigencias ultraortodoxas. Muchos de los varones que llegan a sus aulas, acostumbrados solo a memorizar la tora, no saben efectuar operaciones matemáticas más allá de una suma o resta. En Strauss los preparan para enfrentarse al mundo laboral. “La población jaredí ha crecido notablemente en años recientes y ese modo de vida en que casi todos los hombres no trabajan no se puede mantener”, admite Yakov.
En realidad, esa pasión por estudiar la tora es algo relativamente nuevo y propio de Israel. En otros países con comunidades ultraortodoxas, como Estados Unidos, los varones trabajan. Pero en la infancia del Estado de Israel, su padre fundador, David Ben Gurion, aceptó llegar a una serie de compromisos con la entonces pequeña comunidad ultraortodoxa, muchos de cuyos líderes se oponían por celo religioso a los avances del sionismo, el movimiento que reclama el derecho de Israel a existir como Estado judío en lo que considera su patria en la Palestina histórica. Veían en los recién llegados a Tierra Santa muy poco temor a Dios. En el Talmud, un compendio de interpretaciones de las leyes y costumbres judías, se dice claramente que los fieles “no ascenderán a la tierra de Israel en grupo y usando la fuerza”. Ben Gurion aceptó concederles a los ultraortodoxos que estudiaran la tora cuantiosos subsidios y una exención de prestar el servicio militar obligatorio que aún perdura. No a todos les ha satisfecho.
“Según la Biblia, debemos ser exiliados hasta el momento en que Dios quiera que dejemos de serlo. No tenemos el derecho a gobernar”, dice el rabino Meir Hirsh, líder de un grupo antiisraelí ultraortodoxo llamado Neturei Karta, radicado en el barrio de Mea Shearim, donde han vivido los jaredíes desde tiempos inmemoriales. Todo en Hirsh es antisionista. Rechaza hablar hebreo moderno, el idioma revitalizado por los fundadores de la patria, en favor del arcano yídish. Sobre su puerta, un pequeño cartel reza: “Aquí vive un judío, no un sionista”. Hirsh departía a menudo con Yasir Arafat antes de su muerte y consulta frecuentemente con la Autoridad Palestina. Su ideal sería devolverles a los árabes el control de toda la tierra entre el río Jordán y el Mediterráneo.
Lógicamente, las imágenes de ultraortodoxos quemando banderas con la estrella de David durante las celebraciones patrióticas provocan un gran resquemor entre los israelíes seculares. La de Hirsh es, sin embargo, una actitud extrema. De hecho, los ultraortodoxos han sido verdaderos hacedores de reyes poniendo y quitando Gobiernos a su antojo.
En las primeras elecciones, en 1949, un grupo ultraortodoxo, el Frente Religioso Unido, logró 52.000 votos, un 12%, e ingresó en el Gobierno con un ministro. Creciendo a lo largo de las décadas en escaños e influencia, los jaredíes hicieron posible el ascenso del partido de derecha Likud al poder en numerosas ocasiones, favoreciendo a Benjamín Netanyahu en 1996 y 2009. Incluso se han diversificado. Hartos de sentirse ciudadanos de segunda clase, los ultraortodoxos sefardíes, procedentes del norte de África y Oriente Próximo, crearon en 1984 su propio partido, Shas, que en 1997 se convirtió en la tercera fuerza más votada del país. Los legisladores jaredíes, en bloque, no son ni de izquierdas ni de derechas. Su único programa es beneficiar a sus electores. Apoyan cualquier moción que en contraprestación les garantice grandes subsidios.
Eso ha llevado a muchos estudiosos a preguntarse si ese modo de vida ultraortodoxo en Israel obedece en realidad a exigencias religiosas o si hay un componente que cada vez es más étnico. “La fe ya no tiene nada que ver con este asunto”, opina Tamar El Or, antropóloga en la Universidad Hebrea de Jerusalén y reputada experta en la comunidad jaredí. “Está claro que creen en Dios, pero han crecido para ser algo semejante a un grupo étnico. Tienen sus propios códigos de comunicación, su léxico, hábitos y tradiciones. Han crecido en la dependencia del Estado y se ha llegado a una situación en que una ingente cantidad de ellos no conocen nada del mundo exterior, que ven como lugar oscuro y frío”.
Los detractores del estilo de vida ultraortodoxo son muy dados a emplear con fruición el paralelismo con los parásitos. “Miles de estudiantes de yeshiva son parásitos, chupando la sangre del país”, escribió el escritor pacifista Uri Avnery en 1988. En el Parlamento, en 1993, la exministra de Educación y legisladora Shulamit Aloni los describió como “sanguijuelas”, “bebiendo literalmente nuestra sangre”.
A ellos se unió en abril el actual viceministro de Finanzas, Mickey Levy, del partido centrista Hay Futuro (Yesh Atid). “Parásitos” les llamó. Fundada hace un año, dicha formación fue la segunda más votada en las elecciones legislativas de enero de 2013. Su ascenso desbancó a los partidos ultraortodoxos del Gobierno y los dejó solos y sin aliados. Su programa electoral da vueltas en torno a una misma promesa: que los jaredíes se integren en el mercado laboral y en el ejército.
Cada año deberían incorporarse a filas 8.000 hombres ultraortodoxos, de los que en 2012 lo hicieron solo 1.400. Hay en este momento unos 50.000 varones jaredíes que están en edad de entrar en el ejército, pero que han optado por estudiar la tora. Tradicionalmente, si no entraban a filas se les prohibía terminantemente trabajar, y solo se concedían exenciones en casos muy estrictos de familias numerosas o edad avanzada. Así se perpetuó una larga dependencia del Estado. Asher Hakarni, por ejemplo, el varón de Jerusalén que dedica su vida a estudiar, recibe unos 1.200 shékels (400 euros) de su escuela y otros 500 del Gobierno. Esas instituciones educativas, las yeshivas y collels, recibirán además este año escolar el equivalente a 130 millones de euros en ayudas gubernamentales.
El nuevo Gobierno de Netanyahu, con un tinte más centrista, ha creado un comité para planificar una nueva legislación según la cual todos los varones jaredíes deberían prestar el servicio militar salvo 1.800 que las yeshivas identificarán como virtuosos en el estudio de textos religiosos a partir de 2017.
Los planes de reclutamiento han provocado numerosas protestas de los ultraortodoxos, sobre todo en Jerusalén. En el barrio de Mea Shearim se han visto carteles en los que se prohíbe la entrada a uniformados. En pasados meses se han multiplicado las agresiones, con piedras o puñetazos, a ultraortodoxos que ingresaron en filas, a pesar de que no hay nada en las leyes religiosas que lo impida.
“Nunca dejaré a mis hijos servir en el ejército, nunca. Antes nos marcharemos de este país. La tora es sagrada. Mis hijos nunca lucirán uniforme”. Rivka Ravitz, de 37 años, ha vivido muy de cerca el debate político sobre el futuro de su comunidad. Trabaja en el Parlamento como jefa de gabinete del legislador Reuven Rivlin, que hasta este año fue presidente de la Cámara. Es una de las mujeres jaredíes que más alto han llegado en el servicio público. “Es terrible cuando nos llaman parásitos. Hasta hace unos meses eran solo los políticos quienes lo decían. Ahora va a peor”, añade.
Rivka debe compaginar las exigencias de su fe con la atareada vida de la política y el Congreso. Su día comienza a las cuatro de la madrugada, para vestir y preparar la comida a sus 11 hijos antes de enviarlos al colegio. En su trabajo no tiene reuniones a solas con varones, a los que no estrecha la mano. Cubre su cabello y sus extremidades con una vestimenta modesta, prefiriendo el pañuelo a la peluca. En una ocasión se encontró con Silvio Berlusconi, entonces primer ministro italiano, que estaba de visita. Por supuesto, él intentó estrecharle la mano. Ella le explicó que le era imposible. Él, confundido, le envió meses después una corbata roja, grabada con su propio nombre, para su marido, que la familia muestra hoy como un excéntrico recuerdo.
Pase lo que pase, Rivka siempre está de regreso a casa a las cuatro de la tarde. “Esté con quien esté, sea el presidente o el primer ministro, a las tres y media salgo por la puerta del trabajo. La prioridad es la familia”, dice. Su marido, Isaac, de 40 años, fue elegido en octubre vicealcalde de su localidad, y sigue estudiando la tora cada día al menos cuatro horas.
El estudio de estos textos religiosos no es para estas familias un asunto menor. Trabajen o no, es una misión crucial que según ellos creen garantiza la existencia misma del mundo entero. “A lo largo de la historia fue tradición que un 50% del pueblo judío se dedicara de lleno a estudiar la tora y el otro 50% trabajara”, añade Isaac. Los riesgos de que no suceda así, si se fuerza a los jaredíes a ir al ejército y a buscar empleos, son muy grandes, a su entender. Creen muchos de estos fieles que el Holocausto fue precisamente una prueba de fuego durante la cual el estudio de la tora estuvo a punto de cesar y el pueblo judío fue casi extinguido. “¿Acaso no recuerdan los israelíes el Holocausto?”, se pregunta Moshe Grylak, de 77 años, él mismo un superviviente del exterminio nazi que llegó a Jerusalén en 1945 y ahora dirige la principal revista para ultraortodoxos, Mispajá (Familia). “Nuestra comunidad es la que más ha respetado un mandamiento importante, el de reproducirse y llenar la tierra. En Israel ya somos seis millones de judíos. Lo único que pedimos es que nos dejen mantener este estilo de vida”.
El crecimiento de esta comunidad es formidable. Son tantos que incluso se han expandido a la Cisjordania ocupada. Hay varias colonias ultraortodoxas en tierra palestina, con unos 100.000 habitantes. Necesitan espacio. Han tomado ya barrios enteros de Jerusalén y localidades cercanas a Tel Aviv como Bnei Brak, donde habitan unos 170.000. Su comunidad crece un 5% al año, frente al exiguo 1,8% nacional. Una estimación de la Oficina Central de Estadísticas de Israel mantiene que a este ritmo serán un 20% en 2034 y un 40% en 2059. Teniendo en cuenta que el 20% de los habitantes de Israel son árabes, el futuro es suyo. Ahora les falta decidir qué quieren hacer con él.
Manifestación ultraortodoxa. / Ariel Jerozolimski