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Williamsburg (Foto: zac-ong/Unsplash)

La secta de Nueva York · por Carlos Paredes

Descargo de responsabilidad

Esta publicación expresa la posición de su autor o del medio del que la recolectamos, sin que suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan lo expresado en la misma. Europa Laica expresa sus posiciones a través de sus:

El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.

Entre la primera avenida y la calle cuarenta y cuatro, se levantan, junto al East River, las treinta y nueve plantas y veinte ascensores del edificio de Naciones Unidas de Nueva York, como una gigantesca ficha de dominó alzada para defender los derechos humanos. Sin embargo, su alta silueta, conocida en el mundo entero, no alcanza a proyectarse sobre la orilla contraria, un poco más al sur. Casi visible desde su cima, se halla en Brooklyn, impermeable a los derechos humanos, Williamsburg, donde la comunidad jasídica Samat, nace, se reproduce y muere, bajo la estricta norma religiosa.

Amparados bajo el oscuro manto de la privacidad, entre tirabuzones y gabardinas negras, los ultraortodoxos habitantes del barrio piden respeto para educar a sus hijos en casa, o en colegios especiales donde una y otra vez se les enseña la Torá. Los niños de Williamsburg no se mezclan con los demás. Sus autobuses escolares, usados solo por ellos, se apilan unos junto a otros cerca del East River, distinguibles del resto por las letras en hebreo pintadas negras sobre fondo amarillo a lo largo de todo su lateral. Hay muchos, por decenas; la comunidad Jasídica es algo más que abundante en niños.

En Williamsburg, las mujeres samat son educadas desde niñas en la creencia de que nada hay mejor que servir y dar muchos hijos al esposo. Los niños y las niñas no se mezclan en los colegios jasidim. A veces, ni tan siquiera van al colegio, se educan en casa, donde una y otra vez estudian la Torá. “Todo lo que necesitan para la vida está en la Torá” -se dicen unos a otros- “y si está en la Torá, no hay necesidad de ir a la escuela a aprender nada más” En esa parte de Brooklyn, la vida se desarrolla como en el más estricto manual franquista.

Williamsburg es un agujero en los derechos humanos, tan oscuro como las túnicas de sus patriarcas. Un lugar triste donde ni el sol, ni los arcoíris, alcanzan a iluminar las caras siempre grises; sonreír está socialmente mal visto. A la sonrisa la llaman falta de respeto. Mucho más grave es la falta de respeto si quien sonríe es una mujer, con la excepción de los niños.

La mayoría se casan a los dieciséis años. Al hacerlo, ellas se rapan la cabeza y portan peluca o pañuelo para salir a la calle. Ya nunca más podrán dejarse el pelo largo. Están obligadas a ir rapadas para el resto de sus vidas.

-Son sus normas y hay que respetarlas- nos dice el guía mientras pasamos con el autobús por las calles del barrio. A mí, me parece que no hay nada de respetable en lo que nos están contando.

Si el periodo de fertilidad de una mujer termina y no puede dar más hijos, su marido puede tomar otra esposa y tener dos mujeres en casa. Antes de eso, si por cualquier problema clínico, la mujer no puede dar hijos (naturalmente, en Williamsburg, siempre es la mujer la que no puede dar hijos, nunca el problema es del esposo) el marido puede solicitar el divorcio. Ella quedará sola y aislada esperando que algún hombre le ofrezca vivir con él y con su esposa como acto de caridad. Las mujeres tienen prohibido solicitar el divorcio al marido.

En realidad, sin saberlo, lo que nos está contando el guía es que el barrio funciona como una secta. No hay televisores en Williamsburg, ni teléfonos móviles conectados a internet. -Miren, fíjense que verán a muchos hablando por el celular, pero no verán a nadie escribiendo, son teléfonos sin pantalla o con la pantalla apagada- Nos dice el guía. Es cierto, muchos (todos hombres) hablan por teléfono, pero la mayoría son teléfonos de góndola. -La tecnología, como el mundo exterior, es el pecado para ellos- Continúa el guía. No hay redes sociales ni selfies en Williamsburg.

El guía continúa su relato -Si dices que eres español, o alemán, te echan del barrio. Antes, te tiraban pis desde las ventanas. Si paráramos aquí, y bajan del autobús, mejor no digan que son españoles- Continúa explicando el guía, de origen colombiano, que finalmente decide no parar el autobús. En una sociedad propia del S.XV, da igual los años que pasen, no se olvidan de los Reyes Católicos ni de la segunda guerra mundial.

-Por favor, que no les vean sacando fotos. Si les ven, al final no nos van a dejar entrar al barrio. Para ellos, lo más importante es la privacidad… no quieren que nadie sepa lo que hacen, ni dónde están, ni cómo lo hacen – Pienso en el holocausto y puedo entender una parte, pienso en la sociedad sectaria del barrio y puedo entenderlo todo. Sólo en una cosa estoy de acuerdo; no son una atracción de feria para que un autobús de turistas entre en el barrio como quien entra en el zoo, a sacarles fotos que exhibir ante amigos y conocidos, sin embargo, cuán necesario es ese autobús de turistas que entra y explica a los de fuera lo que pasa allí dentro.

Salimos de Williamsburg, hemos llegado al puente de Brooklyn. La excursión “Contrastes de Nueva York” ha terminado. Según camino por Manhattan y reflexiono sobre lo que acabamos de ver y sobre todo, escuchar, pienso que el aislamiento es una forma de mantener el control social basado en la ignorancia. Sospecho que un discurso hegemónico rodeándote en todas direcciones desde niño, metiendo miedo hacia quienes disienten, te lleva a elegir entre el abandono a los seres queridos y la “soledad” del exterior o el dulce calor de la familia, amigos y comunidad con que te has criado.

No quiero pensar en lo que debe ser nacer LGTBI en la comunidad Jasidim de Williamsburg, ni en las preguntas silenciadas, ni en los problemas derivados de la represión emocional y las consecuencias en salud mental. No quiero pensar, pero lo pienso, mientras se me viene a la cabeza por un instante, si tal vez no seré yo quién está cabeza abajo… el instante dura lo que tardo en recordar las barbaridades cometidas donde el aislamiento y discurso único se han impuesto.

Más tarde, próximos a la calle cuarenta y siete con la quinta avenida, veremos a una pareja de ultraortodoxos (por supuesto, hombres) con sus gabanes oscuros, tirabuzones y sombreros a juego. Es raro verlos fuera Brooklyn, la mayoría no sale nunca, pero a veces puedes ver a alguno en esa zona; es la zona donde se concentra el mercado de diamantes.

Ni las víctimas del fentanilo bailando consigo mismas en la acera, ni la gente tirada en las calles carcomida por la indigencia nos dejan en Nueva York tan mal cuerpo como Williamsburg, un lugar próximo a la ONU, donde no llegan los derechos humanos.

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