Hoy les traigo una pieza de sofistería repelente de Raúl Hasbún, sacerdote, publicada en Humanitas, la revista de antropología y cultura cristiana de la Pontificia Universidad Católica de Chile (y luego reimpresa por InfoCatólica, de donde la tomé). Su tema es la “cristianofobia”.
Hasbún comienza con una observación tan carente de caridad como groseramente incorrecta sobre la gente que sufre lo que la psiquiatría define como fobias:
Quienes sufren de estas patologías obsesivas suelen negarlas o justificarlas apelando a coartadas biensonantes, tales como estadísticas (amañadas), experiencias (imaginadas) o citas (extrapoladas). Admitir lo irracional y anormal de sus miedos les significaría quedar mal posicionados antes sus pares y ante sí mismos.
Y luego presenta a su criatura:
Hoy tiende a configurarse, en los mundos que se dicen “desarrollados”, una fobia contra el ejercicio público de la fe cristiana. Lo irracional y anormal de esta fobia radica en que surge precisamente en culturas que tienen, en el cristianismo, su raíz y sustento fundacional.
Se dice en tono ligero que la mayoría siempre es cuerda; que si sólo una persona ve ciertas cosas, es que son una alucinación, pero si la mayoría las ve, entonces son la realidad. En psiquiatría se considera que una creencia (por muy implausible que sea) no es patológica si es común a la comunidad donde habita el individuo. Se trata de una cuestión filosófica largamente debatida. Lo que quiero señalar aquí es que si tantos individuos de los países desarrollados se oponen a lo que Hasbún llama “el ejercicio público de la fe cristiana”, quizá no se trata de una fobia —irracional y anormal— sino de un nuevo consenso de creencias o de una renovada percepción de la realidad.
El primer caso es la hipótesis más fácil de asumir: el Zeitgeist ha cambiado y a la gente le desagrada la exhibición del comportamiento cristiano; en rigor, están en todo su derecho, tal como estuvieron en su derecho los paganos que eligieron convertirse al cristianismo hace dos milenios, rechazando la fe de sus padres, incluso cuando dicha fe fuese “la raíz y sustento fundacional” de la sociedad y el estado en que vivían (a los primeros cristianos del Imperio Romano se les acusó y persiguió no por el contenido de su fe, sino por negarse a reconocer la dignidad divina del César, símbolo de unidad del Imperio).
La segunda hipótesis es la que Hasbún ni siquiera podría pensar en asumir: que no se trata de un mero cambio de ideología (una apostasía masiva, una “desconversión” generalizada) sino que muchas personas han percibido que el cristianismo es factualmente falso y/o que sus doctrinas producen daños concretos. O más bien, el cristianismo organizado, sectario, políticamente influyente, de la Iglesia Católica (para empezar), ya que hay muchos cristianos que practican su religión sin joder al prójimo.
Pero de hecho, toda la argumentación de Hasbún se refiere a un asunto político: la probable pérdida de ciertos privilegios simbólicos, mínimos, que se operarán en Chile una vez que asuma como presidenta, por segunda vez, Michelle Bachelet, en reemplazo del untuosamente católico Sebastián Piñera. Bachelet, en su programa de gobierno, ha prometido una nueva constitución donde se reafirmará la laicidad del estado, lo cual ha hecho poner los pelos de punta a los chupacirios. Para Hasbún, eliminar invocaciones e imágenes religiosas del ámbito formal estatal es expresión de su fobia inventada:
Esta cristianofobia quiere ahora asentarse en Chile como reivindicación e ícono de una “nueva mayoría”. No más juramentos ni Biblia ni crucifijos ni imágenes de María ni invocación del nombre de Dios en los espacios o actuaciones estatales.
¡Qué terrible, no poder presumir de la propia fe en público!
¿Qué teme, la “nueva mayoría”, de la fe cristiana y bíblica profesada por el 90% de la población? ¿Por qué arrinconan y encapsulan esa energía que cautela, como ninguna, la dignidad del ser humano y la paz social?
Quizá habría que devolverle a Hasbún pregunta por pregunta. ¿Qué teme su mayoría del 90% de unas pocas regulaciones estatales que no pasarán de lo simbólico? ¿Su fe es tan débil que requiere que el estado la imponga sobre los demás, sobre esa minoría de creyentes de otras religiones y de ateos, agnósticos e indiferentes?
Los temores que expresa Hasbún sobre la posible prohibición de las procesiones o de la invocación de Dios en los hospitales son infundados; de hecho, son tan traídos de los pelos que es imposible tomarlos con buena fe. Esto es terrorismo retórico sin más: una especialidad católica dentro del amplio campo de la autovictimización que la Iglesia domina como pocas instituciones. Considerando cómo han hecho creer a casi todo el mundo que fueron perseguidos y martirizados durante siglos, no es extraño que intenten hacer creer a los católicos chilenos que la malvada socialista Bachelet les mandará la policía si se atreven a salir de procesión.
La realidad es que la Iglesia chilena seguirá teniendo todos los privilegios de siempre; las parroquias seguirán difundiendo la sumisión y la obediencia, los obispos seguirán teniendo espacios mediáticos para proclamar el odio a las mujeres y a los homosexuales, los colegios privados católicos seguirán (de)formando alumnos, y sólo —si acaso, si de verdad Bachelet puede cumplir con su programa— se evitará, de vez en cuando, que un político se llene la boca jurando en público por Dios y los Evangelios o que un funcionario invoque a la divinidad en un acto oficial. Sospecho que la mayoría de los católicos de a pie no notará la diferencia.
Quizá sea eso lo que impulsa a Hasbún a exagerar: su conocimiento de que su mentado 90% no es una mayoría de devotos fanáticos y que, a fin de cuentas, a muchos de sus fieles poco les importa que la Iglesia tenga influencia sobre el estado, un asunto que sólo preocupa a los jerarcas que viven de ese poder. En un estado laico, una religión que no se impone por la fuerza tiene poco que temer.