Desconfió de la menor caridad para los fines más nobles. La caridad siempre procura y esconde la propia satisfacción personal del donante.
Vivimos en sociedades altamente meritocráticas. El imperativo moral más apreciado es ponte en disposición de desempeñar una función perfectamente. Tal perfeccionismo no repercute directamente en favor de la comunidad. Sólo los más ingenuos comunitaristas lo creyeron así. En realidad, la perfección profesional se predica en beneficio privado de los agentes económicos más fuertes. Este objetivo universitario de formar competentes profesionales limita los contenidos educativos y es muy rentable a la empresa. El ilimitado aprovechamiento privado de recursos públicos en la formación universitaria no está completamente justificado. Hay mucho que discutir sobre la alianza indefectible entre universidad y empresa. Las propias empresas debieran invertir parte de sus ganancias en la formación y cualificación de sus profesionales. De forma que el derecho a la educación no quedara supeditado a la formación laboral en sentido estricto. Pero quizás esta batalla ya esté perdida. Las empresas elaboran buena parte de los itinerarios profesionales en los que se forman los universitarios. Y así va a seguir siendo. Ahora se abre otro frente de privatización del destino de la Universidad pública española. El último boquete en la línea de flotación de este barco universitario a la deriva es el patrocinio privado de la matrícula de los universitarios.
Una vez más, se está difuminando quien define el contenido y los fines de la Universidad. Hay que salvarla y esta misión no es de consecución evidente. Así que algunos rectores universitarios acogen la iniciativa de particulares como bienvenidos para sostener económicamente el ya mermado derecho a la educación. Y los estudiantes más vulnerables pueden acabar aceptando los efectos paliativos de algún particular que costee su matrícula. Todos podemos acabar embarcándonos hacia el puerto salvífico a toda costa. Lo haremos con las mejores intenciones. A pesar de que la solución al declive de la universidad pública siga siendo más Estado en vez de más iniciativa privada. Ahora no se trata de la participación espléndida de los mayores agentes económicos en la Universidad. En este momento, el peligro es otro. Pequeños donantes deseosos de socorrer a universitarios en situación de riesgo se brindan a sostener al universitario sin recursos. Quizás advertir sobre el riesgo de estos pequeños patrocinios de matrículas no sea una lucha ociosa todavía.
La procedencia social y familiar sigue condicionando, positiva o negativamente, la posición laboral de las personas. Pero se había avanzado en las cuotas de igualdad en el acceso a la universidad española. La estratificación social de nuestros universitarios desde los treinta últimos años era diversa. Las clases baja y media hicieron una fuerte inversión en sus hijos. Nuestra universidad no era la descrita por Pierre Bourdieu, en Los herederos, de dominio de la alta burguesía. Una universidad, la francesa, que ocultaba el privilegio de partida como mérito. La formación intelectual y los supuestos méritos eran privilegio de la clase alta en aquella universidad de finales de los sesenta. En cambio, la universidad española había experimentado, desde 1975, una democratización de su orientación.
La política de becas había favorecido no sólo la movilidad de los universitarios españoles por Europa sino la extensión social de los estudios universitarios entre la clase media y baja. Con los recortes económicos en Universidad, la notable subida de las tasas y el endurecimiento de las circunstancias para ser beneficiario de una beca, los estudios universitarios pueden convertirse de nuevo en un privilegio (supuestos méritos) de la clase pudiente. Los estudios universitarios pueden quedar reducidos a una nueva “clase ociosa”. No aquella que pudo retrasar la incorporación de sus hijos al proceso productivo y retenerlos en la fase formativa. Si no, una nueva “clase ociosa” que distingue y diferencia socialmente a sus hijos por una formación superior que dejó de estar al alcance de todos.
La igualdad de oportunidades era uno de los principios básicos de la justicia distributiva. La socialdemocracia lo había apuntalado así con modelos de justicia pública como el de John Rawls. Intentaba la igualdad en el punto de partida de la carrera competitiva. No trataba de superar definitivamente el origen familiar diferente de las personas o la diversa dotación de talento de cada cual. Ambos son factores que posicionan mejor o peor en la competición económica. Pero, aún asumiéndolos, daba una solución intermedia, y más justa, entre la igualdad social total y absoluta y la competencia estrictamente meritocrática. El abandono universitario de muchos estudiantes muestra, ahora, que la igualdad de oportunidades ya no es un objetivo político. A pesar de que las universidades españolas están esforzándose en mantener a los estudiantes más precarios con ayudas propias y pagos fraccionados de la matrícula. Nuestros gobernantes no quieren tal igualdad. Pero los remedios pueden ser tan malos como las enfermedades.
La entrega de algunos rectores en favor del patrocinio privado es señal de asfixia. Si le preguntan a un estudiante si prefiere irse a su casa por carecer de recursos para estudiar o ser patrocinado por un particular, no cabe duda de cuál será su contestación. Pero el paliativo recurso al patrocinio privado puede acabar en beneficencia y en un dirigismo extremo a favor de los intereses económicos del patrocinador. Si se trata de filantropía, no cabe que el filántropo ponga las condiciones de su donación. Si es altruismo, tiene que ser desinteresado. Si no, estamos ante otra nueva privatización de los servicios públicos. Existe un dicho mexicano que viene al caso: “el que paga al mariachi elige la canción”. Y, aquí, con tal pasión por el apadrinamiento, podemos rendirnos, una vez más, a la supeditación de los estudios universitarios a intereses económicos sin control transparente.
El patrocinio no puede ser el remedio al retroceso de la igualdad de oportunidades. Ni la solidaridad, ni la caridad, ni la beneficencia pueden ser soluciones públicas al llamativo recorte de recursos económicos sufrido por la Universidad. Todas estas generosas daciones son socorros que quedan limitados al ámbito privado. Conozco el caso de uno de tantos familiares que paga alrededor de mil ochocientos euros de matrícula no experimental a su sobrino. La generosa ayuda queda limitada a un ámbito privado. Y es, sobre todo, ajena a cualquier ambición de influencia en el programa de estudios de la propia universidad.
Tanta entrega de algunos rectores universitarios por el patrocinio privado desconsidera efectos negativos esperables: una nueva influencia de intereses económicos poco trasparentes en el curriculum universitario. Me pasa como a Jeremy Bentham. Desconfió de la menor caridad para los fines más nobles. La caridad siempre procura y esconde la propia satisfacción personal del donante.
El ministro de Educación, José Ignacio Wert, en una imagen del pasado mes de agosto. / Efe
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