CON MOTIVO del borrador de la nueva ley de educación aprobada por el Gobierno del Partido Popular vuelven a aparecer viejos demonios en la vida española que pueden impedir ver con claridad lo que está en juego. Se habla así de vuelta del nacionalcatolicismo, de adoctrinamiento, de fracaso escolar, de laicidad y de denuncia de los acuerdos con la Santa Sede, sin precisar con algún rigor los términos del debate. La precisión no es sencilla porque algunos están llamados a hablar de todo y la mente humana no da para tanto.
Intentemos pues aclarar los parámetros del debate para poder ver con alguna claridad de lo que estamos hablando. El proyecto de José Ignacio Wert responde plenamente a la posición que el Partido Popular ha defendido en los temas educativos desde hace muchos años. Su posición no se puede comprender sin percibir la conexión entre el neoliberalismo económico, el neoconservadurismo moral y el nacionalismo de Estado que inspira su ideología política. Esa es la razón por la que en los últimos días hemos oído hablar a la vez -como si fueran valores compatibles- de la necesidad de hacer “una educación competitiva de cara al mercado de trabajo”; de la necesidad de que la religión sea enseñada y evaluada “como el resto de las asignaturas fundamentales” y acerca de la conveniencia de una educación que logre impartir una visión de la Historia de España en todo el territorio que conforma la nación española.
Si sólo hubiera que afrontar el primer problema la discusión sería más sencilla pero no por ello menos estimulante. Se habla de la necesidad de fomentar la cultura del esfuerzo, del mérito, del trabajo bien hecho y se dice y se propaga este mensaje mientras vemos a médicos que han dedicado todo su esfuerzo, todas sus capacidades, todo su trabajo a poner al día la medicina en nuestro país y son jubilados de un día para otro, sin previo aviso, para ahorrar costes. Algo funciona rematadamente mal en un sistema en el que profesores de Secundaria que se quieren jubilar no pueden y médicos que desean continuar son arrojados fuera de los hospitales en 48 horas.
¿Podemos afirmar que alguien en su sano juicio esté en contra de la cultura del esfuerzo, del mérito, del trabajo bien hecho? La situación es la contraria. Son muchos los que habiendo realizado todos los estudios requeridos, acumulando magníficas calificaciones, contando en su haber con estancias en centros de investigación prestigiosos, no encuentran hueco ni en nuestro sistema universitario ni en nuestros centros de investigación. No se les facilita continuar aquí su tarea investigadora ni se les abre las puertas a una carrera docente. La juventud mejor preparada hizo lo que les dijimos que hicieran y nuestro país sólo es capaz de ofrecerles la emigración. Da que pensar.
El lector informado puede saltar en su asiento e increparme diciendo: de lo que hablamos no es de esos jóvenes, de lo que se trata es de hacernos cargo del fracaso escolar y del abandono de los estudios en Secundaria. Ahí es donde quería ir. Para la mentalidad neoliberal sólo con el esfuerzo, con la iniciativa, con el desarrollo de los propios talentos se encuentra el éxito. El problema es que el éxito se escribe de muchas maneras. Lo que estamos hoy sufriendo sólo se explica por años y años de devaluación de lo público, de puesta en cuestión del trabajo de los funcionarios, de la tarea de los profesores y de la dedicación de los médicos. Todo este clima ha provocado que hayan sido legión los jóvenes que ganaban sueldos astronómicos, abandonando los estudios y enrolándose en la construcción. La burbuja inmobiliaria también les afectó a ellos. También da que pensar. ¿Falló el sistema educativo?; ¿no tuvo nada que ver la cultura del ladrillo?
Vayamos al segundo punto. Claro que hubiera sido mucho mejor, como muchos afirman una enseñanza laica de la religión para todos. Claro que sería muy importante que el estudiante concluyese sus estudios sabiendo las diferencias entre catolicismo y protestantismo, judaísmo e islamismo, Oriente y Occidente. Le vendría muy bien para entender siquiera los titulares de prensa: desde las proclamas de la señora Merkel hasta la personalidad de Obama; desde el recuerdo del Holocausto hasta los atentados del 11 de septiembre de 2001. Nada se puede entender en la política actual sin tener en cuenta el papel que juegan las distintas religiones.
El problema es que un estudio histórico, sociológico, antropológico de las distintas religiones es algo muy distinto a la enseñanza confesional de la religión. Y este es un punto en el que la Conferencia Episcopal española no está dispuesta a transigir. No sólo programan los contenidos de la asignatura, eligen y despiden a los profesores de los centros públicos sino que a la vez imponen que los que no quieran ir a clase de religión deben desarrollar una materia alternativa. Dado que la enseñanza de la religión es libre lo normal sería ubicarla en el horario escolar de manera que el alumno que no desee cursarla no estuviera obligado a someterse a otra asignatura. Como dijo en 1979 Luís Gómez Llorente en el Congreso de los Diputados (desde entonces arrastramos el problema) no por no ir a misa uno está obligado a ir a la oficina.
La cosa ya empeoró entonces y sigue empeorando hoy cuando se considera que la asignatura alternativa debe ser la Ética. Es la peor solución porque entonces o bien se considera que los alumnos católicos no necesitan de una ética cívica o bien se piensa que es una forma artera de rellenar unas horas para que la religión no sea realmente optativa.
Y esto nos lleva al tercer problema. La cultura del esfuerzo es imprescindible pero desgraciadamente el despido de los médicos especialistas y la emigración de los jóvenes científicos poco ayudan a fomentarla. La enseñanza laica de la religión es imprescindible, pero ello exige diferenciar entre la escuela y la parroquia, la sinagoga o la mezquita.
Y así llegamos al último problema. Cuando se pactó la Constitución de 1978, el PSOE no aprobó los acuerdos con la Santa Sede que negoció el Gobierno de UCD con el Vaticano. Fue una negociación paralela a la Constitución. Y no los aprobó entre otras cosas porque consideraba un error situar la enseñanza de la religión confesional como una materia equiparable al resto de las asignaturas fundamentales (lo que hoy vuelve a ser remachado por el ministro Wert con el aplauso de la Conferencia Episcopal). Aquella era una sociedad que quería salir de la dictadura y que quería evitar que el factor religioso fuera un elemento de división existencial entre los españoles. Nuestra sociedad sigue teniendo debates entre beligerantes en el campo religioso pero son distintos a los que vivimos a final de los setenta. Estamos en una sociedad multicultural que a su vez vive el resurgir de las identidades nacionales (tanto del nacionalismo de Estado como de las naciones sin Estado).
En este contexto la Educación para la Ciudadanía es una materia imprescindible para que el alumno termine sus estudios conociendo el funcionamiento de las instituciones, las estructuras de poder y los valores que dan sentido a la pervivencia de una nación. De nuevo aquí tenemos el mismo problema que con las religiones. El lector que abre la prensa y escucha que los alemanes son protestantes y ahorradores, dados a la cultura del esfuerzo y a la responsabilidad, y nosotros los europeos del sur somos católicos y pícaros, entregados a la molicie y al derroche, no entiende nada y no comprende por qué pesan tanto las antiguas diferencias religiosas a la hora de conformar la identidad de las naciones.
NO ES fácil hacerle ver los prejuicios que se arrastran y los estereotipos que se mantienen sin ahondar en el papel ambivalente de las distintas religiones. Tampoco será capaz de entender si es preferible la unión o la separación, la convivencia en un Estado unitario o la apuesta por un Estado propio, si no tiene alguna materia que le ayude a comprender los valores que están detrás de la Constitución de 1978. Tiempo tendrá para enjuiciar críticamente esos valores, para mostrar los límites del proceso de transición, para ver las sombras de aquel modelo, pero para criticar es imprescindible conocer. Y ese conocimiento no viene sólo de dar cuenta de los hechos. Es imprescindible hacer un alto en el camino y reflexionar sobre los valores que están en juego. Sólo así la tolerancia, el pluralismo y el sentimiento de pertenencia pueden fructificar. No es posible el “patriotismo constitucional” del que tanto se ha hablado sin una materia como la Educación para la Ciudadanía.
El Partido Popular nunca ha engañado a nadie en estos temas: siempre ha defendido el neoliberalismo para la economía, y el neoconfesionalismo para la moral. El problema está en que el desmantelamiento de lo público que está aplicando choca con la cultura del esfuerzo que pregona y de ahí la importancia de lo ocurrido con los médicos jubilados en la Comunidad de Madrid y el confesionalismo que vuelve por sus fueros impide el estudio laico del hecho religioso que necesitamos.
Sin un fomento a la auténtica cultura del esfuerzo y sin una defensa coherente de la laicidad es imposible articular la ciudadanía que necesitamos. Y ello es sumamente grave por una última razón. Es verdad que la crisis que padecemos no es sólo económica; es verdad que estamos ante una crisis política y moral. Por ello, precisamente por ello, es tan importante la Educación para la Ciudadanía.
Antonio García Santesmases es catedrático de Filosofía Política en la UNED