Para un historiador atento a la actualidad resulta incomprensible la posición de algunos gobernantes europeos que defienden la inclusión del cristianismo como la raíz moral sin la que no puede concebirse la historia de Europa. En todo caso, habría que incluir todas las raíces que han ido alimentando durante siglos al árbol europeo, paganos, cristianos, judíos, musulmanes, y heterodoxos de todas las creencias habidas y por haber. Si alguna distinción se hace a favor del cristianismo, ha de ser necesariamente negativa, sin que ninguno de sus adeptos actuales pueda enorgullecerse sin rubor de una doctrina regada con sangre a lo largo de dos mil años.
Ciertamente, nadie puede negar que la moral predicada, no sin contradicciones, por las diversas iglesias que han luchado por la herencia doctrinal de Cristo, ha moldeado la mente y el corazón de millones de personas, inclinándolas al bien y a la sumisión política y social, con beneficio para el poder constituido. Pero no es menos cierto que la unidad de la fe y la paz social se han conseguido con baños de sangre. La futura Constitución Europea no puede, por más que lo pidan los políticos devotos, mostrar como timbre de honor el fundamento cristiano de sus diversos Estados y naciones. Hay que respetar la historia.
Se comprende que quienes desconocen la historia y sólo tienen ojos para un presente de contritos manifiestos eclesiásticos, buscando la unidad de las iglesias, y predicando paz y la caridad entre los pueblos, se sientan inclinados a incluir en la Constitución una mención especial de respeto diplomático y consideración social. Pero es inaceptable que se invoquen para ello, precisamente, razones históricas. Muy ciegos tienen que estar, o muy comprometidos con sus creencias, los políticos que defiendan esta postura. Porque, descartada la ignorancia de la historia europea, sólo es posible entenderla como sumisos creyentes de la Iglesia, que pretenden a toda costa cambiar el color de los acontecimientos: lo que para todos es negro, ellos pretenden, por arte de encantamiento, que aparezca blanco y sin mácula.
Lo más incomprensible, en personas sensatas y respetadas, es que vean en la doctrina y la moral cristianas el estandarte de la libertad. ¿Cuándo las iglesias cristianas –tanto católica como protestantes- han defendido la libertad? ¿No se ha impuesto a sangre y fuego el pensamiento único en materia de religión? ¿Cuándo han sido tolerantes con el disidente? La historia del cristianismo no ha sido, en esencia, más que la persecución de las herejías, ya desde sus mismos comienzos, cuando no era más que una secta judía, empeñada en hacerse un hueco entre los más diversos movimientos religiosos del siglo I. Mucho ha debido cambiar la doctrina cristiana, para llegar a defender en nuestros días la libertad (mal entendida) y la igualdad (también mal entendida) de la persona, siempre con la preocupación de no perder la poca autoridad que conserva. Sin embargo, no siempre fue así. La verdad de la historia no permite que ninguna religión sea considerada como la raíz histórica del continente europeo. Laico y democrático nació en Grecia; laico y democrático deberá ser en el futuro. Olvidando ese paréntesis de sangre, odio y fanatismo que (por motivos religiosos) sembró de cadáveres esta envejecida tierra durante tantos siglos.
Muerte al disidente
Si, como dice Toynbee, la Cristiandad “fue esencialmente creación de la Iglesia católica”, habrá que deducir que fue una creación monstruosa, que eliminó cruelmente todos los elementos de disidencia doctrinal. Para ningún hombre culto es un secreto que la doctrina de Roma se impuso por la destrucción masiva, similares a las actividades terroristas, de cuanta herejía ponía en peligro la unidad y supremacía de sus ideas religiosas. Las herejías se cuentan a centenares y todas desaparecieron por enfrentarse a la hegemonía del papa de Roma, intolerante con el disidente que pudiera hacerle sombra. Desde Celso en el siglo II y Porfirio en el III, han sufrido por sus ideas contrarias a las romanas, millares de europeos, sabios solitarios o movimientos de creyentes agrupados en comunidades de ideales, empeñados en seguir a Cristo de una forma distinta, aunque hubieran de sufrir persecución y muerte, como los primeros cristianos a manos de los paganos.
Desde los cristianos gnósticos en el siglo I, a la masacre de los cátaros en el siglo XII, las luchas contra la herejías se limitaron a las especulaciones teológicas, pero a partir de esa época, la historia del cristianismo se convirtió en una historia “criminal”, como reza el título de la conocida obra en varios volúmenes del profesor alemán Karlheinz Deschner. En el siglo II proliferaron, entre otras herejias, los cainitas, los gnósticos y los ebionitas; en el siglo IV la Iglesia católica se tambaleó por la rápida expansión de los arrianos, que no creían en la Santísima Trinidad; en el siglo V aparecieron los monofisitas, monotelitas, pelagianos y nestorianos. En Tréveris fue decapitado el obispo español Prisciliano, el primer cristiano ejecutado legalmente por sus creencias. Poco después san Agustín justificaba la tortura y la pena de muerte contra los heterodoxos.
A partir del año 430 se debía castigar la herejía con pena de muerte, pero este precepto legal no se cumplió hasta varios siglos después, con la aparición de la Inquisición en el año 1188 y la disposición vaticana de 1199 por la que el papa Inocencio III asemejaba la herejía con el delito de Estado. La espada de la Iglesia, que hasta entonces se había levantado sólo para los infieles, cubrió de sangre el sur de Francia en la primera ‘cruzada’ contra sinceros cristianos, como los cátaros o albigenses, que murieron por miles. En el siglo XIV fueron exterminados en las hogueras de la Inquisición del norte de Italia los llamados “apostólicos” y en Francia los “fraticelli”. En los siglos siguientes, la caza de brujas fue ocupación predilecta de los inquisidores. Se calcula que en cuatro siglos fueron ejecutadas en Europa más de cien mil personas acusadas de brujería.
¿Y qué decir de las tremendas consecuencias sangrientas para Europa de la Reforma protestante? En 1572 Francia sufrió los horrorosos crímenes de la noche de San Bartolomé, entre diferentes facciones religiosas. El Italia fue quemado en la hoguera el filósofo Giordano Bruno. En Inglaterra, la sanguinaria María Tudor hizo quemar, por aceptar las veleidades protestantes, al arzobispo de Canterbury Thomas Cramer, al obispo de Londres Nicholas Ridley y al obispo de Worcester John Hooper. El español Miguel Servet fue quemado en Ginebra por orden de Calvino en 1553. En Goslar, una preciosa pequeña ciudad alemana, los herejes protestantes fueron quemados en la primera hoguera encendida en Alemania por motivos religiosos. En 1564, la Inquisición condenó a muerte al médico Andrés Vesalio, fundador de la anatomía moderna, por haber abierto un cadáver y por haber afirmado que al hombre no le falta la costilla con que fue creada Eva. En el siglo siguiente, varios herejes fueron decapitados en los Países Bajos. Y de 1655 es el soneto de John Milton “De la última matanza del Piamonte”, en el que denuncia la carnicería hecha entre los valdenses por los encolerizados católicos. ¿Son éstos motivos de orgullo para la Europa de hoy?
Viva el pensamiento único
Por poco que se conozca la historia, hay que saber que la Iglesia católica ha sido, además, la abanderada del pensamiento único (el suyo, naturalmente) castrando la posibilidad de pensar de manera diferente, bajo la amenaza de la condena eterna.
Desde que, en el siglo XVII, Galileo Galilei fue condenado por sus libros, que, muy sensatamente, proponían ideas astronómicas contrarias a la Biblia, la Iglesia católica se ha preocupado de difamar, condenar y destruir cuantas doctrinas científicas o morales se oponían a sus enseñanzas. Aunque existía desde el siglo V, no se hizo efectiva la vigilancia sobre las ideas hasta el año 1571, en que el papa San Pío V creó la Congregación del Índice, para mantener el control de los libros que se publicaban, incluyendo en el Indice de libros prohibidos a los más valiosos filósofos y científicos de Europa, como Kant, Locke, Pascal, Voltaire y tantos otros. En España, la Suprema Inquisición fue establecida por los Reyes Católicos en 1479, nombrando como primer Inquisidor General al tristemente famoso dominico Tomás de Torquemada. Otro dominico, también acompañado de triste fama, fue el italiano Girolamo Savonarola, que fue colgado en la Plaza Mayor de Florencia en 1498 por sus locuras, como la conocida como “hoguera de las vanidades”, a la que incitaba a los florentinos a echar los instrumentos musicales, obras de arte, libros peligrosos y ropas de lujo, para agradar a Cristo.
El Índice de libros prohibidos, que ha tenido en España varias ediciones hasta el siglo XIX, es la más palpable manifestación que ha podido dejar la Iglesia a la posteridad de su fanatismo, intransigencia y beligerancia frente a la cultura impresa, que es lo mismo que decir, contra el pensamiento libre. La censura, antes que política, ha sido una potestad asumida por la Iglesia como propia, no se sabe en nombre de quién (aunque sí, en nombre propio) con la vana excusa de atender a la salvación de las almas. El pensamiento humano, que sólo puede crecer en la libertad, ha sido así decapitado y quemado en la hoguera del pensamiento único, es decir, guiado, vigilado, manipulado y censurado, la máxima humillación que puede aceptar el hombre, cuya libertad tanto cacarea la Iglesia de Cristo.
Si no fuera tan dolorosamente trágico, habría que sonreír ante las pretensiones eclesiásticas de algunos políticos, sometidos al Vaticano, porque harán el ridículo en Europa al defender con orgullo la raíz cristiana del continente. Aunque así fuera, una constitución futura ha de ser, obligadamente, democrática y laica, orgullosa de haber superado el lastre religioso del pasado, tanto en sus textos legales como en la práctica educativa y jurídica, como corresponde a todo estado no confesional. No habrá Europa unida, si no se asienta sobre la libertad de conciencia.
En el futuro habrá que acostumbrarse a dos ideas fundamentales. Primera, que la religión es algo muy personal e íntimo, cuyas manifestaciones colectivas habrán de ajustarse a la legalidad, no influenciada por las instituciones eclesiásticas. Segunda, que hay que distinguir con claridad entre doctrina y moral. La conducta de un ateo podrá ser tan moral como la de un creyente, dado que la moralidad no es privativa de ninguna doctrina, máxime cuando esa doctrina se ha mostrado a lo largo de la historia como carcomida por la falsedad, el engaño, el fanatismo y la hipocresía.