Ser laico significa rechazar la mezcla de lo religioso con la identidad cívica
Para Claude Cheysson, in memoriam
Un sondeo recientemente publicado por el periódico cristiano francés La Croix (11 de octubre) pone en evidencia una evolución muy profunda de la mentalidad colectiva en Francia. Hace 50 años, el 11 de octubre de 1962, el Concilio Vaticano II había organizado el fórum más importante de la historia de la Iglesia, con más de 2.000 obispos, para un debate que tenía previsto durar tres años. El proyecto era la modernización de las prácticas y de los ritos religiosos católicos (de ahí la supresión de la misa en latín) y, sobre todo, del acercamiento de la Iglesia a la sociedad. Este Concilio generó muchas esperanzas y, de hecho, ha quedado en la historia como un momento positivo de apertura de la Iglesia.
El sondeo demuestra, por lo menos en Francia, un panorama radicalmente diferente hoy en día: un derrumbe impresionante de la práctica religiosa en el seno mismo del catolicismo francés, una separación profunda entre los católicos practicantes y el resto de la población. Antes del Vaticano II, en 1961, el 35% de los católicos iba a la iglesia el domingo; hoy solo el 6% lo hace: el 1% se sitúa entre los 25 y 34 años. En la misma fecha, el 92% era bautizado y únicamente el 5% no quería trasmitir esa tradición; hoy, el 80% ha recibido el bautismo, pero el 25% declara no querer transmitirlo a su progenie. Más del 83% de los franceses rechaza rotundamente que la Iglesia se involucre en los asuntos políticos cuando todavía un 65% de los practicantes piensan en sentido opuesto.
Se trata para la Iglesia francesa de una situación dramática. Por supuesto, el caso francés no se puede hacer extensible al resto, pues la laicidad tiene rasgos fuertes y raíces muy sólidas en este país. El principal resultado de la separación Iglesia-Estado, desde comienzos del siglo XX, ha sido la privatización de la creencia y una distanciación o, mejor dicho, una gran indiferencia hacia los aparatos religiosos. Sin embargo, es un error, tal como lo pretende el Vaticano, culpar a la laicidad por esa ruptura de filiación espiritual de los creyentes. Ser laico no significa ser ateo, sino solo rechazar la mezcla de la religión con la identidad cívica. Es más bien el proceso universal de secularización, llevado a cabo por la civilización global moderna, lo que puede explicar esa evolución. El “mundo vivido” actual se basa en la inmanencia, es decir, en los ímpetus individuales más que en la trascendencia y eso porque, entre otras cosas, la lucha por la vida no encuentra un apoyo práctico, eficiente, en la fuerza divina. Nada nuevo, pues tanto la reforma protestante en el siglo XVII como la Ilustración en el siglo XVIII tomaron nota de este proceso, haciendo de la salvación terrenal un asunto humano independiente de la voluntad divina. De ahí la sustitución progresiva por la religión de la moral como ideología práctica de los creyentes, una moral civil, secularizada. Lo que pasa en los países musulmanes no contradice esta constatación, solo que la reacción en contra de este proceso se hace desde la religión misma.
En Europa, la dinámica del Vaticano II (la entrada en la sociedad real) se ralentizó a partir de la llegada de Juan Pablo II hasta casi detenerse con el actual Papa. Los nuevos retos del mundo son percibidos desde la Iglesia, así como desde los países musulmanes, como agresiones exteriores en contra de su corpus doctrinal. Lo que ocurre es que, estos últimos 30 años, la institución religiosa no ha sabido afrontar de manera comprensiva cuestiones fundamentales: celibato, posibilidad sacerdotal para las mujeres, píldora, matrimonio homosexual, etcétera. Sobre todos estos puntos, la sociedad debe luchar para hacer prevalecer sus aspiraciones. El desfase parece cada vez más profundo. Los escándalos sexuales, que salpican las noticias religiosas de los últimos años, no son meramente actos de delincuencia, sino cuestiones sintomáticas de la inadaptación de la Iglesia. Comentando los datos del sondeo francés, un alto funcionario de la curia habla del “tsunami de la secularización” y de una verdadera “apostasía silenciosa”; Benedicto XVI, por su parte, apunta hacia lo que denomina la “gran fatiga del cristianismo”. Es posible. Pero también se debe preguntar si, por el contrario, no sería más bien la “fatiga” de la institución religiosa la que está en juego, frente a la velocidad vertiginosa con la que surge la nueva civilización secularizada.