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La educación banalizada

Reflexiones en torno a la película La educación prohibida

¿Quién puede estar satisfecho con el estado de la educación? No vivimos una catástrofe, pues el acceso se ha expandido, los medios se han multiplicado, el conocimiento alcanza cuotas antes inimaginables, etcétera, pero la mayoría de países están descontentos con sus resultados, las desigualdades se eternizan, la presión sobre la adolescencia se torna excesiva, el malestar docente crece, la institución pierde pie ante los nuevos medios y políticas y proyectos no dan los resultados apetecidos.

Ese es el panorama en que aparece La educación prohibida, un documental que critica el actual modelo escolar, sugiere algunas alternativas y lo envuelve todo en una confusa cháchara de la que es difícil sacar algo en claro. Vale recordar que la escolarización universal ha tenido por función formar súbditos y asalariados, pero no se debería olvidar que también ha contribuido a la ciudadanía política y social, es excesivo vincularla al nazismo y no cabe ignorar lo que debe a la demanda popular y al expansionismo profesional.

A esa escuela ya anacrónica opone el documental, en el filo entre el reformismo pedagógico y la desescolarización, experiencias que asoman superficialmente a la pantalla o se presumen en la base de un alud de mensajes de maestros, pedagogos y publicistas varios. El resumen es que los niños se desarrollan mejor solos, sin que nadie pretenda dirigirlos, idea expresada en las manidas metáforas de la planta, el árbol o el bosque a las que ahora se suman la célula: todo lo que el niño necesita para aprender lo tiene dentro, repite la enésima versión de esa letanía inmanentista que desde la mayeútica de Platón, pasando por la educación negativa de Rousseau, llega hasta cierta manera actual de entender el aprendizaje activo o el constructivismo. Quienes creían que naturaleza y cultura funcionan de manera opuesta se equivocan: dejen crecer libremente al niño, que no será Kaspar Hauser sino Einstein.

Amenizado con una inverosímil y cursi dramatización con adolescentes, el grueso documental se centra siempre en la educación infantil, que impregna todo el argumento con su aroma. Por ahí entra más fácilmente el empalagoso desfile de todos los buenismos: amor, diálogo, mirada, alegría, armonía, cooperación, gozo… Ahí cabe invocar a Montessori, Steiner o Freire, pero a su rebufo se cuelan Gatto, Krishnamurti y, peor, un popurrí de sistémicos, holísticos, predicadores zen, maestros espirituales, obradores de milagros…

He de confesar que me dormí viendo el documental y tuve que rebobinarlo. Lo que ocupa dos horas y media cabría en una, y la parte que vale la pena en menos. Pero, más que el contenido, lo realmente intrigante es por qué se ha difundido así. Por un lado, desde luego, revela el desconcierto y el descontento reinantes en la educación y la avidez con que educadores y otros buscamos respuestas. Por otro, sin embargo, temo que refleje una preocupante tendencia a la trivialización del debate y la búsqueda de soluciones sencillas y mágicas. En el último decenio no podría citar un libro o artículo que haya suscitado una atención generalizada en este ámbito. La escuela pertenece a la era Gutenberg, pero los profesores parecen más atentos al audiovisual. No imagino un congreso de economistas, por ejemplo, proyectando Wall Street o Inside job, dos magníficos filmes, pero decenas de encuentros de educadores lo han hecho con La lengua de las mariposas, Todo empieza hoy, La ola o La clase. Y estas, aunque algo inclinadas a complacer a su público, eran, al fin y al cabo, buenas películas; no querría ver a la profesión reunida en torno al artificioso La educación prohibida o a la insufrible Katmandú.

Mariano Fernández Enguita es catedrático de Sociologia en la Universidad Complutense. www.enguita.info

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