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Esta semana vimos a varios columnistas escribir defensas al padre Francisco de Roux, en el mediatizado caso de violación y abusos sexuales cometidos por el ex rector del colegio San Bartolomé en Bogotá.
Pienso que focalizarse sobre el padre de Roux impide ver el fondo del problema: la iglesia católica sí encubre a violadores y abusadores de menores.
El sacerdote jesuita Darío Chavarriaga fue profesor y rector de una institución educativa religiosa durante muchos años. Utilizó esa posición de influencia para abusar de forma repetida de los hermanos Llano, entonces con edades de 6 a 16 años. Hoy, diez años después de haberlo denunciado ante el entonces padre provincial (cabeza) de los jesuitas, el padre Francisco de Roux, los hermanos demandan a éste por encubrimiento de estos crímenes.
El tema de los abusos sexuales en la iglesia es muy viejo. Por nuestras tierras, ya hubo escándalos mayúsculos a finales del siglo XIX. Hacia 1884, un joven profesor llamado José María Vargas Vila fue estruendosamente despedido de su labor docente por haber denunciado por pedofilia al rector del exclusivo Liceo de la Infancia, el jesuita Tomás Escobar.
“De ocho meses que duré viviendo en el colegio, cuatro fui la sombra impalpable del doctor Escobar, lo seguía sin que él lo notara, de día y de noche, vi roto el pudor, y ahí al pie de su lecho criminal, vi hecha pedazos la vergüenza de los niños… ». A Vargas Vila, contar lo que vio en el colegio le costó el puesto, le significó ser echado de la ciudad y también la reprobación de la sociedad bogotana. (Fernando Vallejo ambienta el juicio contra Vargas Vila en su libro Las chapolas negras, mientras que la investigadora Olga Riaño cuenta las consecuencias que tuvieron estos hechos en el joven Vargas Vila).
Durante muchos años, hablar de los crímenes sexuales cometidos por los sacerdotes era imposible (o se pagaba muy caro). Las cosas han cambiado muy rápido en el curso de los últimos años. De la mano de las luchas feministas, existe una mayor conciencia de que nada de esto es normal ni aceptable, y que por el contrario estos comportamientos deben ser castigados. Las iglesias deberían ser sancionadas incluso con mayor rigor, pues gozan de una posición de influencia moral en la sociedad.
El problema es que aún hay muchas resistencias para frenar estos abusos. En efecto, pese a la secularización de nuestras sociedades, la iglesia sigue ejerciendo un fuerte poder simbólico. Además, al ser una institución altamente jerárquica, y al tener estatutos propios (confesión en vez de colaboración con la justicia, remisión de los pecados en vez de penas), la iglesia se ha convertido en un lugar de abuso sistemático de la ley.
A ninguna institución le gusta que se le cuestione por el comportamiento de algunos de sus miembros. Pero el caso de la iglesia no es éste, pues no son sólo algunos pocos sacerdotes los que, como Darío Chavarriaga, han cometido estos actos. Son muchos los que han abusado de su poder, a plena luz, en colegios y parroquias, protegidos por el prestigio de sus sotanas o por sus oros y sus estrechas relaciones con los altos poderes políticos y económicos.
Es muy difícil estimar el número de personas que han sido abusadas, pero es probable que no exista en el mundo ninguna otra institución de adultos hombres con un récord tan alto de violaciones y abusos a lo largo de su historia, especialmente de menores. Recientemente, para el solo caso de Francia, una comisión independiente compuesta por magistrados, académicos y teólogos, le presentó un sesudo informe a la Comisión de Obispos de Francia (por encargo de ésta): desde 1950, estiman que hubo 216 mil menores abusados por sacerdotes y religiosos. A esta cifra se le debe agregar la de los menores abusados por laicos dentro de la institución eclesial (es decir, por profesores en colegios religiosos, monitores, etc): la cifra llega entonces a 330 mil menores abusados. (Ver los informes de la Comisión CIASE).
En muchos otros países también se hacen esfuerzos para conocer los hechos. Así, en Estados Unidos, después del #MeToo, hubo una toma de conciencia, incluso en parte de la institución eclesial, concretamente en una que también ha sido víctima: las religiosas. En 2018, la Conferencia de las madres superioras(Leadership Conference of Women Religious), que entonces representaba el 80% de las religiosas norteamericanas, lanzó una campaña para romper la ley del silencio sobre las violencias sexuales en su congregación.
Desde esa fecha, veinte fiscales de Estados Unidos han lanzado investigaciones y compilado documentos de la infamia en diferentes estados: en Pensilvania, más de 300 curas abusaron de al menos mil menores en las últimas siete décadas; en Illinois, se ha identificado a 450 agresores sexuales de al menos 2 mil menores desde 1950 ; en Missouri se ha identificado a 163 curas abusadores, en la Florida a 97, en Kansas a 188. Y son apenas la punta del iceberg, pues muchos de los dolientes han muerto, otros han preferido callar o no han sido escuchados por la justicia, sin hablar de que faltan investigaciones en la mayoría de los estados.
La lista de los criminales sexuales dentro de la iglesia católica es, pues, bastante extensa (existe incluso una página web, aunque muy incompleta). En este punto, es importante recalcar que raras veces ha sido la jerarquía la que, en ánimo expiatorio, ha revelado estos hechos o ha entregado a la justicia a los criminales. Por el contrario, en regla general ha sido gracias a la presión de la sociedad civil, de los periodistas y de los investigadores, que se han ventilado estos asuntos.
¿Y en Colombia?
En nuestro país sigue siendo muy difícil para las víctimas ser escuchadas, y para los periodistas acceder a la información Los periodistas Juan Pablo Barrientos y Miguel Estupiñán explican que “sólo el 13 % de las diócesis y comunidades religiosas del país han divulgado los archivos secretos (…) donde los obispos consignan los nombres de los curas que han sido acusados de [abusos sexuales]”. A partir de esa muestra, ellos han podido establecer los nombres de 587 sacerdotes señalados de cometer esos actos, incluidos 3 obispos.
¿Por qué el 87% de las diócesis y comunidades religiosas no quiere dar a conocer esos archivos? ¿Por qué el pacto de silencio de obispos y jerarquías sobre el abuso sexual? ¿Por qué se homenajeó a Darío Chavarriaga en la Universidad Javeriana, siendo que ya se sabía que había cometido estos crímenes? ¿Por qué estos temas merecen poca atención del Estado? ¿Qué hace al respecto la Dirección de Asuntos Religiosos del Ministerio del Interior?
Parece que en este primer cuarto del siglo XXI, una mayoría de los miembros de la iglesia quiere seguir comportándose como si solo le tuvieran que rendir cuentas a dios, o al Vaticano. Pero dios dejó de ser la fuente suprema de toda autoridad desde la Constitución colombiana de 1991. En cuanto al Vaticano, no son sus leyes las que rigen en Colombia.
Por todas estas razones, pienso que el análisis debería ir más allá de escribir columnas a favor del padre de Roux, y focalizarse en el interés general de la sociedad: que se revelen estos casos, que se abran instancias para que las miles de víctimas puedan hacer las denuncias correspondientes, y por supuesto, que se apliquen las sanciones de la justicia civil.
Olga L. González. Es investigadora asociada de la Universidad Paris Diderot. Estudió ciencias políticas en la Universidad de los Andes, una maestría en historia latinoamericana en la Universidad Nacional de Colombia, una maestría en ciencias sociales en el Instituto de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de Marsella… Ver perfil de Olga L. González