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Donde mueren las palabras

El Episcopado confirmó ante la Justicia que desde 1978 sabía que la dictadura militar asesinaba a las personas detenidas-desaparecidas, cosa que nunca hizo pública. La tardía admisión se produjo con el reconocimiento de la autenticidad del documento publicado aquí el domingo 6 de mayo sobre el diálogo secreto con el dictador Jorge Videla del 10 de abril de ese año. Pese a ello tanto el Episcopado como el Vaticano y la gran prensa guardan silencio.

La Iglesia Católica confirmó por primera vez ante la Justicia que por lo menos desde 1978 sabía que la dictadura militar asesinaba a las personas detenidas-desaparecidas, cosa que nunca hizo pública, y que sus máximas autoridades discutieron con el jefe supremo de la dictadura cómo manejar la información sobre esos crímenes. La tardía admisión se produjo con el reconocimiento de la autenticidad del documento publicado aquí el domingo 6 de mayo sobre el diálogo secreto con el dictador Jorge Videla del 10 de abril de 1978, luego de un almuerzo del que participaron los tres miembros de la Comisión Ejecutiva que conducía a la institución. Pese a ello tanto el Episcopado como el Vaticano y la gran prensa siguen guardando un escandaloso silencio.

La cuestión de las listas

La judicialización del documento eclesiástico se produjo en la causa abierta para determinar lo sucedido con los restos de Roberto Santucho, a pedido de su familia, representada por el abogado Pablo Llonto. Santucho fue abatido por una partida del Ejército el 19 de julio de 1976 y su cuerpo exhibido a la prensa en Campo de Mayo, pero luego desapareció sin explicaciones. A raíz de la confesión de Videla a un periodista español y otro argentino sobre el asesinato de los detenidos-desaparecidos, la jueza federal de San Martín, Martina Forns, a cargo de esa causa, citó a declarar al ex dictador. Videla dijo que él había decidido ocultar el destino de los restos de Santucho para evitar homenajes pero que quien sabía qué habían hecho con ellos era el entonces jefe de Campo de Mayo, general Santiago Riveros. Ante el cuidadoso interrogatorio preparado por Forns, Videla respondió sus preguntas durante más de tres horas. Sin eufemismos dijo que los detenidos-desaparecidos eran “condenados” y “ejecutados” y que ese método se había adoptado por comodidad porque creían que “no provocaba el impacto de un fusilamiento público”, que “la sociedad no lo iba a tolerar”. Agregó que “era difícil pensar que tantas personas podían ser juzgadas y la Justicia estaba asustada por la persecución que habían sufrido los jueces” del Camarón, el tribunal especial que actuó entre 1971 y 1973 durante la penúltima dictadura. Cuando Forns lo interrogó sobre las listas de personas detenidas-desaparecidas, Videla contestó que eran incompletas y que no se publicaron, porque contenían errores e inexactitudes y no hubo acuerdo entre las tres Fuerzas Armadas que compartían el gobierno. Agregó que la información sobre el destino de cada persona es “una obligación moral” pero que no es fácil cumplir con ella “por la forma tabicada en que se procedía y en algunos casos no hay rastros de eso y no puede publicarse a medias”.

Un diálogo entre amigos

Pero durante el almuerzo con el cardenal Raúl Primatesta, arzobispo de Córdoba, el arzobispo de Santa Fe, Vicente Zazpe, y el de Buenos Aires, cardenal Juan Aramburu, quienes eran presidente y vicepresidentes del Episcopado, Videla dio otra explicación mucho más sincera acerca de la publicación de las listas y sobre lo sucedido a las personas detenidas-desaparecidas. Ello consta en una minuta para el Vaticano, que los tres eclesiásticos redactaron luego de ese almuerzo y que fue reproducida en esta página hace tres domingos, en la nota “Preguntas sin respuesta”. En un clima que Aramburu describió como cordial, Videla dijo que no era fácil admitir que los desaparecidos estaban muertos, porque eso daría lugar a preguntas sobre dónde estaban y quién los había matado. Primatesta hizo referencia a las últimas desapariciones producidas durante la Pascua de 1978, “en un procedimiento muy similar al utilizado cuando secuestraron a las dos religiosas francesas”. Videla respondió que “sería lo más obvio decir que éstos ya están muertos, se trataría de pasar una línea divisoria y éstos han desaparecido y no están. Pero aunque eso parezca lo más claro sin embargo da pie a una serie de preguntas sobre dónde están sepultados: ¿en una fosa común? En ese caso, ¿quién los puso en esa fosa? Una serie de preguntas que la autoridad del gobierno no puede responder sinceramente por las consecuencias sobre personas”, es decir los secuestradores y asesinos. Primatesta insistió en la necesidad de encontrar alguna solución, porque preveía que el método de la desaparición de personas produciría a la larga “malos efectos”, dada “la amargura que deja en muchas familias”. Se refería en forma implícita a la carta que esa misma mañana le había enviado el presidente fundador del CELS, Emilio Mignone, padre de la detenida-desaparecida Mónica Candelaria Mignone, y una de las más altas personalidades laicas del catolicismo argentino. Mignone había sido ministro de Educación en la provincia de Buenos Aires en la década de 1940 y viceministro de Educación nacional en la de 1960. El fundador del CELS le escribió a Primatesta que el sistema del secuestro, el robo, la tortura y el asesinato, “agravado con la negativa a entregar los cadáveres a los deudos, su eliminación por medio de la cremación o arrojándolos al mar o a los ríos o su sepultura anónima en fosas comunes” se realizaba en nombre de “la salvación de la ‘civilización cristiana’, la salvaguardia de la Iglesia Católica”. Agregó que la desesperación y el odio iban ganando muchos corazones. Al día siguiente del almuerzo, Zazpe le informó a Mignone que la Comisión Ejecutiva le había transmitido a Videla “todo lo que dice su carta”. Dijo que habían sido “tremendamente sinceros y no recurrimos a un lenguaje aproximativo” pero le advirtió, como si se tratara de una accesoria cuestión técnica, que había una “divergencia con su carta” acerca de la publicidad o reserva de esta entrevista. “En esta ocasión volvió a recurrirse a la reserva”, que dura hasta hoy. Primatesta informó luego a la Asamblea Plenaria que los obispos le plantearon a Videla los casos señalados en su carta por Mignone, de presos que en apariencia recuperaban su libertad pero en realidad eran asesinados; que se interesaron por sacerdotes desaparecidos, como Pablo Gazzarri, Carlos Bustos y Mauricio Silva, y por otros detenidos de los que pidieron la libertad y/o el envío al exterior. Pero el desarrollo completo del diálogo sólo consta en la síntesis para el Vaticano. Cuando Primatesta advirtió sobre las amargas consecuencias del método de la desaparición forzada, Videla asintió. También él lo advertía, pero no encontraba la solución, dijo. Zazpe preguntó: “¿Qué le contestamos a la gente, porque en el fondo hay una verdad?”. Según el entonces arzobispo de Santa Fe, Videla “lo admitió”. Aramburu explicó que “el problema es qué contestar para que la gente no siga arguyendo”. Según Aramburu, cuando Videla repitió que “no encontraba solución, una respuesta satisfactoria, le sugerí que, por lo menos, dijeran que no estaban en condiciones de informar, que dijeran que estaban desaparecidos, fuera de los nombres que han dado a publicidad”. Primatesta explicó que “la Iglesia quiere comprender, cooperar, que es consciente del estado caótico en que estaba el país” y que medía cada palabra porque conocía muy bien “el daño que se le puede hacer al gobierno con referencia al bien común si no se guarda la debida altura”.

Luego de la publicación, la jueza Forns solicitó la entrega del documento a la Conferencia Episcopal. Sin dilación, recibió una copia. De este modo, la máxima conducción católica de la Argentina corroboró en forma oficial y en un expediente judicial que tanto la Iglesia argentina como la Santa Sede, para la que se confeccionó esa minuta, estaban al tanto del asesinato de las personas cuya desaparición era denunciada por sus familiares y por los organismos defensores de los derechos humanos.

Copia Fiel

El facsímil que se publica a la izquierda es el que obtuve en forma subrepticia en la sede de la calle Suipacha que el propio Videla donó a la Conferencia Episcopal antes de dejar el poder, en 1981. Arriba a la derecha se observa el número con que está archivado, lo cual da una idea de la magnitud de ese archivo cuya misma existencia la Iglesia negó, en una nota que en el año 2000 me dirigió su presidente, cardenal Estanislao Karlic. El de la derecha es el que la actual conducción episcopal, presidida por el Arzobispo de Santa Fe, José Arancedo, remitió a la jueza Forns. Arriba a la izquierda se lee “Es Copia Fiel” y abajo a la derecha consta el sello de la Conferencia Episcopal Argentina. En ambos ejemplares de ese documento secreto se observa que la afirmación de Videla sobre la protección a quienes cumplieron sus órdenes criminales está completada a mano por Primatesta. Pese a la enorme trascendencia de este demorado reconocimiento, ninguna autoridad eclesiástica hizo la menor referencia pública al tema, aunque la Comisión Ejecutiva se reunió el 16 de mayo y emitió un documento, cuestionando la ley de muerte digna sancionada por el Congreso. Como si la enormidad del hecho les cortara el habla, tampoco los diarios Clarín, La Nación y Perfil se dieron por enterados de la publicación de ese documento fundamental para establecer el grado al que llegó la complicidad de la Iglesia Católica con la dictadura militar y su política criminal. Treinta y cuatro años después, el encubrimiento continúa. Cuando el periodista español Ricardo Angoso lo entrevistó en la prisión que el Servicio Penitenciario Federal tiene en Campo de Mayo, Videla dijo que “mi relación con la Iglesia Católica fue excelente, muy cordial, sincera y abierta”, porque “fue prudente”, no creó problemas ni siguió la “tendencia izquierdista y tercermundista” de otros Episcopados. Condenaba “algunos excesos”, pero “sin romper relaciones”. Con Primatesta, hasta “llegamos a ser amigos”. Se nota.

Dos copias del mismo documento. Arriba, la que obtuve en el archivo del Episcopado, cuya existencia misma la Iglesia negaba. El número 10.949 que lleva, agregado a mano por el ex secretario del Episcopado Carlos Galán cuando ordenó el archivo, da una idea de la magnitud de ese repositorio. Debajo, la versión oficial que este mes la Iglesia envió a la Justicia, a solicitud de la jueza Martina Forns. Le han borrado el número y le han agregado “Es copia fiel” y el sello de la Conferencia Episcopal.

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