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Igual que Carmena politizó las fiestas en sentido laico, su heredero enfatiza sus propias convicciones religiosas e identitarias, exhibiendo con luces y megalomanía la bandera de España
Los vaivenes de la política madrileña explican la distorsión iconográfica de la Navidad. A Carmena le gustaba despojarla de su dimensión confesional y litúrgica, empezando por la concepción de una cabalgata pedagógico-social que destronaba a los reyes en beneficio de las reinas, mientras que a Martínez Almeida le gusta enfatizar el patrioterismo religioso. Lo demuestra la bandera rojigualda que rodea el árbol de la plaza de España. Y lo acredita la iluminación de los puentes elevados, hasta el extremo de que las luces amarillas y rojas deslumbran en Juan Bravo y en la Castellana como si pretendiera evocarse la Epifanía… del 12 de octubre.
La españolía o el españolismo del alcalde expone la ciudad a sus convicciones. Y no se trata de abjurar de estas mega-banderas, lisérgicas y kitsch por motivos antipatrióticos, sino de preguntarse qué tiene que ver la iconografía navideña con los símbolos nacionales.
Igual que Carmena politizaba la Navidad tratando de eludir las tradiciones cristianas, Almeida la politiza transformándola en una referencia más identitaria que cultural, como si las hiperbólicas banderas iluminadas exhibieran la nostalgia nacional-católica y como si la ciudad terminara siendo un reflejo de la sensibilidad del alcalde.
Ocupa Almeida el mismo puesto que simbólicamente desempeñó Carlos III, alcalde de Madrid porque el Borbón fue el artífice del urbanismo italianizante con que se concibieron las grandes obras públicas de la capital. La corte madrileña atrajo para sí a los artistas transalpinos de mayor erudición, tanto en la arquitectura (Sabatini, Sacchetti) y la pintura (Tiepolo) como en la música (Boccherini).
Tiene sentido igualmente matizar el impulso a las artes menores y a la artesanía, como lo tiene enfatizar que su condición de rey de Nápoles redundó en un viaje de ida y vuelta cuya elocuencia explica que se transplantaran a Italia los turrones y los… belenes.
La tradición napolitana se remonta a la influencia originaria de San Francisco de Asís, pero la monarquía borbónica de Carlos III le concedió un impulso creativo que sobrevive casi 300 años después en medio de las barberías, las empresas funerarias, las motocicletas y los carteristas. Y no sólo en Navidad. La calle de San Gregorio Armeno, eje vertebral del mercado navideño y de los puestos de figuritas, abre todo el año, reivindicando una fascinante mezcolanza de superstición y devoción, artesanía y arte mayor, ortodoxia y heterodoxia, cristianismo y paganismo.
Los belenes son muy napolitanos y muy madrileños. Y no hace falta creer en Dios ni en Cristo para dejarse fascinar
Paganismo porque es Maradona quien ocupa la cuna del Niño en las versiones más transgresoras del belén. Y paganismo porque la iglesia que otorga el nombre a la calle napolitana se fundó sobre las ruinas de un templo consagrado a Ceres, diosa romana de la fertilidad expuesta tradicionalmente con el halo de una diadema.
Los belenes son muy napolitanos y muy madrileños. Y no hace falta creer en Dios ni en Cristo para dejarse fascinar por los prodigios que alojan los nacimientos históricos y contemporáneos que se exponen en los lugares de culto y en los espacios laicos de la villa.
Escribe Oliver Sacks en sus memorias que sus padres, judíos como él, eran muy practicantes y muy poco creyentes. Interesa el matiz porque define la distancia que existe entre el hábito sociocultural y las connotaciones religiosas y espirituales.
Se trata de compartir una tradición sujeta a arbitrariedades, evoluciones y regresiones, aunque la política se haya inmiscuido
Los romanos trazaron muy bien la diferencia discriminando a conciencia entre la religio y la superstitio. Concernía la primera al calendario litúrgico y a las celebraciones en comunidad. Que exigían fidelidad pero no fe y que servían de argumento integrador, identitario. La superstitio, en cambio, se restringía a la metafísica particular, a las creencias personales. Aludía a la manera privada en que los romanos experimentaban sus convicciones espirituales. Montar el belén en casa o en el trabajo, poner el árbol o movilizar los niños a la cabalgata no significa asumir una actitud confesional.
Se trata de compartir una tradición sujeta a arbitrariedades, evoluciones y regresiones, aunque la hipersensibilidad política explica que la política se haya inmiscuido donde no debe estar y sea omnipresente allí donde no tiene el menor sentido.
Los vaivenes de la política madrileña explican la distorsión iconográfica de la Navidad. A Carmena le gustaba despojarla de su dimensión confesional y litúrgica, empezando por la concepción de una cabalgata pedagógico-social que destronaba a los reyes en beneficio de las reinas, mientras que a Martínez Almeida le gusta enfatizar el patrioterismo religioso. Lo demuestra la bandera rojigualda que rodea el árbol de la plaza de España. Y lo acredita la iluminación de los puentes elevados, hasta el extremo de que las luces amarillas y rojas deslumbran en Juan Bravo y en la Castellana como si pretendiera evocarse la Epifanía… del 12 de octubre.