Esto del límite de la libertad de expresión es un laberinto de salida compleja. Los jueces acaban de encerrar en la cárcel a un rapero antes desconocido por difundir barbaridades cargadas de violencia, casi a la vez que una chica muy joven ataviada con camisa azul declamaba erizantes arengas contra los judíos, que investiga la fiscalía. El debate está en plena efervescencia: unos reclaman una despenalización rápida de los delitos, y otros plantean una reforma de calado que sitúe a España –donde parece que se da una especial persecución punitiva– al mismo nivel que los países de su entorno. Como no se trata de adentrarme aquí en el borrascoso mar del marco legislativo y sus interpretaciones, diré algo sencillo: todo sería más fácil si se cortara con la tendencia de acudir corriendo a los tribunales por cada cosa que hiere, disgusta o contraría, como ocurre también en la refriega política, cuya mezcla con lo judicial conforma ya una unidad compacta difícil de desligar.
Un juzgado de Córdoba acaba de archivar la causa contra las Maculadas sin remedio,una exposición de 14 pintoras denunciada por el PP y la asociación Presencia Cristina por ofensa a los sentimientos religiosos. El escándalo se desató porque uno de los cuadros, que por cierto fue rajado de arriba abajo por una mano negra aún sin identificar, refleja una imagen de la Virgen María levantándose el manto y con su zona genital a la vista. El juez ha estimado que las artistas no tenían el propósito de vejar sino de reivindicar sus ideas y ha sobreseído el caso, aunque es todavía recurrible en una instancia superior. La mayoría tienen un destino similar: felizmente las condenas son anecdóticas (dos en 40 años), lo que no evita el costoso trasiego de recursos, archivos y reaperturas, además de la zozobra de verse en el banquillo y el consiguientes efecto intimidatorio, susceptible de devenir en indeseable autocensura .
Una vez desaparecida del Código Penal la blasfemia (1988), la ofensa de los sentimientos religioso es el delito que más intensamente huele a naftalina de todos los que lindan con la libertad de expresión.
Una vez desaparecida del Código Penal la blasfemia (1988), la ofensa de los sentimientos religioso es el delito que más intensamente huele a naftalina de todos los que lindan con la libertad de expresión. Según argumentan los juristas expertos, carece de sentido: en ningún momento un supuesto ultraje a la religión impide practicar su fe al ofendido o cercena su libertad, que es el derecho a proteger. Pese al escaso éxito (es necesario demostrar la intención), las denuncias que apelan a esta figura –una reliquia del siglo XIX– están de moda. En los últimos años han proliferado igual que los hongos en la suciedad, mayormente formuladas por dos organizaciones ultracatólicas: la Asociación de Abogados Cristianos y el Centro Jurídico Tomás Moro.
La psicología sostiene que el hábito de sentirse ofendido suele responder a un pensamiento rígido que es incapaz de asumir que otros puedan conducirse con parámetros distintos a los propios. Cualquier disidencia respecto a las creencias privadas pasa a ser anatema público. En los hornos cofrades de Sevilla y otras ciudades semanasanteras de Andalucía arden con frecuencia una variada gama de estilos culturales que no observan estrictamente sus credos. Es una larga tradición que bebe de los antiguos actos de desagravios, con las salves y letanías recitadas por la multitud. Ahora bien, rara vez llegan a los tribunales. Las diferencias se solventan a través de los medios de comunicación, con una narrativa de auto sacramental hecha de artículos hiperventilados, en los que abundan los calificativos iracundos, y que a veces se saldan con el inmerecido ostracismo del objeto de los dardos de las airadas plumas.
Que conste que no estoy yo a favor, ni mucho menos, de que se insulte a la religión, a ninguna, ni de que se lastimen intencionadamente con zafiedades sentimientos de cualquier índole, tampoco los ideológicos o personales. Por supuesto, rechazo la incitación al odio, el enaltecimiento del terrorismo y la humillación a sus víctimas, a la par que las injurias a la Corona y las instituciones. Pero creo que no vendría mal buscar otras formas de disentir, rebatir y defenderse que no sea someter la palabra al dictamen de un juez. Existe una cierta propensión a tramitar causas que luego quedan en nada mientras se abren ciénagas sociales que luego cuesta sudores cerrar. En estos tiempos de exaltación de las emociones, meter entre rejas al que se pasa de rosca no parece la mejor solución.