Menos mal que no soy creyente y por tanto no guardo el Ramadán, si no, no podría escribir esta columna.
No podría porque como todo musulmán debería saber, el mes de Ramadán es un mes para reflexionar, rezar y tratar de encontrarse a uno mismo con Dios. Un mes de ayuno y espiritualidad. No se debe insultar ni mostrar ira. Hay que confraternizar con las personas y disfrutar de la familia en armonía.
Es una de las cosas que los jóvenes musulmanes en su mayoría no han aprendido. Si, esos mismos que se ofenden cuando criticamos el islam o su ideología, el islamismo. Los mismos que nos gritan airados ¡puta! ¡renegada!
No lo saben, en su ignorancia creen que cuando se pone el sol, aparte de poder beber y comer ya pueden meterse en las redes sociales y empezar a insultar como energúmenos, sobre todo a esas moras que no guardamos el Ramadán y lo decimos libremente. Y..: reíros, si, podéis reíros, nos dicen ¡moras! escupiéndolo como un insulto.
“Cuando acabe el magrib ( cuarta oración del día y hora de romper el ayuno) te contestaré”. Esto contestaba uno de ellos a un tuit de mi amiga Nao, conocida en las redes sociales por su valentía en no ocultar su ateísmo y su rechazo a lo que de misógino y opresor tienen las religiones.
Cuando terminó de cenar volvió para cumplir su amenaza e insultar con toda la potencia que las proteínas engullidas en la cena le habían prestado.
No soy creyente, pero me alarma constatar que los que dicen serlo tienen muy poca idea de los preceptos religiosos que creen cumplir. Este desconocimiento de su propia religión, esa que defienden con uñas y dientes, es un buen caldo de cultivo para formar futuros extremistas.
La desinformación en la que viven es propiciada por imames y ulemas que los quieren así, extremistas: esos jóvenes les hacen el trabajo sucio; van a estar presentes en las redes sociales asustando o amenazando a cualquier oveja descarriada: son los perros del islam radical. Las ideologías extremistas siempre se han servido de facciones violentas para amedrentar al disidente o incluso al moderado.
¿Qué hace el Estado al que pertenecen y se supone que tiene la obligación de protegerlos? Nada, mirar para otro lado, justificar lo injustificable y reunirse con representantes religiosos, los mismos que alientan este extremismo en esos chicos o chicas.
Estos jóvenes no viven en Pakistán, Afganistán, ni siquiera en el Magreb, viven en España, son nuestros vecinos, los compañeros de clase de nuestros hijos. Son amables y educados. Si te los encuentras en el rellano te saludarán siempre con deferencia. Pero cuando se ponen delante de un teléfono o de un ordenador, escupen toda su rabia. Esa frustración que los consume por dentro. Y si encuentran a alguna disidente como Nao o como yo misma no dudan en acosar o insultar porque no pueden consentir que alguien que se educó en una familia musulmana y que fue musulmana, disienta.
No pueden consentirlo porque nosotras conocemos y sabemos por haberlo vivido y con nosotras no les queda otro argumento que el insulto, la vejación y el acoso. Tienen que impedir a toda costa que hablemos porque a nosotras no nos pueden decir “Tu no tienes ni idea”, aunque más de uno lo intenta.
Estamos en el mes de Ramadán. Las instituciones, asociaciones o comunidades musulmanas nos explican en redes sociales y prensa que este es un mes sagrado, un mes para reflexionar, rezar y tratar de encontrarse a uno mismo con Dios. Un mes de ayuno y espiritualidad. Qué bonito, ¿verdad? Qué idea tan magnífica: un mes fuera de la rutina y la vorágine de la vida diaria, un mes para pensar en nosotros, en los demás, ayudando a nuestro cuerpo a curar los estragos de 11 meses de vida estresante y agitada, liberar nuestra mente de pensamientos bélicos, del desorden, un mes pensando en todos aquellos que carecen de lo indispensable para sobrevivir, un mes en el que no se puede criticar, insultar ni demostrar la ira.
Bajemos de la nube y dejemos de oír esa música celestial que nos transporta a paraísos individuales. En este mundo nuestro, el mundo real, el Ramadán no es tal cosa, está muy lejos de serlo.
Dicen que Dios le indicó a Mahoma que mantuviese la costumbre del ayuno que ya tenían sus ancestros. Fijó que durante el noveno mes, Ramadán, los creyentes se abstendrían de comer, beber o follar desde la salida de el sol hasta el ocaso.
Una letanía se repite entre los musulmanes, “Dios es perfecto, los musulmanes no”. No lo veo yo tan perfecto. Imagínense ustedes a qué cabecita loca se le podía ocurrir que una persona en aquellos desiertos árabes donde el agua no abunda y el sol castiga, podría estar pensando en otra cosa que no fuese beber agua después de aguantar al sol una media de 16 horas. No, cuando una persona tiene sed, no puede dejar de pensar en el agua, en toda el agua que podrá beberse cuando se ponga el sol.
Lo digo por experiencia: durante muchos años guardé el Ramadán, y no recuerdo tener tiempo de hacer una introspección ni ligera ni profunda, porque tanto mis hermanos, mis primos, y vecinos lo único que hacíamos durante el día era dormir, si podíamos, y atormentar a nuestras madres pidiéndole por favor que nos hiciera este plato o aquel otro para el iftar, la primera comida del día después de la puesta del sol.
No había tiempo de pensar en los demás, al menos no más que el resto del año, porque entre el trabajo o los estudios, la lengua de trapo y el estómago aullando por unas migajas y esperar con ansia la caída de la tarde, se nos pasaba el día.
Todo esto se agrava cuando además de hacer Ramadán, lo haces por obligación, sea social o familiar.
Yo tenía 8 años cuando me vino la primera regla; a partir de ese día ya se me consideraba una mujer, por lo tanto, entre otras obligaciones propias de mi sexo, tenía que cumplir con la religión guardando el Ramadán. Recuerdo desmayos en el cole y los bocadillos del recreo de mis compañeros. La sed y la larga espera hasta el iftar.
A esa edad, solo podía pensar en el agua, porque al cabo de unos días el apetito se va, Y aunque te pasas el día relamiéndote pensando en esa dulce chebaikia o en el pollo con ciruelas que está preparando tu madre, cuando llega la hora de comer, solo te entran cuatro cucharadas de sopa y algún dulce, y agua, ¡mucha agua!
Yo me sacrificaba, pero como siempre fui muy reflexiva, ya pensaba entonces que eso del Ramadán no estaba bien pensado, que así no debía ser. No era ni mejor ni peor persona cuando ese mes acababa, y tampoco apreciaba ningún cambio en las personas que me rodeaban, si acaso, más alegría porque ya no sentíamos la modorra de esas largas tardes de verano sin nada fresco que echarse a la boca. Así cuando crecí hubo un momento en que ya no lo hacía por fe, sino por inercia, porque era lo que tocaba, y luego por obligación.
No comía a escondidas porque en general no había ocasión, y mi madre seguro que se habría dado cuenta, no se le escapaba una. Un día de ayuno perdido significaba que durante el año tendría que recuperar ese día además de los 8 días preceptivos de la regla (durante el periodo estamos impuras, no podemos guardar el Ramadán). No me compensaba.
Era una broma constante lo de “llamar” a la regla cuando estabas en Ramadán, y qué mala suerte si te había venido antes de que el mes empezara: te esperaban 29 o 30 días de ayuno constante. Los niños tenían más suerte, no mucha más, también hay que decirlo: la edad para ellos de iniciarse en el ayuno suele rondar los 14 o 15 años.
No, ni los adultos ni los niños tienen tiempo para la espiritualidad. No hay un alto el fuego en las guerras, ni siquiera cuando ambos bandos son musulmanes. Se siguen produciendo atentados en nombre de Dios, incluso en tierra sagrada. En las ciudades hay más índice de trifulcas y delitos, la gente está más nerviosa, llevan sin fumar y beber todo el día, eso hace que cualquier tontería encienda una chispa violenta en cualquier persona normalmente apacible.
No se come frugalmente, como se debería, se come hasta hartarse, sin medida. Las familias hacen un despliegue económico que a veces grava el presupuesto familiar durante meses. Los insultos , improperios y la violencia crecen, los ánimos no están en lo que nos dicen que debe estar, en complacernos con la familia, con nosotros mismos y con Dios.
Se reza, claro que se reza. También se disfrutan en familia las noches y las cenas de todos juntos alrededor de la mesa, y se preparan iftar solidarios, se da de comer a los pobres, pero los pobres tienen que comer todo el año.
Es aquí cuando muchas instituciones se hacen un buen lavado de cara. Invitan a las autoridades a un iftar multitudinario, donde pueden mostrarles hasta donde llega la caridad musulmana. Las autoridades acuden presurosas, no se puede desperdiciar ningún voto. Este año se quedan sin cena.
Hasta hay quien se emociona con el adan (llamada a la oración), como le pasó a una regidora de Lleida, mujer feminista y a cargo del área de igualdad. En su emoción debió de olvidar a todas las niñas que en ese preciso momento veían como en nombre de una religión se vulneraba uno de sus derechos principales, el derecho a beber agua y a comer. No importan, total, son musulmanas.
Si esa regidora se enterase de que en tal casa hay una niña de ocho apellidos catalanes o españoles, obligada a no beber agua durante 16 horas seguidas creo que su reacción sería otra muy distinta.
Ya de pequeña pensaba que esto no estaba muy bien pensado, que Dios no podía ser tan tonto o tan malvado. Claro que también pensaba que cuando fuese mayor nadie estaría obligado a creer en un Dios, y que todos seríamos libres para guardar el Ramadán o no.
Pasan los años y la obligación en muchos países se ha hecho ley: 6 meses de cárcel en Marruecos a quien se sorprenda comiendo en Ramadán en público. Y aún se llega más lejos en este fanatismo por guardar las normas y los dogmas: vecinos denuncian a otros vecinos si sospechan que han comido.
No, no hay tiempo para la espiritualidad, a lo mejor porque atávicamente sabemos que el Ramadán se instauró por una razón totalmente práctica. La falta de agua.
Mimunt Hamido Yahia