El propagandista no desea que sus discípulos observen el mundo y que escojan libremente un propósito que a ellos les parezca valioso. Desea, como un artista jardinero, que su crecimiento esté dirigido y se deforme para adaptarse a sus fines. (Bertrand Russell: Las funciones de un maestro)
Empieza el nuevo curso académico y seguimos instalados en un interminable limbo. Funcionando en las enseñanzas no universitarias con un marco legal –la LOMCE, también conocida como ley Wert– que está como en suspenso, pero medio en vigor, entre contradicciones (el currículum que se lee en el BOE para la asignatura de historia de la filosofía de segundo de bachillerato no se puede impartir con la recortada carga horaria que se le otorga) y despropósitos (hay asignaturas optativas la mar de interesantes que no se imparten por no alcanzar el mínimo de alumnado estipulado, pero la religión católica hay que impartirla cueste lo que cueste). En este contexto, cada autoridad educativa de cada una de las autonomías que en este reino nuestro son, hace de su capa un sayo y dicta instrucciones a mansalva y de lo más variado para mejorar lo que no tiene mejora posible y sólo consigue incrementar la confusión.
René Descartes dejó escrito hace casi cuatro siglos en la segunda parte de su Discurso del método que «la multiplicidad de leyes frecuentmente sirve para los vicios de tal forma que un Estado está mejor regido cuando no existen más que unas pocas leyes que son minuciosamente observadas». Más razón que un santo. Si no, que se lo digan a los editores de libros de texto, quienes reunidos hace unos días con la ministra de Educación, Isabel Celaá, se quejaban amargamente de las diferencias tan abismales que existen en los contenidos que los alumnos tienen que estudiar dependiendo de su comunidad autónoma. En un informe reciente de la Asociación Nacional de Libros de Enseñanza (Anele) se denunciaba los mecanismos, cada vez más políticos, para que los libros de texto recojan «lo que quieren (los políticos) y no lo que dice la ciencia». Ahí queda eso.
Con la educación de este país habría que hacer lo que Descartes se propuso con el edificio entero del conocimiento: echarlo abajo por completo y construirlo de nuevas empezando por sus cimientos. Lo mismo cabe aplicar a la institución de la educación en España, llena de remiendos y sufridora de mil y una chapuzas que no hacen sino acrecentar sus achaques. ¿Será esta una manifestación más de esa mediocracia que rige los designios del mundo según el filósofo canadiense Alain Deneault, y que –según él– fomenta al profesor que, independientemente de su valía, no critica el programa educativo? El compañero Andreu Navarra respondería afirmativamente a tenor de la tesis que desarrolla en su libro elocuentemente titulado Devaluación continua y que, en sus propias palabras, se resume así: «La educación actual ha convertido al docente en un monitor de tiempo libre». Como titular de impacto no está nada mal. Habría que leer el libro.
Lo cierto y verdad es que el asunto de la educación –pilar fundamental de toda sociedad que quiera considerarse civilizada– viene siendo tratado desde hace ya demasiado tiempo como la pobre bestia de la La vaquilla, la vitriólica y esperpéntica película del genial José Luis García Berlanga. En ella, una enclenque res acaba muriendo víctima de las irracionales porfías entre soldados enfrentados en la Guerra Civil que la quieren por motivos distintos, siendo devorada por las moscas y gusanos sin poder ser aprovechada ni por unos ni por otros. Enésima prueba irrefutable de que existe esta refriega, más o menos activa pero siempre latente, por el control ideológico de la educación es la orden dada por la Consejería de Educación de Murcia estableciendo la obligatoriedad de pedir permisos expresos a los padres o tutores para actividades de sus hijos en las clases. Sobre lo que pienso a este respecto, léase este mi artículo (no quiero repetirme); en cualquier caso, se trata de una burda tutela de la labor del profesorado, el cual requiere de la confianza de los padres en la institución educativa para desarrollar su trabajo.
Como en Murcia, también en Andalucía tenemos nuestra autonómica panoplia de incontables órdenes, directrices e instrucciones de la más variopinta laya. Quiero detenerme en estas líneas en una de fecha de veintisiete de junio pasado en la que nos recuerda la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía (CEJA) la obligación de ofrecer por parte de los institutos un cierto número de asignaturas en los tres primeros cursos de la educación secundaria obligatoria (ESO). Pongo mi atención en la asignatura de Iniciación a la actividad emprendedora y empresarial, asignatura de libre configuración autonómica dotada de dos horas semanales (como la historia de la filosofía, que sólo aparece en segundo de bachillerato). Al recordársenos en la referida instrucción que se trata de una materia «de oferta obligatoria para los centros» se destaca en las observaciones respectivas lo siguiente: «La materia Iniciación a la actividad emprendedora y empresarial debe ocupar un lugar preponderante porque contribuye a educar ciudadanos emprendedores, capacitados para ser innovadores, tener dotes de persuasión, negociación y pensamiento estratégico, asumir riesgos, etc. Las cuales son capacidades muy demandadas en la sociedad actual». Tienen que ser muy demandadas ciertamente y lo consideran de importancia nuestras autoridades educativas («debe ocupar un lugar preponderante») pues en el currículum de la filosofía de 1º de bachillerato se le ha hecho un huequito al emprendimiento y la empresa mediante la inclusión de un bloque de filosofía y economía, en el que la filosofía y la empresa quedan identificadas «como proyecto racional» (orden de 14 de julio de 2016 de la CEJA). Más o menos una década antes, siendo presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, la misma asignatura dejó de llamarse por un tiempo «Filosofía» para denominarse «Filosofía y Ciudadanía». Otros tiempos, otro Gobierno, otro sesgo ideológico sobre los planes de estudios.
Debo confesar que mis tres décadas largas en este oficio de la enseñanza me colocan del lado de las tesis de la psicóloga Judith R. Harris, quien en su libro El mito de la educación aplica de forma admirable el escepticismo científico para someter a una muy necesaria cura de humildad a la institución social de la educación, tanto escolar como familiar. Ojalá todos los problemas y necesidades de una sociedad se resolviesen poniendo una asignatura ad hoc en todas las escuelas e institutos (ya puestos, ¿por qué no una asignatura llamada «iniciación a la actividad agrícola y de protección del territorio rural» que nos resuelva el grave problema de la así llamada «España vaciada»?). Los que trabajamos en esto –y entiendo que todos los padres y madres realistas y sensatos– sabemos que los jóvenes no son pizarras en blanco sobre las que los educadores imprimimos caracteres indelebles moldeando a placer sus mentes; de lo contrario, debido a mi intensiva y prolongada educación católica, recibida por todos los de mi generación en este país, yo debería ser el más conspicuo devoto parroquiano de comunión diaria. Y les aseguro que no es el caso.
Bertand Russell iba más lejos en esta visión escéptica sobre la educación –sobre todo, cuando se pone al servicio de ciertos fines políticos– en su magnífico ensayo Las funciones de un maestro, escrito hace más o menos un siglo, pero de una actualidad pasmosa. En él se refiere el filósofo inglés a una asignatura por entonces existente en los Estados Unidos de Norteamérica de nombre «Instrucción cívica» (si es que no hay nada nuevo bajo el sol) de la que habla en los siguientes términos: «Se enseña a los jóvenes una especie de relato modelo sobre cómo se supone que deben conducirse los asuntos públicos, y se les aleja cuidadosamente de todo conocimiento acerca de cómo se conducen en realidad. Cuando los jóvenes crecen y descubren la verdad, el resultado es con frecuencia un completo cinismo en el que se pierden todos los ideales públicos, en cambio, si se les hubiese enseñado la verdad con cuidado y con comentarios adecuados, en una edad más temprana, podrían haberse convertido en hombres capaces de combatir males que, de este modo, aceptan con un encogimiento de hombros» (p. 219-220)
Una cuestión de fondo nada baladí que subyace a esta necesidad de organizar el conjunto de asignaturas que el alumnado ha de estudiar es la que cabe formular mediante la pregunta ¿qué merece la pena saber?, pregunta que da título a uno de los capítulos del libro Escuelas creativas de Ken Robinson, heterodoxo pedagogo británico que lleva años abogando por un cambio de paradigma en la educación. En efecto, como él lo define en el citado libro, «el plan de estudios es un esquema estructurado de todo aquello que los alumnos deben saber, entender y poder hacer» (p. 182). Es un asunto enormemente controvertido en el ámbito de la política educativa y sujeto a criterios de índole diversa y muy discutible, sujeto siempre a las circunstancias históricas (piénsese solamente en lo que se enseñaba en las scolae medievales y lo que se enseña ahora en nuestras escuelas). Considero, además, que un plan de estudios dice mucho de cuáles son los valores verdaderamente apreciados en una sociedad y momento determinados, qué fines persigue y qué medios son los considerados adecuados para alcanzarlos.
¿Qué nos revela la presencia de la asignatura Iniciación a la actividad emprendedora y empresarial? Según se infiere de los documentos, incluidas las programaciones didácticas elaboradas por los departamentos de economía de los institutos, cultivar ese espíritu emprendedor que nos lleve a tener más empresarios y empresas que nos permitan ser más competitivos a nivel nacional e internacional, como viene a decirse en una de las programaciones que he consultado. Porque, claro, ¿quién crea empleo? El empresario, esa persona que, contra viento y marea, tiene un sueño preñado de prosperidad para todos y que, a pesar de los riesgos que ha de asumir en solitario, lo realiza para beneficio de la sociedad en su conjunto. El opuesto de esta figura es el funcionario, elemento gregario, anónimo y gris, que no crea riqueza ninguna limitándose a cumplir con una función que le asigna el Estado, el cual aparece en gran número de ocasiones como el leviatán que, lejos de alentar la iniciativa empresarial, la castiga con burocracia desalentadora y cargas fiscales que acaban por ahogarla.
En 23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo, el economista Ha-Joon Chang nos muestra de forma didáctica que hay ciertas creencias asumidas como verdades sobre la economía de libre mercado por la opinión pública que conviene someter a examen crítico. Entre ellas está el axioma según el cual el espíritu empresarial es el que da aliento al dinamismo económico. Así lo enuncia el profesor Chang: «Si no hay empresarios que busquen nuevas oportunidades de ganar dinero generando nuevos productos y respondiendo a una demanda insatisfecha, no se puede desarrollar la economía. De hecho, uno de los motivos que explican la falta de dinamismo económico en una serie de países que van desde Francia hasta todos los estados del mundo en desarrollo es la falta de iniciativa empresarial» (p. 183).
Si los Estados Unidos de Norteamérica es la gran potencia económica que es, ello se debe a las altas dosis de espíritu emprendedor que bulle en el pecho de sus ciudadanos. En Europa se ve que andamos escasos de eso y así nos va, que no prosperamos. Pero el caso es que, según datos de la OCDE, en los países en vías de desarrollo hay emprendimiento e iniciativa empresarial a espuertas; de hecho, una persona de un país en vías de desarrollo tiene más del doble de posibilidades de ser empresaria que el habitante de un país desarrollado (el 30 por ciento frente al 12,8). Los emprendedores de los países ricos no alcanzan el punto de heroísmo de los de los pobres dado que éstos se enfrentan a problemas constantes derivados de infraestructuras defectuosas, corrupción política crónica, inseguridad galopante, escasez de mano de obra convenientemente formada, etc. El mundo en desarrollo cuenta comparativamente con más espiritu de emprendimiento en cantidad y en calidad, pero no por ello consiguen salir de su estado de pobreza. «La iniciativa empresarial se ha convertido –nos explica el profesor Chang– en una actividad colectiva, sobre todo, en el último siglo; por eso la pobreza en organizaciones colectivas se ha erigido en un obstáculo aún mayor al desarrollo económico, y no las deficiencias individuales en cuanto a espíritu emprendedor» (p. 184). No basta con la iniciativa individual y heroica para que un país prospere. Tal visión individualista de la empresa se ha vuelto obsoleta con la evolución del capitalismo. Ahora, un emprendedor tocado por los dioses de la iniciativa empresarial requiere de toda una infraestructura institucional, producto de un esfuerzo colectivo, que sólo puede proporcionar un Estado que funcione para alcanzar ese éxito soñado; instituciones educativas, científicas, tecnológicas, de seguridad, legislativas, etc. Por eso concluye Chang: «Hoy en día, la capacidad colectiva de crear y gestionar organizaciones e instituciones eficaces es mucho más determinante para la prosperidad de un país que el empuje, y aún que el talento, de los individuos que la integran» (p. 193).
Me opongo por completo a cualquier forma de adoctrinamiento en el aula. Por eso considero necesario el máximo escrúpulo a la hora de establecer las asignaturas que conforman la estructura de los planes de estudios de nuestros jóvenes, no sea que a través de ella se nos cuele algún sesgo ideológico. No se trata de compensar adoctrinamientos justificando, por ejemplo, la presencia en las escuelas de la religión ofreciendo como alternativa «valores éticos» (¿para cuándo una escuela pública laica?). La actividad medular en las aulas debiera ser siempre el cultivo del conocimiento (científico o basado en las ciencias) y el librepensamiento. Recelo de esta clase de asignaturas, supuestamente bien intencionadas, a las que pertenecen la educación para la ciudadanía y la iniciativa al emprendimiento por el pecado original que tienen de haber pensado por los alumnos lo que les conviene. Por supuesto que deben conocer los rudimentos de la política que permiten a un ciudadano ejercer su papel de tal responsablemente y claro que deben saber de economía y cómo funcionan las empresas, pero sin abandonar jamás la perspectiva crítica; son ellos y sólo ellos los que por sí mismos han de escoger sus valores, decidir cómo priorizarlos, establecer sus fines vitales y juzgar qué medios son los más apropiados para alcanzarlos.
A todo esto, y dado que se trata de fomentar el espíritu emprendedor de nuestra patria para «dinamizarla», que empiecen nuestros políticos dando ejemplo (no hay mejor recurso educativo que la ejemplaridad) mostrando esas mismas virtudes que quieren para nuestros jóvenes según reza en los objetivos de la susodicha asignatura de la ESO, demostrando su capacidad para ser innovadores, sus competencias para la negociación y para el pensamiento estratégico, sacándonos a todos de una vez por todas de este limbo en el que se halla encallada la Educación de nuestro país. ¡Sean emprendedores! De lo contrario, –Russell sabiamente advierte– crecerán el cinismo y la merma de los ideales políticos en la ciudadanía. Letal para la democracia de un país (además de para su economía, por supuesto).
José María Agüera Lorente. Profesor de Filosofía
BIBLIOGRAFÍA DE REFERENCIA:
- CHANG, HA-JOON: 23 cosas que no te cuentan del capitalismo. Debate. Barcelona, 2012.
- RUSSELL, BERTRAND: Ensayos impopulares. Edhasa. Barcelona, 2003.
- ROBINSON, KEN Y ARONICA, LOU: Escuelas creativas. Debolsillo (Punto de Lectura). Barcelona, 2016.