Las redes sociales se parecen cada vez más a las redes cloacales: depositamos en ellas todas nuestras inmundicias. Pero esta semejanza escatológica no debe hacernos perder de vista las diferencias: si las cloacas recolectan los excrementos del cuerpo, y los ocultan con discreción, Facebook y Twitter recolectan los excrementos del alma, y los exhiben con desparpajo.
La marea de repercusiones del incendio de Notre-Dame es un buen botón de muestra. Constituye una radiografía acabada de la cloacalización de las redes sociales: cobertura sensacionalista de los medios, sentimentalismo pacato, declaraciones políticamente correctas pour la galerie de gobiernos y celebridades, interpretaciones providencialistas del siniestro dignas del Antiguo Testamento, teorías conspiranoides a lo Dan Brown, memes cáusticos y burlescos de la guerrilla troll, hipocresía burguesa, maniqueísmo, razonamientos simplistas, verdades a medias y olvidos culposos, instrumentalización grosera de lo ocurrido, chovinismo francés, eurocentrismo, plañiderxs lamebotas, celebraciones revanchistas, chicanas, fake news, debates estéticos de esquematismo brutal y argumentos pseudohistóricos de una ignorancia supina. Vale decir, un catálogo de miserias humanas.
La prensa hegemónica hizo su agosto: lucró con el amarillismo, el morbo y el patetismo: bulos alarmistas, inventarios minuciosos de los estragos del incendio, notas de color… Nuestro país no fue la excepción. Clarín tituló: “Una profecía de Nostradamus ¿predijo el incendio de la Catedral de Notre-Dame?”. La Nación no quiso ser menos: “El argentino que salió de Notre-Dame minutos antes del incendio”. El Sol de Mendoza, por su lado, entró en el excitante juego de las especulaciones contrafácticas: “Aseguran que Notre-Dame se salvó por media hora”. Visión Liberal llegó a preguntarse: “¿El fuego terminará con la maldición de las gárgolas de Notre Dame?”…
Esta tendencia a estimular y mercantilizar los grandes duelos públicos es tan vieja como el periodismo de masas, y de sobra conocida. También lo es su selectividad: no todas las catástrofes son objeto de igual atención y empatía. Hay pérdidas arquitectónicas que merecen más visibilidad y tristeza que otras, conforme a criterios ideológicos muy pertinaces pero rara vez asumidos y explicitados. Vale la pena llorar por los monumentales Budas de Bāmiyān, porque fueron dinamitados por el régimen talibán; pero no así por la legendaria Bagdad, porque fue bombardeada por el Tío Sam…
Una digresión: lo dicho vale también, claro está, para las víctimas de la violencia política, una cuestión álgida a la que Judith Butler le ha dedicado dos obras sesudas. “¿Por qué las muertes israelíes y palestinas no se perciben igual de horrorosas?”, se pregunta la filósofa norteamericana en Vida precaria. El poder del duelo y la violencia (2004), a propósito del conflicto de Medio Oriente. Las muertes causadas por el sionismo, las vidas que Israel aniquila en Cisjordania y Gaza, “¿no se consideran verdaderas muertes ni vidas dignas de recuerdo porque se trata de palestinos o porque son víctimas de la guerra?”. En Marcos de guerra. Las vidas lloradas (2009), Butler reflexiona: “Cuando una población parece constituir una amenaza directa a mi vida, sus integrantes no aparecen como «vidas» sino como una amenaza a la vida (una figura viva que representa la amenaza a la vida). Esto se agrava en las condiciones en las que el islam es visto como algo bárbaro, o premoderno, como algo que no se ha conformado aún a esas normas que hacen reconocible lo humano. Esos a los que nosotros matamos no son del todo humanos, no son del todo vidas, lo que significa que no sentimos el mismo horror y la misma indignación ante la pérdida de sus vidas que ante la de esas otras que guardan una semejanza nacional o religiosa con nuestras propias vidas”. Corresponde entonces, pues, plantearse el interrogante de “si las variedades de lo letal son aprehendidas de manera diferente, si reaccionamos ante las muertes causadas por atentados suicidas más enérgicamente y con mayor indignación moral que a esas otras muertes causadas, por ejemplo, por un bombardeo aéreo. Pero aquí cabe preguntarse si no hay también una manera diferencial de considerar a las poblaciones, ya que algunas aparecen desde el principio como muy vivas y otras como más cuestionablemente vivas, tal vez incluso como socialmente muertas […], o como figuras vivientes de la amenaza a la vida. […] La guerra –o más bien las guerras– en curso se basa en y perpetúa una manera de diferenciar las vidas entre, por un lado, las que son merecedoras de defenderse, valorarse y ser lloradas cuando se pierden y, por otro, las que no son del todo vidas, no del todo valiosas, reconocibles o dignas de duelo”.
La lógica que opera detrás de esta jerarquización de la mortandad humana es la misma que subyace a la dispar ponderación de los daños que sufre el patrimonio cultural: monumentos, obras de arte, sitios arqueológicos, edificios históricos. Es una lógica constante, que se evidencia en todos los casos: en los de causa violenta (bombardeos, atentados, saqueos, iconoclastia, vandalismo) y en los de causa natural (inundaciones, terremotos, huracanes, etc.) y también en los de causa accidental, como los incendios desatados por un cortocircuito (esto es lo que pasó, al parecer, con la catedral parisina). Hay pérdidas patrimoniales que mortifican o indignan más que otras: la devastación de las ruinas grecorromanas de Palmira a manos de los yihadistas de ISIS generó una ola de repudio internacional, no así la furia «redentora» de los Aliados contra Japón durante la Segunda guerra mundial, que destruyó el Santuario Meiji, la fortaleza Shuri, el Palacio Imperial de Tokio y la torre del Castillo de Osaka, entre otras joyas arquitectónicas invaluables de la civilización nipona. La furia iconoclasta que el islamismo radical descargó sobre Tombucú, la milenaria urbe del Sahara, allá por 2012, escandalizó a la comunidad internacional de un modo que jamás lo había hecho la decisión israelí de demoler –durante la guerra de los Seis Días– todo el Barrio Marroquí en la Ciudad Vieja de Jerusalén, incluyendo la mezquita de Sheikh Eid, una de las pocas que se conservaban de los tiempos de Saladino. En los 90, Europa echó mucho de menos las stavkirker(iglesias de madera) de la Noruega medieval quemadas por Varg Vikernes y otros músicos de black metal, pero no tanto las mezquitas bosnias del siglo XVI –reliquias del esplendor otomano– destruidas por las tropas de Croacia y Srpska.
Pero volvamos a Notre-Dame. El pathos trágico y elegíaco no fue privativo de los grandes medios. En todo el planeta, millones de usuarixs de redes sociales se hicieron eco del aciago suceso parisino: recuperación nostálgica de viejas fotos personales sacadas en el exterior e interior de Notre-Dame, pésames al pueblo francés y la grey católica, propalación de imágenes del Quasimodo de Disney abrazando a la catedral, etc. Las cursilerías lacrimógenas estuvieron a la orden del día, y del luto se hizo un espectáculo. La fiebre conmemorativa inundó YouTube de videos improvisados y canciones recicladas. Quienes no participamos de este tsunami debimos parecer misántropos o extraterrestres, igual que quienes no tuvimos interés alguno en ver, un día antes del incendio, el estreno de la octava y última temporada de Game of Thrones.
Para un Macron al que los gilets jaunes tenían contra las cuerdas, el siniestro de Notre-Dame resultó un regalo caído del cielo. El pueblo francés, aturdido por las noticias, distraído con el duelo nacional, dejó de enfocarse en la lucha contra las políticas neoliberales del gobierno, y abrió sus oídos a los cantos de sirena del patriotismo y la concordia. “El incendio de Notre-Dame nos recuerda que nuestra historia no se detiene nunca, que siempre habrá dificultades que superar, que aquello que creemos indestructible puede ser dañado”, sentenció el presidente en su discurso televisado desde el Palais de l’Élysée. “Somos un pueblo de emprendedores. Tenemos mucho que reconstruir. Y la reconstruiremos. Más bella todavía”, prometió con calculada emotividad. Y luego anunció: “Quiero que esté terminada en cinco años. Podemos hacerlo”. Entre otras frases de intención reconciliatoria, Macron manifestó: “Comparto vuestro dolor, pero también vuestra esperanza. Ahora tenemos que trabajar. Actuaremos y triunfaremos”.
Donald Trump tuiteó: “Acabo de tener una maravillosa conversación con el papa Francisco ofreciendo las condolencias del pueblo de los Estados Unidos por el fuego horrible y destructivo en la Catedral de Notre-Dame”. Pedro Sánchez, el presidente del gobierno español, hizo otro tanto: “El incendio de Notre-Dame es una catástrofe para Francia. Y lo es para España y para Europa. Las llamas arrasan 850 años de historia, de arquitectura, de pintura, de escultura. Será difícil olvidarlo. Francia puede contar con nosotros para recuperar la grandeza de su patrimonio”. Angela Merkel señaló en su condolencia que la catedral parisina es “un símbolo de Francia y de nuestra cultura europea”. Bolsonaro, por su parte, escribió: “En el nombre de los brasileños, manifiesto profundo pesar por el terrible incendio que arrasa uno de los mayores símbolos de la cultura y la espiritualidad cristiana y occidental, la catedral de Notre-Dame en París. En este momento sombrío, nuestras oraciones están con el pueblo francés”. Mike Pence, el vicepresidente de EE.UU. –otro adalid de la derecha cristiana– expresó en su cuenta de Twitter que “es desgarrador ver una casa de Dios en llamas”.
No podía faltar Mauricio Macri en este coro de mandatarios neoconservadores y chupacirios. La cancillería hizo público este comunicado: “El Gobierno argentino manifiesta su profunda consternación por el terrible incendio que afecta a la Catedral de Notre-Dame, ícono religioso y cultural de Francia, Europa y toda la cristiandad. En este momento tan difícil, la Argentina acompaña a la Arquidiócesis de París, así como al Gobierno y a todo el pueblo francés, en su desolación y tristeza”. La noche del lunes, la cúpula del CCK fue iluminada con los tres colores del pabellón francés en señal de pésame, un gesto fraternal que no se ha tenido con otros países que han sufrido calamidades iguales o mayores (por ejemplo, la periférica –y musulmana– Indonesia, que en septiembre del año pasado resultó alcanzada por un sismo que dejó un saldo de miles y miles de personas muertas, heridas, desaparecidas y evacuadas, amén de cuantiosas pérdidas materiales).
La farándula y el mundo del fútbol también dijeron presente. Naomi Campbell, Neymar, Maisie Williams, Antonio Banderas, Eva Longoria, Paul Pogba, Cher, Alejandro Sanz, Mira Sorvino, Ivan Rakitić, Thalía, Ángel Di María, Glenn Close, Kylian Mbappé, Anne Hathaway, Pocho Lavezzi… Hubo condolencias a granel por el desastre de Île-de-France y anuncios «desinteresados» de filantropía burguesa a los cuatro vientos. Salma Hayek se congratuló de que su marido, el magnate francés François-Henri Pinault, prometiera donar 100 millones de euros para la reconstrucción de la catedral gótica más famosa del mundo.
En Argentina, la mediática Jimena Barón estuvo en el ojo de la tormenta con el tweet “Si ayudaran a que la gente no muera de hambre tan rápido como donan guita para reconstruir Notre Dame…”, que suscitó un alud de reproches, sarcasmos e improperios. También la vedette María Eugenia Ritó fue escarnecida por tuitear un comentario de tenor similar: “mueren miles de personas por día y nadie se lamenta”. Como era de esperar, tampoco la «notredamanía» se ha salvado de la grieta vernácula. Los exabruptos de francofobia y los contraataques de francofilia anegaron las redes sociales, y el forobardo hizo furor.
Circularon conjeturas de toda índole sobre el origen del incendio, muchas de ellas obscenamente retorcidas, absurdas y ventajistas. En Serbia, por caso, los periódicos Alo e Informer aventuraron que el siniestro se debió a la ira divina. ¿Por qué? Porque en noviembre del año pasado, con motivo del centenario del armisticio de Compiègne (fin de la Primera Guerra Mundial), Notre-Dame fue escenario de una ceremonia alusiva en la cual se exhibieron las banderas de todos los países invitados, entre ellos Kosovo, cuya independencia no es reconocida por Belgrado. Tamaña afrenta al honor nacional de Serbia no podía quedar impune ante los ojos del Señor. Como se ve, el providencialismo a la manera acomodaticia de un Eusebio de Cesarea, de un San Agustín o un Bossuet, todavía tiene cultores. Eso sí: el castigo de Dios a la catedral sacrílega se demoró cinco meses, y la nación kosovar permanece separada de Serbia. Las razones de la Providencia –pretextaría un teólogo cristiano afín al nacionalismo serbio– pueden resultar indescifrables a la razón humana…
No podían faltar, en este delirio de «notredamanía», las teorías conspirativas de talante paranoide. Un periodista de Time Magazine deslizó que “un amigo jesuita” le había comentado que trabajadores de la catedral creían que se trataba de un daño intencional. En Estados Unidos y Corea del Sur, YouTube difundió por equivocación un video de Notre-Dame en llamas con un zócalo que rememoraba el 11-S. Opinólogxs del ciberespacio dieron por descontado que las imágenes de un bombero cerca del incendio correspondían a un «chaleco amarillo» de aspecto criminal, y la escultura mariana del portal del claustro fue confundida con un intruso sospechoso. La hipótesis del atentado terrorista, en sus distintas variantes, tuvo amplia difusión: célula islamista, banda neonazi, secta satánica, grupo anarquista, pandilla anticristiana, etc. Internautas sin escrúpulos desempolvaron y propalaron una vieja nota policial de The Telegraph de 2016 intitulada “Tanques de gas y documentos árabes encontrados en un auto no identificado cerca de la catedral parisina Notre-Dame disparan temores de terrorismo”. Rassemblement National, el partido derechista e islamofóbico de Le Pen, apostó fuerte por las declaraciones ambiguas, el punitivismo patriotero y la demagogia de la suspicacia. Se ha vendido y comprado mucho pescado podrido en estos días. Los rumores conspiranoides de un autoatentado del gobierno también circularon con fuerza: Macron, vapuleado por el movimiento de los gilets jaunes, habría maquinado el siniestro para generar una cortina de humo que le diera una tregua y le permitiera recomponer su imagen pública.
Estos días trabajaron a destajo las fábricas de denuncia antiimperialista y humor negro anticlerical. Por un lado, memes alusivos al contraste obsceno que existe entre la sobreexposición del incendio de Notre-Dame y la invisibilización de los bombardeos franceses en Siria. Por otro, chistes, burlas y sarcasmos en torno al apotegma la única iglesia que ilumina es la que arde. Reacciones legítimas y necesarias a la «notredamanía», sin dudas, pero con derrapes considerables de francofobia y anticristianismo que no suman. Por allí leí que interpretar literalmente ese epigrama atribuido –con muy escasa verosimilitud– a Kropotkin, y también a Durruti, es un acto de mala fe. Lo es, en efecto, al menos en muchos casos (pienso en todas aquellas personas y organizaciones que no bregan por la quema de templos, sino por la erradicación de cualquier forma de coacción o privilegio religiosos). Pero me pregunto si la necesidad de tener que aclarar públicamente, de modo reiterado, que solo se trata de una metáfora, de una figura, no está desnudando un desacierto retórico, táctico y propagandístico. ¿Sirve siempre provocar? ¿Es conveniente una militancia de discursividad endogámica o autorreferencial que espanta a las masas en vez de atraerlas? Si las humoradas anticlericales no trascienden la función testimonial de un rito de confirmación para iniciadxs, si ellas no interpelan –con alguna cuota de eficacia o persuasión– a quienes no piensan ni militan como nosotrxs, entonces tendríamos que admitir que no reportan beneficio político alguno.
Hubo asimismo, en las redes sociales, discusiones «estéticas» de desoladora pobreza intelectual. Muchas personas, en su afán de llevar agua al molino del antiimperialismo o del anticlericalismo, se empeñaron en denegar todo valor artístico a Notre-Dame arguyendo que las catedrales góticas son nada más que rémoras del oscurantismo medieval, símbolos de poder del Occidente cristiano y neocolonial. Nada bello o rescatable habría en ellas. Todo lo que representan o significan sería despreciable, odioso, vituperable… Sin matices, sin atenuantes. La execración absoluta de Notre-Dame como obra de arte, como patrimonio cultural, solo es posible en un pensamiento de premisas sospechosamente unívocas, de inferencias demasiado mecánicas y apresuradas. Un pensamiento simplificador, hostil a la complejidad de lo real, que no reconoce otro criterio de validez que el de la propia militancia política.
La execración de Notre-Dame contó, en algunas ocasiones, con el siguiente argumento de refuerzo: las catedrales góticas de la Edad Media habrían sido construidas con mano de obra esclava. Por lo tanto, no debiera compungirnos la destrucción intencional o accidental de esos vetustos mamotretos llenos de ojivas, vitrales, arbotantes y gárgolas, puesto que sus orígenes estarían manchados por la conculcación de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Todo lo contrario, debiera ser motivo de celebración vindicativa. A la luz de este tosco planteo, el cortocircuito que habría provocado las llamas de Notre-Dame vendría a ser –o así debe ser interpretado– un desenlace necesario de justicia poética, como la muerte del villano en los melodramas. ¿El epitafio? Sic transit gloria mundi, «así pasa la gloria del mundo»…
Pero tan pronto como empezamos a aplicar el método lógico de la reducción al absurdo, todo ese andamiaje de juicios estético-políticos sumarísimos se viene abajo. Ante todo, en la Francia que erigió Notre-Dame –la Francia feudal de los siglos XII, XIII y XIV–, la esclavitud era una institución residual, muy marginal. No así la servidumbre, desde luego. Pero esta afectaba al campesinado, no al artesanado de las ciudades nucleado en gremios y cofradías. La catedral de Nuestra Señora de París no fue construida por esclavos ni siervos, sino, básicamente, por artesanos libres. Hagamos caso omiso de esto, y supongamos que Notre-Dame es el fruto maldito de la utilización masiva de trabajadores forzados. ¿Vamos a festejar su destrucción, o completarla, por esa razón?
Todas las obras de arquitectura monumental de las civilizaciones antiguas, medievales y modernas (las pirámides egipcias y mayas, el Coliseo romano, la Acrópolis de Atenas, la Gran Muralla china, Petra, Machu Picchu, la pagoda budista de Mahabodhi en la India, Teotihuacán, la basílica de Santa Sofía, el Palacio de las Cien Columnas de Persépolis, las mezquitas árabes del Califato Omeya, la ciudadela africana del Gran Zimbaue, Angkor Wat, la Alhambra, el Taj Mahal, la Florencia de los Médicis, el palacio de Versalles, el París del barón Haussmann, los rascacielos de Nueva York, el Parque San Martín que diseñó Thays, etc.) involucraron, en su edificación, regímenes laborales de esclavitud, servidumbre, tributo, corvea, cautividad por guerra o delitos, u algún otro mecanismo de coerción extraeconómica; o bien, en el mejor de los casos, la utilización de trabajadores asalariados, vale decir, de productores que, carentes de medios de producción, se ven obligados a vender su fuerza de trabajo para poder subsistir (coacción económica de mercado). Lo dicho vale para Occidente, pero también para todas las demás civilizaciones del orbe, actuales o pasadas: China, India, Japón, Bizancio, Babilonia, Egipto, Persia, Mesoamérica, Islam, etc.
Todas las construcciones «faraónicas» antes mencionadas constituyen símbolos de poder político, militar, económico, cultural y/o religioso. Símbolos asociados, en muchos casos, a sistemas de dominación imperial. Las sociedades contemporáneas o pretéritas de carácter «igualitario» –sin estratificación de clases, sin estado, sin acumulación de grandes excedentes– no han producido una arquitectura monumental, porque les ha resultado imposible desde un punto de vista económico-tecnológico y demográfico; pero, por sobre todas las cosas, algo innecesario e inconcebible. Pensemos en la etnia yámana de Tierra del Fuego, en las poblaciones bosquimanas del desierto de Kalahari, en las tribus anangu del interior de Australia, en las familias esquimales de antaño que Hans Ruesch retrató en su novela El país de las sombras largas… Desarrollaron toda una cultura material y simbólica, que sería un error infravalorar como «primitiva». Pero lo cierto es que no levantaron edificios de tamaño imponente con materiales perdurables.
Si propiciamos o encomiamos el incendio de Notre-Dame porque las catedrales góticas son –por origen o connotación– una expresión de poder, entonces habría que hacer lo propio –cuestión de coherencia– con toda la arquitectura monumental que existe en el mundo, sin distinción de continentes, estados, imperios, religiones o épocas. No parece ser una solución sensata, viable y conveniente.
Existe una alternativa mejor: tener la amplitud mental, la madurez intelectual, de saber reconocer, en esos grandes monumentos del pasado, algún valor histórico o cultural lo suficientemente importante como para no colegir que resulte imprescindible o deseable eliminarlos de la faz de la Tierra, a pesar de todas las máculas éticas o político-ideológicas que entrañe su génesis y pervivencia. Por lo demás, no solo la arquitectura monumental está en juego. ¿Qué hay de la literatura, la pintura, la escultura, la música y otras artes? ¿Vamos a eliminar o censurar las obras de Virgilio, Miguel Ángel y Bach porque estos artistas tuvieron mecenas y fueron funcionales al poder político o religioso de su tiempo?
“No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie”, escribió Walter Benjamin. Y tenía razón. Pero no le haríamos justicia al filósofo marxista alemán si de ese aforismo sociológico dedujéramos que hay que destruir materialmente, físicamente, todos los documentos de cultura. No fue eso, desde ya, lo que él quiso decir. Lo que él quiso decir es que resulta imprescindible desarrollar, en el marco de la praxis revolucionaria, una lectura crítica de los documentos de cultura, o dicho de otro modo, una hermenéutica que detecte, cuestione y saque a la luz todo cuanto en ellos es barbarie. ¿Es Notre-Dame un documento de barbarie tanto como de cultura? Sí, lo es, indudablemente. No debemos olvidar ni perdonar todo el mal que condensan las catedrales góticas: el poder y la opulencia de la Iglesia medieval, el contubernio liberticida entre el trono y el altar, la alienación religiosa del cristianismo, el oscurantismo… Pero las catedrales góticas del Medioevo son más que eso. Siguen siendo, pese a todos sus bemoles, documentos de cultura, patrimonios históricos, testimonios de un rico acervo de saberes técnicos y destrezas artísticas que vale la pena conocer, y que es dable asumir, incluso, en parte, como un legado que forma parte de nuestra identidad colectiva.
“¿Quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas?”, se preguntó Bertolt Brecht al inicio de su poema Fragen eines lesenden Arbeiters. “En los libros figuran sólo los nombres de reyes”, se respondió. Pero, “¿Acaso arrastraron ellos los bloques de piedra?”, se repreguntó. ¿Qué hacemos entonces con los vestigios micénicos de Cadmea –la acrópolis tebana– excavados por Keramopoulos y otros arqueólogos desde 1906? ¿Pulverizarlos o conservarlos? Dudo mucho que Brecht quisiera lo primero.
Que la memoria no es sinónimo de condescendencia y absolución es algo que se evidencia en muchos ejemplos históricos. La Revolución Francesa no destruyó Versalles; lo clausuró. La Revolución Rusa no abatió todo el Kremlin; refuncionalizó muchos de sus edificios como museos públicos o sedes gubernamentales. La Revolución Mexicana no derribó el Castillo de Chapultepec; lo mantuvo en pie como residencia de sus mandatarios. La Revolución China no demolió la Ciudad Prohibida; la abrió al pueblo como lugar de paseo y de memoria. La Revolución Cubana no destruyó el Palacio Presidencial; lo siguió usando como casa de gobierno, y luego lo transformó en el Museo de la Revolución. Por su parte, la Bolivia de Evo Morales ha preservado intacta la arquitectura hispanocolonial barroca de Potosí, Sucre (la antigua Chuquisaca) y La Paz. La Francia de la Tercera República, faro mundial del laicismo y del anticlericalismo, nunca consideró necesario tirar abajo Notre-Dame.
En la Comuna de París, durante la semana sangrienta de mayo de 1871, se prendió fuego a la catedral, aunque el incendio fue controlado a tiempo por el personal del Hôtel-Dieu, un hospital vecino, con autorización del Comité de Salvación Pública, que se preocupó por la seguridad de centenares de personas internadas en el nosocomio. No podría repudiar aquel episodio de violencia anticlerical e iconoclasta. Se trató de una acción directa de masas en el marco de una coyuntura histórica excepcional, de una crisis política y social de extrema volatilidad: la guerra franco-prusiana, la derrota desastrosa de Francia en Sedán, el destronamiento de Napoleón III, el colapso del Segundo Imperio, la proclamación de la Tercera República, la insurrección del pueblo parisino, la instauración de una comuna revolucionaria, el asedio de las tropas versallesas a la capital rebelde, la inminencia de una represión militar que prometía ser –y de hecho fue– sangrienta.
Acotemos, de paso, que la Revolución Francesa (la primera, la de fines del siglo XVIII) también ocasionó daños iconoclastas a Notre-Dame. Pero no la demolió; la desacralizó y estatizó, y la empleó como almacén de alimentos, hasta que Napoleón la devolvió a la Iglesia católica en 1802. También en este caso hubo una coyuntura especial, circunstancias extraordinarias, una situación histórica crítica de grandes convulsiones sociopolíticas: la caída del Antiguo Régimen, la puesta en marcha de un proceso revolucionario, el conflicto con el clero refractario, la guerra exterior y civil, la radicalización de los sans-culottes, el regicidio de Luis XVI, la implantación de la Primera República, el Terror jacobino, la descristianización.
Quemar iglesias con varios siglos de historia y un gran valor artístico no es lo ideal, ni algo que yo al menos quiera preconizar. Pero hay contextos y contextos… Los grandes estallidos de ira popular, sin los cuales no habría revolución ni emancipación, conllevan excesos de violencia. No debemos romantizar irresponsablemente la iconoclastia de masas, habida cuenta los perjuicios que ella ocasiona al patrimonio cultural. Pero tampoco debemos anatematizarla desde el cómodo sofá del idealismo ético y los análisis extemporáneos en abstracto.
Sea como fuere, el incendio reciente de Notre-Dame nada tuvo que ver con una acción iconoclasta de masas al calor de un proceso revolucionario o insurreccional. Solo se trató de un mero accidente. No hubo sans-culottes, ni communads, ni tampoco gilets jaunes. Festejar un siniestro causado por un cortocircuito no tiene mucho de «subversivo». Es, más bien, un acto filisteo de necedad y fatuidad, tanto más cuanto que el cortocircuito lo habría generado la negligencia de la empresa capitalista (Le Bras Frères) a cargo de los andamios y las tareas de restauración.
Resulta irónico –y desagradable para un socialista libertario y ateo como el que escribe estas líneas– que el apotegma la única iglesia que ilumina es la que arde le sea atribuido con tanta insistencia a Kropotkin. En su libro El apoyo mutuo –obra esencial del anarcocomunismo–, el intelectual ruso no ocultó su entusiasmo y admiración por la arquitectura eclesiástica de la Edad Media. “La asombrosa iglesia antigua de Bremen fue construida en el siglo IX; la catedral de San Marcos, en Venecia, fue terminada en el año 1071, y la hermosa catedral de Pisa, en el año 1063”. En otro pasaje señala: “las cartas de las comunas medievales se distinguen por la misma diversidad que la arquitectura gótica de sus iglesias y catedrales. La misma idea domina en todas, puesto que la catedral de la ciudad representaba simbólicamente la unión de las parroquias o de las comunas pequeñas y de las guildas en la ciudad libre, y en cada catedral había una infinita riqueza de variedad en los detalles de su ornamento”.
En sus observaciones sobre la arquitectura cristiana del Occidente medieval, Kropotkin hizo extensiva su ponderación a las relaciones de trabajo: “Las guildas medievales […] brotaban dondequiera apareciese un grupo de hombres unidos por alguna actividad común: pescadores, cazadores, comerciantes, viajeros, constructores, o artesanos asentados, etc.”. A bordo de los barcos “ya existía una autoridad, en manos del capitán, pero, para el éxito de la empresa común, todos los reunidos en la nave, ricos y pobres, los amos y la tripulación, el capitán y los marineros, acordaban ser iguales en sus relaciones personales –acordaban ser simplemente hombres obligados a ayudarse mutuamente– y se obligaban a resolver todos los desacuerdos que pudieran surgir entre ellos con la ayuda de los jueces elegidos por todos. Exactamente lo mismo sucedía cuando cierto número de artesanos, albañiles, carpinteros, picapedreros, etc., se unían para la construcción, por ejemplo, de una catedral, a pesar de que todos ellos pertenecían a la ciudad, que tenía su organización política, y a pesar de que cada uno de ellos, además, pertenecía a su corporación. Sin embargo, al juntarse para una empresa común –para una actividad que conocían mejor que las otras– se unían además en una organización fortalecida por lazos más estrechos, aunque fuesen temporarios: fundaban una guilda, un artiél, para la construcción de la catedral”.
Otra cita ilustrativa de lo que realmente pensaba Kropotkin sobre las catedrales góticas medievales: “concebidas en estilo grandioso y cubiertas por numerosos ornamentos decorativos, elevaban a las nubes sus altos campanarios, y en su arquitectura se manifestaba tal audacia de imaginación y tal pureza de forma, que vanamente nos esforzaríamos en alcanzar en la época presente. Los oficios y las artes se elevaron a tal perfección que aún hoy no podemos decir que las hayamos superado en mucho, a no ser que coloquemos la velocidad de la fabricación por encima del talento e inventiva del trabajador y de la terminación de su trabajo”. Kropotkin era ateo, anticlerical, anarcocomunista y revolucionario, y apoyó fervientemente la Comuna de París en más de un escrito. Sin embargo, si hoy estuviera vivo entre nosotrxs, es poco probable que celebrara el incendio de Notre-Dame, y que se congratulara de saber que el epigrama la única iglesia que ilumina es la que arde le es adjudicado a él…
Mucho se ha dicho sobre el incendio de Notre-Dame. ¿Hay que distanciarse del cipayismo culturalde la Argentina biempensante? ¿Hay que cuestionar la sensiblería mojigata que se repite ad nauseam en las redes sociales? ¿Hay que repudiar el esnobismo, los lamentos beocios de quienes nunca jamás se preocuparon por el arte y el patrimonio cultural? ¿Hay que denunciar la geopolítica de doble vara en las demostraciones de luto según el hemisferio y país de que se traten (Occidente u Oriente, Francia o Siria)? Sí, hay que hacerlo, indudablemente.
Pero opino que debiéramos ser capaces de militar el antiimperialismo y el laicismo con más altura y seriedad, sin golpes bajos, sin oportunismos demagógicos, sin sobreactuaciones de indiferencia tercermundista y sin excesos de euforia cristianofóbica. “Quien con monstruos lucha –alertó Nietzsche– cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo al abismo, el abismo también mira dentro de ti”. Podemos ser mejores que nuestrxs adversarixs de derecha, más dignxs y lúcidxs en la defensa de nuestras ideas. Y si podemos, debiéramos intentarlo. Que nuestra lucha a dos frentes contra la opresión neocolonial y religiosa no nos ofusque.
Aunque soy ateo, laicista y anticlerical, y también antiimperialista y anticapitalista, honestamente no me nace festejar el incendio de Notre-Dame, ni permanecer absolutamente impasible ante él (como Kropotkin y Landauer –dos de mis teóricos anarquistas de cabecera– valoro y admiro el arte gótico medieval, y no me avergüenzo de ello). Tampoco pienso rasgarme las vestiduras y sumarme al aluvión de condolencias cipayas o samaritanas. Elijo no transitar el camino de los razonamientos y posicionamientos binarios. Opto por aferrarme al pensamiento crítico.
Federico Mare
Fuente: Semanario digital La Quinta Pata (Mendoza, Argentina).