¿Existe la naturaleza humana? Si es así ¿en qué consiste? ¿Qué tenemos en común los humanos? ¿Qué nos diferencia de las demás especies zoológicas?
Como definición operacional consideraremos la naturaleza humana como el conjunto de cualidades o características que nos hacen seres humanos, o que, por ser particulares o privativas de nuestra especie, nos distinguen de las otras que habitan este planeta.
Los bioconservadores postulan la preservación de los atributos individuales o distintivos del ser humano en atención a las consecuencias globales que los cambios producirían. Los bioprogresistas en cambio, prefieren potenciar los atributos de la especie por medio de las nuevas tecnologías, es decir, manipular ciertos aspectos del hombre a fin de mejorarlo. Esta posición bioprogresista, en su vertiente más radical, pretende una transformación del ser humano, para que éste alcance un estadio superior en la evolución, produciendo para ello, modificaciones esenciales en la naturaleza humana.
Hacer claridad acerca de la naturaleza humana es esencial para conocer el impacto que, sobre nuestra actual condición, podrían tener las tendencias más radicales de los bioprogresistas.
El aporte de las ciencias en la comprensión de la naturaleza humana
¿Por qué las ciencias se ocupan de estos temas, cuando éste ha sido un campo eminentemente filosófico?
La filosofía, al igual como la teología, nos dan una aproximación global o totalizante en la búsqueda de sentido, fines y propósitos, a diferencia de las ciencias particulares que intentan explicar el cómo y no el por qué, siendo su campo de observación la realidad en forma fragmentaria. De esa manera los resultados tienen mayor precisión y son evidenciables, sin la pretensión de ser irrefutables.
Fernando Sabater nos explica que los filósofos se plantean preguntas no instrumentales, “…que no pueden ser zanjadas por respuestas que nos permitan despreocuparnos de ellas y pasar a otra cosa. Las respuestas de las ciencias nos permiten dar vuelta la hoja y abocarnos a nuevas temáticas”.
La filosofía abre y profundiza las preguntas, nos permite plantearlas una y otra vez, en formulaciones distintas o más complejas, pero jamás las cancelan totalmente. También nos ayuda a soportar la convivencia permanente con la pregunta, nos da consuelo y nos alivia de la angustia que genera esta indefinición continua. Termina acotando Sabater: “Por eso la ciencia progresa, mientras la filosofía y la teología —en el mejor de los casos— deben contentarse con ahondar”.
En una primera aproximación, podemos distinguir ciertas características estructurales y funcionales significativas de lo humano, ente ellas, (el bipedalismo) la bipedestación o el caminar vertical, que se adquiere progresivamente cuando los primeros primates descienden de los arboles; el desarrollo de características físicas que le permitieron vivir en distintos climas y con distintas dietas; la fabricación de herramientas, para llegar posteriormente a la creación de tecnología; el crecimiento del encéfalo con el desarrollo de habilidades cognitivas y del lenguaje; la capacidad de formular e interpretar símbolos, que el antropólogo cultural Ernst Cassirer destaca por sobre las demás características de nuestra especie; la domesticación de plantas y animales y, más tardíamente, el control y transformación del medio ambiente, cambios que comenzaron hace unos 12.000 años; la vida en comunidad, que permitió el desarrollo de redes de protección, el desarrollo de la educación y la transmisión de la cultura, entre varios otros aspectos.
Tal vez una de las ciencias que, por su tardío desarrollo en relación a otras, ha adquirido en la actualidad gran protagonismo, es la genética, sobre todo sin consideramos que el “Proyecto Genoma Humano” —que se constituyó en un ejemplo de cooperación científica internacional—, permitió cartografiar los aproximadamente 20.000 a 25.000 genes del ser humano, y así lograr “leer” la información de nuestra constitución.
En síntesis, en términos científicos podríamos considerar que el ser humano llega a ser los contenidos de información presente en sus genes más la interacción que tiene su corporalidad y su psiquis con el entorno natural y social durante su vida.
El aporte de la filosofía. Afirmación y negación de la existencia de la naturaleza humana
Habiéndonos aproximado a las características genéticas, físicas, mentales y sociales que caracterizan al homo sapiens, desde el ámbito de las ciencias, emprenderemos ahora la tarea de fundamentar la existencia de una naturaleza humana desde las corrientes filosóficas.
En el plano filosófico hay quienes aceptan la existencia de una naturaleza humana y quienes la niegan.
Las corrientes filosóficas que han aceptado la existencia de una naturaleza humana han sido, entre otras, el idealismo platónico, que en un sentido ontológico postula un ser definido e invariable; el esencialismo aristotélico, como elemento inicial, fundante; el racionalismo cartesiano que reniega del entorno y por lo tanto, elimina el riesgo de una perturbación ambiental del ser; y el innatismo, que participa de la idea de la naturaleza humana definida desde antes del nacimiento.
Contrariamente, la ausencia de la naturaleza humana ha sido preconizada por argumentos provenientes de las Escrituras; también por la tabula rasa de los empiristas y su crítica al innatismo y racionalismo cartesianos; con la determinación del hombre por estímulos provenientes del exterior de los conductistas; las variables relaciones de producción en la óptica marxiana y su determinación en el ser humano; con el hombre que se hace a sí mismo, en donde la existencia precede a la esencia, del existencialismo de Sartre; o en la circunstancia e historicidad de Ortega. Todas estas corrientes filosóficas le confieren a la naturaleza humana dinámica, variabilidad e indefinición.
Asociar la existencia de la naturaleza humana a su invariabilidad, como lo hace un número importante de pensadores, se funda en antecedentes ontológicos muy remotos, que todavía se defienden en la actualidad. La razón de la negación de una naturaleza propiamente humana se basa en la idea de que esta condición debería ser invariable durante la existencia del hombre.
Como sabemos, definir lo que es el Ser fue una de las cuestiones que más atención demandó a los filósofos presocráticos. Parménides de Elea (nacido entre 530 y 515 a.n.e.) sienta la idea de que lo que subyace a todo lo existente, su Ser, es inmutable: “el Ser es, el No Ser no es”, sentencia. El Ser no puede cambiar, porque si lo hace, dejaría de serlo: todo cambio del Ser implica transformarse en un no Ser.
Contrariando esta posición, Heráclito de Éfeso (que vivió entre 540 y 480 a.n.e.), contemporáneo de Parménides, sostiene que el cambio no debe ser un problema: “Las cosas pueden Ser y no Ser a la vez, todo es dinámico, nada es permanente en la realidad. El cambio es lo único real”. Nunca podemos bañarnos dos veces en el mismo río, diría el filósofo. Quisiéramos consignar que el estudio del Ser, o si se quiere, la ontología, es un tema que ha seguido ocupando a distintos pensadores, algunos de la talla de Martin Heidegger (1889-1976).
Hacia una ontología de la naturaleza humana
Un buen ejemplo de la visión dinámica o cambiante de la naturaleza humana la plantea Jürgen Habermas, quien sostiene que la “persona” corresponde exclusivamente a los individuos de la especie humana nacidos. Según Habermas, los seres humanos deben ser considerados personas sólo a partir del nacimiento, puesto que es ese hito el que marca la frontera entre «naturaleza» y «cultura». En ese sentido, distingue dos procesos, el de hominización, el llegar a ser un individuo de la especie humana, y el de humanización, el llegar a ser persona. El nacimiento, como línea divisoria entre naturaleza y cultura, marca un nuevo comienzo. Con el nacimiento se pone en marcha una diferenciación entre el destino por socialización de una persona y el destino por naturaleza de su organismo.
Fernando Sabater nos explica que el animal superior —refiriéndose a nosotros—, llega a la vida desplegando su programa genético, que, en definitiva le permitirá vivir más no ser. El hombre no se hará humano si se le priva de su segundo nacimiento, el simbólico, que necesita de la matriz social para concretarse. Sin sus semejantes, de los que aprende el lenguaje y con los que comparte su vida, no alcanzará la humanidad plena.
Luc Ferry rescata el humanismo no naturalista del viejo continente, aquel que se expresa con Pico della Mirandola y que continúa con Kant, Husserl y Sartre, que califica al ser humano como moral, y por tanto, diferente a los animales, no en su condición biológica, sino exactamente en lo contrario, en lo que él llama el “exceso” o la capacidad de trascende lo corpóreo. Es precisamente esta diferencia con los animales, lo que le permite tomar distancia de lo natural y observarlo desde arriba, o si se quiere, desde el exterior, lo que lo hace del hombre un ser moral.
A modo de conclusión
No podemos desprendernos completamente del resto de la escala zoológica ya que mantenemos con ella lazos filogenéticos.
La naturaleza humana es una condición dinámica conformada por una materialidad corporal y por elementos inmateriales o extracorpóreos.
No podemos clausurar el desarrollo de la naturaleza humana con la idea de que ésta se establece en forma definitiva e invariable en la concepción, como lo preconizan los teístas, o solo en la etapa prenatal, como lo detentan los innatistas.
En el ser humano, la corporalidad se va constituyendo durante la fase prenatal y posnatal. La información contenida en nuestros genes, cumple un rol fundamental. En un sentido biológico, el nacido recibirá múltiples estímulos del medio ambiente que influirán en la expresión del genoma.
Al nacer, el ser humano se integrará a una comunidad de seres parlantes donde será objeto de un proceso de culturización.
El ejercicio de la libertad, fundada en los conocimientos y experiencias que recibirá en vida, le permitirá tomar las decisiones que orientarán su quehacer.
En la interacción con los otros se irá estructurando su conciencia moral. Solamente con el desarrollo de estos atributos, la naturaleza humana alcanzará su mayor expresión o también, en el sentido de su ser, su mayor condición óntica.
Así las cosas, la naturaleza humana no debiera ser reducida ni a una concepción materialista estricta, ni tampoco al desarraigo completo de su corporalidad, valorando solo la circunstancia o historicidad en la que se desenvuelve el homo sapiens. Esta condición dual de la naturaleza humana, que reconoce una vertiente corporal y otra no reductible a la materia orgánica, se unen íntima y primigeniamente en un todo indisoluble.
Dicho de otra manera, la naturaleza humana se proyecta desde su asiento material inicial hacia una serie de virtualidades por explicitar. El hombre es objeto de un proceso de hominización y de humanización sucesivo, diferenciado por el nacimiento. El ser humano tiene un nacimiento simbólico, asociado al contexto lingüístico y social donde alcanzará recién su humanidad. Así, la única apreciación aceptable es aquella que respeta la naturaleza humana en su integridad, poseedora de una teleología o fines que determina en conciencia y en libertad, de acuerdo a lo bueno o conveniente, con interioridad e intencionalidad.
Los bioconservadores defienden la preservación de la condición actual del homo sapiens, a diferencia de los bioprogresistas que, en su vertiente más radical, pretenden introducir cambios en la naturaleza humana, con el propósito de generar un salto evolutivo. No hay claridad sobre el concepto “mejoría” ni, por lo tanto, de los cambios que se pretenden lograr en el ser humano. Tampoco se vislumbran las consecuencias éticas y globales que los cambios producirían.
Para los bioprogresistas, con un riesgo indeterminado, el transhumanismo debiera culminar en un posthumanismo, esto es, en una superación de la condición actual del ser humano.
Walther Meeder Bell
Cirujano dentista U. de Chile, profesor titular U. de Valparaíso, magíster en Ciencias.