La iglesia San Francisco de Borja, en el centro de Madrid, acogió el martes por la noche una misa en honor y gloria del dictador. “La obra de Franco es insuperable”, señaló el sacerdote, que se deshizo en elogios al general golpista durante la ceremonia.
Acaba de finalizar la misa en honor a Franco en la iglesia San Francisco de Borja en la calle Serrano de Madrid. Es martes, 20 de noviembre de 2018, aunque por lo que acabamos de escuchar en el interior de la misa y el espectáculo que se vive fuera, en la puerta de la iglesia, bien se puede pensar que estamos en los años del nacionalcatolicismo. Los asistentes a la misa continúan concentrados en la puerta. La Policía Nacional vigila. Y comienzan los gritos. “Franco, Franco, Franco”. También el Cara el Sol. Los brazos en alto. Gritos de “España ni roja ni rota”. Más salves a Franco. Y también, por qué no, insultos a los periodistas.
Entre la multitud y fuera de los focos de las cámaras destaca una mujer menuda. De entre 60 y 70 años. ¿Quién es? Ella misma se explica: “El sábado, mientras la Policía detenía a la chica de las tetas [en referencia a las activistas de Femen que protestaron durante un acto de Falange y que fueron brutalmente agredidas], le di una bofetada. Qué a gusto me quedé“. Acto seguido la señora saca el móvil y muestra la foto que capta el momento exacto. Pero no hay tiempo para más. Ha comenzado la trifulca.
Unos jóvenes que no alcanzo a distinguir tratan de levantar un cartel denunciando los crímenes del franquismo. Algunos asistentes intentan esconderlos. Los arrinconan. Y se lía. Fieles franquistas van hacia ellos y la Policía interviene rápidamente. El jaleo impide comprobar nada. Ahora están embravecidos. Se sienten provocados. Cantan con más fuerza. Levantan el brazo más alto. Insulta con más fiereza a la prensa. La señora que golpeó a la activista se hace otra foto y vuelve a contar la historia a otra mujer. “Muy bien que hiciste”, le responde. Ella saca pecho. ‘La unidad de España ahora sí que está garantizada’, debe pensar.
El espectáculo vivido fuera, sin embargo, se queda corto con lo sucedido dentro. En la misa. En el altar. Bajo la Cruz de Cristo. La puerta de la Iglesia San Francisco de Borja debe ser algo muy parecido a un túnel del tiempo. El sacerdote, al menos, así lo debió sentir. Su discurso estuvo a la altura de los mejores tiempos del nacionalcatolicismo. Un digno heredero de aquellos obispos que no hace tanto levantaban el brazo al paso del dictador.
Se refirió al dictador como “caudillo”, también como “uno de los mejores hijos de Cristo” y para rematar “como hijo excelso de la Iglesia”. Alabó el alma del dictador, su dedicación cristiana y también su obra, a la que calificó de “insuperable”. Y comenzó a citar: “las carreteras”, la “seguridad social”, los “pantanos”, “los pueblos”, la “clase media” y hasta “los bosques”. El discurso no distaba en nada del que la Fundación Francisco Franco suele pasear por los lugares que le invitan. Pero ahora se lanzaba sobre el púlpito. En el nombre de Dios.
Se leyó la carta del apóstol San Pablo a los romanos. También el santo evangelio según Juan. Y también, por qué no, el sacerdote leyó una cita del jesuita Roberto Rayuela para referirse a la Guerra Civil como una “cruzada de liberación” y alabar cómo el general golpista acudía “al Señor” ante “todas las situaciones más graves”.
El cura continuó llamando a los fieles a “defender lo que debemos defender” con “la sonrisa imperturbable del Caudillo”
Los elogios continuaron por esta vía. Su “dedicación a Dios”. Su asistencia a misa. Sus “ratos de lectura doctrinal”. Y el “ejercicio de las buenas virtudes”. No pareció importarle al párroco que entre tanta lectura, el general olvidara cumplir un mandamiento muy sencillo. El quinto. Ese que dice “no matarás” y que Franco violó hasta en su lecho de muerte, en septiembre de 1975, cuando mandó fusilar a cinco personas, a pesar de la presión internacional y también de Pablo VI.
El cura continuó llamando a los fieles a “defender lo que debemos defender” con “la sonrisa imperturbable del Caudillo”. Y aseguró que la situación que vive hoy el dictador, en alusión a la decisión del Congreso de los Diputados de exhumar al general del Valle de los Caídos, “solo se puede explicar mediante odio que no es de este mundo”. Porque Franco, tal y como lo explicó el sacerdote desde el altar, se fue de este mundo “pidiendo el perdón a todos”, tal y como hizo también Jesucristo en la cruz diciendo aquello de “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
La ceremonia se completó con el himno de España sonando desde el órgano y con unos de versos de Manuel Machado que recibieron la única ovación que se escuchó en el interior del templo. Con esas, el sacerdote pidió a los feligreses que se dieran la paz y los feligreses se la dieron. Una paz que, paradójicamente, Franco no concedió a los españoles. Ni siquiera una vez ganada la guerra. La lista es casi interminable: miles de asesinados y desaparecidos, bebés robados, trabajo esclavo… Pero es historia no la contó el sacerdote.