De acuerdo a K. Jaspers, hubo una época crucial entre los siglos VIII y III AEC, momento de trascendencia histórica que presencia la aparición de figuras como Buda y Confucio en la India y en la China respectivamente, periodo que conoce también las primeras elucubraciones metafísicas de los griegos, y que da cuenta del peregrinaje de los grandes profetas judíos y de Cristo posteriormente, en la zona del Mediterráneo. Tanto en las áreas geográficas comprendidas entre el extremo occidental de lo que hoy se conoce como continente europeo, y las costas de la China colindantes con el Océano Pacífico, en el este asiático, estamos frente a un período en que la conciencia humana sufre transformaciones radicales. Desde la condición de un yo fluido y permeable con su medio ambiente en los habitantes del período previo al primer milenio AEC, donde la vivencia del yo no distinguía nítidamente las fronteras entre el sí mismo y la realidad externa, se transita hacia un yo atrincherado que se posiciona con una vivencia de desgarro, asombro e incertidumbre ante la experiencia inconmensurable de lo otro, trascendente y radicalmente distinto al yo nominativo de la primera persona del singular emergente.
“La novedad de esta época estriba en que en los tres mundos el hombre se eleva a la conciencia de la totalidad del ser, de sí mismo y de sus límites. Siente lo terrible que es el mundo y la propia impotencia. Se formula preguntas radicales. Aspira desde el abismo a la liberación y a la salvación, y mientras cobra conciencia de sus límites se propone a sí mismo las finalidades más altas. Y, en fin, llega a experimentar lo incondicionado, tanto en la profundidad del propio ser como en la claridad de la trascendencia”.¹
Grosso modo podemos identificar dos sistemas metafísicos, religiosos y morales que le han dado significado a la existencia en nuestra cultura. En el Occidente precristiano de los griegos la idealización concibió una cosmovisión donde el hombre, siempre presente dentro de la frontera de la comprensión, del pathein iluminado por el mathein en la práctica de la intelección, accede al orden del mundo.² Posición ante el mundo donde, fundamentalmente a partir de Platón, la experiencia de lo otro concebido como Bien absoluto radicaliza el quiebre entre el darse material y el ideal. Mimetizado el ente en la mente, la razón, el orden y la mesura permitirán acercarse al orden óntico; la resignación y moderación de las pasiones a la adversidad impuesta por el destino. Todo lo anterior producto de las disquisiciones de los filósofos grecorromanos acerca del origen del ser, de la naturaleza del cosmos, a su creencia en una ley o logos rectora del universo y al privilegió otorgado a su acceso y comunión en la dialéctica del discurso público entre el yo y el tú, del nosotros en la conversación racional que se da en el horizonte de comprensión de la institucionalidad de la polis. Imposibilitados de resolver racionalmente la incertidumbre existencial originada por la crisis del Imperio —comenzada de modo ostensible durante el gobierno del emperador Cómodo, a fines del siglo II EC, y finalizada definitivamente con la disolución del Imperio de Occidente en el siglo V—, asistimos al fracaso de la metafísica postplatónica, y de la ética estoica de Epícteto, Marco Aurelio y Plotino, para darle sentido a la existencia del período. Profundizada la desazón por la creciente desintegración económica, demográfica e institucional hay un vuelco hacia una religiosidad que busca dar respuesta a la incertidumbre de sentido producida por la crisis. Una respuesta que, se pretende, se halla en el arcano del espiritualismo del cristianismo.
A diferencia de la idealización, que se da en el horizonte de la comprensión, privilegiando el conocer racionalmente los contenidos de nuestras representaciones, y que aspira a religarnos participando de las ideas que trascienden al cosmos y a controlar nuestras pasiones de acuerdo al orden impersonal del mundo, del logos, la espiritualización hunde sus raíces en una pragmática que señaladamente se posiciona en el ámbito de la fe, y llama al hombre a obedecer los imperativos de un Otro personal que le ordena actuar sobre la creación en respuesta al mandato divino de dominarla y transformarla. Misión que se realiza plenamente en los dos extremos temporales del dogma cristiano, de la encarnación y de la resurrección de Cristo. Si la encarnación es el requisito previo por el cual Dios interviene actuando sobre la naturaleza material del hombre y el cosmos en su totalidad, su logro definitivo se alcanza con el acto de la resurrección, según el pensamiento de Pablo en Corintios I, 15: “Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó”. Lo que puede interpretarse como que “la resurrección de Cristo sólo tiene sentido como primicias de la nuestra.”³ En ambos casos lo esencial no es que Dios declare, afirme o asienta. Él hace, convierte o transforma la naturaleza humana consumando la promesa de Dios de ser uno con su pueblo establecida en la Alianza del Antiguo Testamento. El logos o el verbo existente desde el comienzo postulado por los griegos y mencionado al comienzo del Evangelio según San Juan finaliza, así, en la afirmación de Fausto, en el famoso monólogo de la obra de Goethe, de que «en el principio era la acción». Visión de mundo que hace presente Orígenes en Contra Celso cuando establece que:
“en Cristo «tuvo su inicio la unión de la naturaleza divina con la humana para que la humana se convirtiera en divina mediante una estrecha unión con lo divino». Según esta oikonomía, el hacerse hombre Dios mismo es el requisito previo de la divinización del hombre.”⁴
La espiritualización, que en un futuro le permitirá al ser humano transmutarse en una entidad superior de otra naturaleza llámese paraíso o estado comunista, se ha visto seriamente dañada por la emergencia de una desconfianza en los absolutos, en la noción del Bien y en el recurso de encontrarles asidero desde la intimidad y el ejercicio de la libertad, fundamento mismo de la dogmática de la fe religiosa y de la ética secular que cruza Occidente desde sus orígenes.⁵ Minada desde su base la certidumbre escatológica de la religión predominante y sus ideologías profanas alternativas, la sociedad occidental ha sido conducida a una profunda crisis de sentido análoga a la de fines del Imperio descrita en el párrafo anterior. La vivencia de fracaso tanto de la idealización como de la espiritualización se evidencia en la actualidad en la búsqueda de respuestas que, provenientes de distintos ámbitos, llenen la sensación de vacuidad y de falta de sentido de la existencia, desencanto que es ostensible en gran parte de la literatura contemporánea.
«Hoy, el tiempo, en su carrera me confunde en este momento» dijo Séneca aludiendo a los tiempos de Nerón, último emperador de la ominosa familia Julia Claudia, de quien era tutor. Parafraseándolo podríamos decir que ‘hoy, la historia, en este momento de su carrera nos confunde e inquieta’. Cada siglo, cada período histórico posee rasgos, atributos que lo identifican y que en términos globales permiten tipificarlo. El siglo XX ha asistido (i) al colapso de los imperios centrales de la institucionalidad decimonónica, último vestigio del orden político tardomedieval; (ii) a la desconfianza en el progreso de la humanidad proveniente de la visión escatológica del cristianismo y su esperanza en un estado paradisíaco ya sea religioso o laico; (iii) a la insuficiencia de la ciencia newtoniana minada por la nueva física de partículas y la teoría de la relatividad; (iv) a las perplejidades de una lógica y matemática que, al ser incapaces de resolver todos los problemas planteados desde su interior, sustenten formal e indubitablemente las decisiones racionales; (v) y no menor, a la presencia de una violencia y pasión desmesurada por agredir y destruir al prójimo manifestada por facciones religiosas e ideológicas que en nombre de la fe hacen de aprendiz de brujo las históricamente previas.
Así, minada la confianza en la razón y en el ejercicio de la libertad individual, ambos han sido reemplazados por movimientos religiosos e ideológicos que exaltan la irracionalidad y resignan el ejercicio de la libertad en beneficio de los terrorismos religiosos y los estados totalitarios. Momento en que, entre la primera guerra mundial y su epígono, la segunda, asistimos a la emergencia de regímenes que, sin vacilar, en aras de ideologías insensibles al sufrimiento humano, provocarán el sacrificio de millones de personas en campos de concentración, como Auschwitz-Birkenau del nacionalsocialismo hitleriano, o de “rehabilitación” estaliniana, como eufemísticamente se denominó al Gulag.
Siguiendo el ejemplo de la moral grecorromana de fines del Imperio, que en la tradición neoplatónica valoraba el bien como virtud en el ejercicio de la prudencia, la templanza, la justicia y la fortaleza, los primeros cristianos agregaron a las virtudes cardinales de los estoicos⁶ las teologales de la fe, la esperanza y la caridad como modelos de vida. A contrapelo, la tesis secular del bien como búsqueda de la felicidad, aunque no explícita, se introduce y gravita fuertemente como un ideal que permea la mentalidad europea desde el siglo XVIII en adelante. Tesis que, aunque no se menciona expresamente en estos términos en la Declaración de Derechos de la revolución francesa, sí lo está en la de los EEUU redactada por Jefferson en 1776.
En la tradición cartesiana, la felicidad producto de la inmediatez de los bienes de consumo materiales se aleja de la misión espiritual al prescindir del proyecto escatológico vinculado a la esperanza en un tiempo futuro de bienaventuranza, a la fe en que ello es posible por medio de la gracia y al ejercicio de la caridad que religa a los seres humanos con la comunidad de la tierra, a los otros en su dimensión de prójimo y a la divinidad que ha ensanchado el silencio de su naturaleza de misterio tremendo y fascinante en la presencia de la figura real y concreta de Cristo, desvaneciéndose tras las bambalinas del descrédito al callar ante la miseria humana. Silencio que de tan prolongado se ha trivializado en la rutina de la vida cotidiana perdiendo su atributo de misterioso atractivo. André Glucksmann relata, citando el discurso de Juan Pablo II del 14 de enero de 1999:
«Las certezas religiosas de antaño «han sido sustituidas en muchas personas por un sentimiento religioso vago y poco apremiante acerca de la vida, e incluso por formas diversas de agnosticismo y ateísmo práctico que desembocan en una vida personal y social «etsi deus non daretur«, como si Dios no existiese»»⁷.
Por otro, el fracaso en mediar la obtención de la felicidad de las ideologías seculares del Estado, la raza, el destino histórico de las naciones, etc., sumado a la evidencia del dolor infligido a grandes masas poblacionales en su nombre, han acrecentado la sensación de que ninguna de ellas merece el compromiso radical que exigen.
Sólo podemos conjeturar acerca del fundamento real de la muerte de Dios como garante del sentido en la modernidad, búsqueda que no resuelve la condición real de incertidumbre ante la evidencia de que las propuestas provenientes desde la dogmática de las religiones oficiales, así como las de la racionalidad discursiva e instrumental que rigen a Occidente están en bancarrota y no satisfacen las gestiones que satisfagan sus demandas.
Glucksmann afirma que tanto el fracaso de la propuesta teológica y de la profana, tanto de la virtud como de la felicidad, están vinculadas a la convicción europea de que su fundamento en la noción del Bien absoluto ha sido minada por la evidencia inexplicable del mal durante el siglo XX, convicción que la difusión por los medios ha globalizado contaminando al resto del mundo. La pasión y el entusiasmo mostrado por facciones antagónicas que en el nombre de Dios y la religión, del Estado, la raza o las ideas seculares han justificado la violencia y la odiosidad de las guerras mundiales, los genocidios de Auschwitz, el Gulag y la masacre de los Tutsis en el África, entre otros, han relegado no sólo la presencia del Bien metafísico de la tradición platónica y religiosa de la cristiana, al silencio de alguien que calla y se esconde, sino a la negación misma de su existencia.
En el círculo infinito del Bien y del Mal los extremos se tocan. Perteneciendo al mismo rango participan de naturaleza semejante, chocando y confundiéndose. La ausencia del Dios de los Libros desde fines del siglo XIX, luego que Nietzsche proclamara su muerte, induce la sospecha de su gemelo especular, cuando Él calla se amplifica el ruido del mal. Fascinante, confiando que el Bien debe encontrarse en algún lugar del abismo silencioso e ilimitado, ha generado en grandes segmentos de la humanidad el delirio de su búsqueda y la fe en que una vez encontrado, en el extravío de la borrachera militante, se restablecerá la armonía perdida.
A Dios sólo puede asesinarle otro Dios. Ensimismado en la oquedad abierta por el crimen indecible, el hombre-dios escucha desde hace un siglo el clamor de la sangre derramada. Ausente el recurso del Otro ahí e imposibilitado de disipar la culpa del sacrificio, sólo queda buscarlo en los resquicios de la intimidad. Fracasadas la idealización y la espiritualización, rotas las normas que lo ligaban al Dios consuetudinario, el asesino se siente obligado a recrear con la fe del fanático los dogmas que justifiquen la existencia de los nuevos dioses y, con el fervor del profeta investido de misionero, se ha lanzado a la cruzada de expiar el delito a costa de la sangre de los impíos y de los herejes. Así, en nombre del sancta sanctórum de la raza, del pueblo o del mercado se han inmolado en el altar de los nuevos ídolos y en nombre del Bien absoluto que cada uno de ellos representa, la ofrenda de miles de víctimas inmoladas en sus nombres. Descripción pesimista del panorama religioso teísta que, al cuestionar el rol que la percepción del sí mismo ha ido sufriendo en las últimas décadas, otros autores minimizan.
Terry Eagleton,⁸ tras una revisión exhaustiva del fracaso por darle sentido a la existencia, propuesto por el deslavado deísmo conceptual de la Ilustración, el espíritu totalizante del Idealismo alemán y el vuelco hacia la desmesurada pasión del sentimentalismo romántico del siglo XIX, concluye que la muerte de Dios se logró definitivamente en el postmodernismo al desvanecerse la pregunta por el sentido de la trascendencia, id est si no hay pregunta deja de existir la respuesta. Dios deja de existir, ya no ocupa lugar, porque no preocupa. Función de esterilización que la cultura posmoderna logra al no confundir al hombre como agente o creador, desvalorizando el exagerado rol otorgado a la identidad individual y al ejercicio ilimitado en su logro acordado a la libertad personal.
“Así, las últimas décadas del siglo XX serán vistas tal vez como el momento en que finalmente Dios acabó de morir. Con el advenimiento de la cultura posmoderna, la nostalgia por lo aurático finalmente se desvaneció. No es que no haya redención, sino que no hay nada que deba ser redimido.”⁹
Errol Dennis M.
Psicólogo
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NOTAS:
1 Jaspers, Karl (2017) Origen y meta de la historia, p.17. Acantilado, España.
2 Aristóteles (1985) Ética Nicomáquea. Gredos, España; Jaeger, Werner (2013) Aristóteles. FCE.México
3 En Tristán e Isolda de R.Wagner se alcanza musicalmente la síntesis perfecta y sublime del erotismo platónico como disposición hacia lo otro y la muerte como camino cristiano en el logro de éste. Se comprende el rechazo y la odiosidad de Nietzsche hacia Wagner.
4 Küng, Hans (2007) El Cristianismo, p.179. Trotta, España.
5 El paso desde la idealización a la espiritualización no implicó un quiebre absoluto entre ambas tradiciones, desde sus inicios el cristianismo incorporó elementos grecorromana en sus dogmas y creencias. Jaeger, Werner (2001) Cristianismo Primitivo Y Paideia Griega, FCE. México; (2013) La teología de los primeros filósofos griegos. FCE. México;
6 Marco Aurelio (1960) Soliloquios, Libro V, p.142. Aguilar, Madrid.
7 Glucksmann, André (2001) La Tercera Muerte de Dios, p.20. Kairos, España.
8 Eagleton, Terry (2017) La Cultura y la Muerte de Dios. Paidós, Argentina
9 Ibid, p.165