Si algo ha caracterizado a la sociedad latinoamericana e trasluce en muchos planos —educación, salud, vivienda, medioambiente limpio, oportunidades de progreso—, todo lo que es determinante y que queda estructurado por el estrato socioeconómico en el que cada individuo nace. Otras variables como el género o el origen étnico, especialmente en afrodescendientes y pueblos indígenas, constituyen también factores incidentes en la inequidad, revelándose en los mercados de trabajo latinoamericanos importantes discriminaciones por rasgos físico-faciales o de género, que definen el acceso y calidad de los empleos, los derechos y la protección social.
América Latina es la segunda región más desigual del mundo (52,9 de coeficiente de Gini), no mucho más abajo que el África Subsahariana (56,5 en el Gini) y muy apartada de Asia, Europa del Este y Asia Central.
Más allá de los valorables esfuerzos que llevan a cabo los cientistas sociales, buscando formas de relación más armoniosas para vivir en sociedad, existe consenso de que no existe otra vía que no sea desatar el nudo gordiano de la pobreza estructural, lo que en concreto significa poner freno a la desatada acumulación de riqueza en pocas manos. Cada vez más la inmensa mayoría de la renta mundial es absorbida por conglomerados financieros y medios de producción controlados por contados grupos privilegiados, condición que se reproduce a favor de acaudaladas élites en cada país. De esta manera, el mito del crecimiento como instrumento preeminente para lograr un mayor bienestar para la mayoría se diluye, porque “la parte del león” volverá a ser capturada una y otra vez por esas minorías, generándose una espiral de desigualdad que lleva a estructurar cada vez más la brecha entre ricos y pobres, haciendo convivir exorbitantes ingresos junto a la evidencia material de la desigualdad social. Un informe del Banco Interamericano de Desarrollo, ya en 1998 advertía a los gobiernos que las altas tasas de pobreza en América Latina se explican más por los elevados niveles de desigualdad en la distribución del ingreso, que por incapacidades competitivas o productivas.
La realidad de la desigualdad social, económica y cultural en el subcontinente queda corroborada en todas las mediciones. En Chile la encuesta Casen 2017, conocida hace pocos días, dio cuenta que entre 2015 y 2017 la pobreza medida en términos multidimensionales se estancó y que empeoró la distribución del ingreso, elevándose de 33.9 a 39.1 veces los ingresos que obtiene el decil más rico respecto al más pobre.
Estas mediciones, que se ven más reflejadas en estudios de organizaciones internacionales y en análisis académicos que en el debate político o en las demandas de los movimientos sociales, tienen no obstante una lamentable repercusión, que se traduce en frustración social de amplios sectores que se sienten postergados, en especial entre los jóvenes, ante lo que se cree es consecuencia de la “incapacidad” de los gobiernos, que con mayor o menor entusiasmo han adscrito a las normas neoliberales (restando progresivamente la injerencia del Estado en la economía y reduciendo el gasto público), lo que finalmente se manifiesta en una profunda insatisfacción con la democracia.
de organizaciones internacionales y en análisis académicos que en el debate político o en las demandas de los movimientos sociales, tienen no obstante una lamentable repercusión, que se traduce en frustración social de amplios sectores que se sienten postergados, en especial entre los jóvenes, ante lo que se cree es consecuencia de la “incapacidad” de los gobiernos, que con mayor o menor entusiasmo han adscrito a las normas neoliberales (restando progresivamente la injerencia del Estado en la economía y reduciendo el gasto público), lo que finalmente se manifiesta en una profunda insatisfacción con la democracia.
La justicia diferenciada en Chile
Derivada de la desigualdad social, es posible constatar también la considerable desigualdad de las personas ante la aplicación de justicia. En Chile, en el ámbito de la justicia civil (resolución de conflictos de interés privado o particular), los altos costos involucrados, la congestión y lentitud de los procesos en tribunales y la desconfianza generalizada en el sistema judicial, conforman una realidad que termina alejando a los sectores de menores recursos de la posibilidad de resolver sus problemas por la vía jurídica. Quienes se animan a acudir a los tribunales cuando se encuentran ante una disputa, deben disponer de recursos no menores para solventar un abogado, un receptor y probablemente un perito, además de la eventualidad de tener que pagar las costas del juicio si así lo determina el juez. De manera que buena parte del resultado de un litigio se basa en la capacidad de pago para obtener una mejor asesoría jurídica.
Sin embargo, esta desigualdad se torna mucho más grave en el ámbito de la justicia penal, porque exacerba los privilegios comúnmente asociados a condiciones de cuna, influencias connotadas, o al poder económico o político, socavando así el principio mismo de igualdad ante la ley. Esta realidad clasista de la ley penal se sostiene en dos aspectos:
I. Discriminación a los pobres establecida por el mismo sistema normativo. Ya es un clásico el ejemplo de la gallina —en general, castigo al abigeato— y la penalidad de presidio que se asignaba a su robo en el código de 1874, escarmiento que se pretendía fuera ejemplarizador contra individuos de bajo nivel socioeconómico involucrados en el tipo de delito más común, el que atenta contra la propiedad.
II. Las desigualdades exógenas a la legislación penal. Sin duda las más nefastas y socialmente perturbadoras, son aquellas que sólo se explican por la otorgación de un trato privilegiado, por ejemplo la protección de personas o sectores influyentes ante la aplicación de la ley.
En el primer caso, caben todas las características asociadas en el imaginario colectivo a lo que sería una justicia “para pobres” y otra “para ricos”, que provienen de la misma estructura normativa, esencialmente discriminatoria según sea la capacidad del imputado de costear una buena defensa. Los delitos de tipo económico cometidos por individuos de elevada condición social, por lo general merecen penalidades muy bajas en el Código Procesal Penal, lo que permite a los infractores acogerse a medidas sustitutivas a la encarcelación, cuando son condenados a una pena no superior a tres años de presidio y exhiben “intachable conducta anterior”. Por otra parte, la asimétrica provisión de recursos que se destina al Ministerio Público y a la Defensoría Penal Pública no garantiza tampoco una defensa eficaz a aquellos que no cuentan con abogado propio. El recurso más importante del que dispone la defensa es que el inculpado debe ser considerado inocente mientras no se pruebe lo contrario. Pero el énfasis en la investigación y en la línea investigativa lo dispone el acusador, el Ministerio Público, que cuenta con todo el aparato público a su haber.
El carácter clasista del código penal queda palmariamente demostrado por la composición social de la población carcelaria, formada en más de un 50% por reos por robo y hurto, comercio callejero o infracción a la ley de drogas, es decir una “criminalidad de la calle”, cometida por pobres y marginados, lo que deja en evidencia la impunidad —a lo menos en penas privativas de libertad— de la que gozan los individuos pertenecientes a los sectores pudientes, la delincuencia de “cuello y corbata”. Como dijera Nelly León, la capellán del Centro Penitenciario Femenino de Santiago durante la visita del papa Francisco, “lamentablemente en Chile se encarcela la pobreza”.
Efectivamente el derecho penal chileno se caracteriza por graduaciones inexplicablemente arbitrarias, donde el mayor rigor se aplica a los delitos contra el patrimonio privado, en cambio la vulneración de otros bienes jurídicos, como son los intereses patrimoniales del Estado, el patrimonio natural de la flora y la fauna, o el derecho a vivir en ambientes libres de contaminación, gozan de una tipificación bastante laxa y de un castigo penal más bien simbólico.
La dramática realidad carcelaria del país (un flagelo que se extiende en toda América Latina), con hacinamientos que provocan condiciones inhumanas de habitabilidad y un alto riesgo para los internos de ser víctimas de violencia o muerte, es también una razón que explica el fracaso del sistema en su función rehabilitadora y de reinserción social.
Dentro del reconocimiento del legítimo afán sancionatorio de la justicia penal sobre quienes cometen delitos —no intentamos deslegitimar la función punitiva del Derecho sino evidenciar la discriminación en el castigo a determinadas conductas y no a otras—, la sociedad no debería permanecer indiferente ante la injustificable desigualdad de las personas frente a la justicia, específicamente aquella generada por la pobreza. Aunque muchos no lo quieran ver, la delincuencia común está íntimamente ligada a la falta de oportunidades, a la deserción escolar, a quienes pierden toda posibilidad de acceso al trabajo por tener sus “papeles manchados”. Si a ello agregamos el factor destructor de la droga y la prácticamente nula disposición rehabilitadora del sistema carcelario, nos encontramos con una espiral perversa en que la falta de recursos genera delincuencia y la delincuencia hunde cada vez más a familias completas, incluso a poblaciones enteras prejuiciosamente estigmatizadas, en una pobreza dura, en que la convivencia en ínfimos espacios origina violencia intrafamiliar y, a menudo, agresiones sexuales de carácter incestuoso. La desesperanza provocada por la carencia de proyectos de vida, desincentiva en los hijos toda opción de salida digna y esforzada, dejándose seducir por medios disgregantes como el microtráfico, la delincuencia y la prostitución infantil.
Este análisis ciertamente esquemático no pretende seguir estigmatizando la “pobreza” en general como causa de los delitos de mayor connotación social presentes en nuestra sociedad, sino caracterizar aquella pobreza que, como fenómeno social, político e histórico, es resultado de la “urbanización” de mediados del siglo XX, en que el éxodo masivo del mundo rural termina provocando un choque cultural con la modernidad, y un problema habitacional que la economía del Estado de bienestar previa al golpe militar no fue capaz de solucionar. La implementación del modelo neoliberal impuso, como era obvio, sus normas de libre mercado, confiando a las empresas inmobiliarias la búsqueda de soluciones en base a los recursos que proveía el Estado para la construcción de viviendas sociales. A pesar de que, a partir de los años 90, se redujo progresivamente el déficit habitacional en los sectores de menores ingresos, la medida contemplaba su erradicación de las áreas urbanas que exhibían mayor precio de suelo, instalándolos en zonas suburbanas que terminaron conformando verdaderos guetos, hacinados en viviendas o bloques de mala calidad, sin equipamiento social ni áreas verdes, lejos de todo, especialmente de escuelas y centros de salud, incluso de la locomoción colectiva. Esta “solución” basada en segregación y marginalidad, al proyectarse en sentido contrario a lo que hoy se considera indispensable, la integración, terminó siendo el caldo de cultivo de una delincuencia impulsada mayoritariamente por jóvenes.
Los mediáticos recursos utilizados por el gobierno actual relacionados con expulsión masiva de extranjeros o las redadas policiales en las poblaciones, constituyen medidas de carácter efectista tendientes a difundir la sensación de que “todo está bajo control”. La captura “de arrastre” de individuos, sin que se explique a quién o bajo qué circunstancias se les detiene, intenta bajar la tensión generada en la población por la inseguridad, reforzando la falacia de que la delincuencia de la calle se combate con más procedimientos policiales y con más encarcelamientos, alejando del razonamiento público las soluciones reales como son las políticas sociales de inclusión, el término de la marginalidad, el recate de los niños abandonados e inducidos desde pequeños a infringir la ley.
Lejos del trato propinado a la “delincuencia de la calle”, el país observa la ocurrencia de escandalosos delitos que involucran a personajes poderosos que nunca llegarán a pisar la cárcel, que como está dicho, se mantiene reservada para asaltantes y lanzas, inmigrantes clandestinos, ladrones de autos, microtraficantes, etc. Sin embargo, la corrupción, la colusión de empresas, los fraudes fiscales, la “compra de servicios” de funcionarios de gobierno y legisladores, el incumplimiento de la ley que provoca devastaciones del medio ambiente en las llamadas “zonas de sacrificio”, parecieran ser delitos no punibles, cuyos procesos suelen durar años, mientras sus hechores continúan haciendo una vida prácticamente normal. Una consecuencia no calculada de esta justicia de clase es el mensaje casi subliminal que se desliza en la opinión pública, que conlleva la concepción clasista —muchas veces también racista, como ocurre con la criminalización del pueblo mapuche— de asociar pobreza con delincuencia, y por lo tanto “lo acertado” de que la justicia penal se ocupe principalmente de la “seguridad” de la población, más que de sancionar a los poderosos y “gente de bien” que pudieran haber defraudado el tesoro fiscal.
Frente a los delitos de dineros pertenecientes al Estado, el Ministerio Público muchas veces prefiere “llegar a acuerdo” con las defensas que perseverar en indagaciones en busca de pruebas, porque indefectiblemente este último proceso lleva a involucrar a otros grupos poderosos.
Los ejemplos son muchos. El más connotado, el caso Penta, gravísimo en distintas “aristas”, término que se acuñó durante la tramitación de este caso. Fraude al fisco, boletas de honorarios falsas, malversación de fondos, financiamiento ilegal de campañas de políticos de derecha, de la misma forma como Soquimich financió “democráticamente” a políticos de derecha, centro e izquierda. El propósito final, el mismo en ambos casos: llegar a controlar mediante sobornos la confección de leyes, el dominio sobre un poder del Estado por los grandes intereses económicos. Ante una opinión pública estupefacta, el Consejo de Defensa del Estado demoró meses en hacerse parte de las causas, mientras el Servicio de Impuestos Internos se negaba rotundamente a querellarse en contra de personeros a los que el Ministerio Público apuntaba sus denuncias (El artículo 162 del Código Tributario establece que: “Las investigaciones de hechos constitutivos de delitos tributarios sancionados con pena corporal sólo podrán ser iniciadas por denuncia o querella del Servicio”). La lógica de esta norma resulta incomprensible para cualquier ciudadano común, que no sea el propósito de proteger a individuos con poder social y adquisitivo.
Hace algunas semanas —en un proceso que lleva cuatro años— el Octavo Juzgado de Garantía de Santiago declaró culpable al ex subsecretario de Minería Pablo Wagner de delitos tributarios y enriquecimiento ilícito, encausado por el caso Penta. Pero, al mismo tiempo, el juez a cargo lo absolvió del delito de cohecho, del cual había sido también acusado, lo que impide que Wagner vaya a la cárcel, de la misma manera que Carlos Délano y Carlos Lavín, los dueños del holding, pagarán sus actos de corrupción con una pena de cuatro años de libertad vigilada. Ello no los libera en todo caso de restituir al Fisco una cantidad superior al millón de dólares cada uno.
Pero, además de la aplicación discriminatoria del Código Penal según sea el tipo de delito que se procese, delito de calle o delito de “cuello y corbata”, el año 2016, en medio de la indignación ciudadana por el descubrimiento de sobornos y financiamiento ilegal de campañas que involucraron a grandes empresarios, legisladores y políticos de todo el espectro, se aprobó una normativa que impone penas “de presidio menor en su grado mínimo a medio» a cualquier persona que filtre información de una investigación judicial. Esta medida que obviamente pretendía poner un velo a las indagaciones que en ese momento se llevaban adelante, y que empezaban a llevar al estrado de acusados a eminentes personajes de grandes empresas y de la política, enviaba también una enérgica advertencia a un grupo de valerosos persecutores que parecían no mostrar temor alguno ante la prosapia de los imputados, y que se mostraban decididos a conocer la totalidad del alcance de los delitos, dando cuenta al mismo tiempo de los avances de la investigación ante la opinión pública.
Como es fácil de inferir, dicha modificación penal constituye un nuevo recurso a favor de individuos identificados con el poder político y económico, cuando cometen delitos. Incluso su aplicación estricta permite poner reserva sobre cualquier investigación a la que pudiera ser sometido un notable, retrotrayendo la condición a la etapa de sumario que disponía el antiguo Código de Procedimiento Penal, que tenía carácter secreto, lo que generaba continuas suspicacias respecto a la independencia que era capaz de guardar un juez ante la presión e influjo de sectores de alta posición.
En resumen, con la evidencia de la extrema desigualdad de las personas frente a la justicia queda de manifiesto el carácter clasista del sistema judicial chileno, siendo ampliamente constatable que los delitos económicos en que incurren las personas de altos ingresos reciben penas proporcionalmente más bajas que los de sectores pobres en sus delitos contra la propiedad. En relación a estos últimos, nuestra justicia penal es preferentemente sancionadora y no rehabilitadora, mostrando incluso efectos contraproducentes como es la alta reincidencia de los condenados que alcanzan la libertad. Si es efectivo que el 50% de la población penal adulta pasó en su minoría de edad por un centro de menores, según un estudio realizado por la Fundación San Carlos de Maipo, claramente hay enfoques erróneos en las políticas públicas diseñadas para lograr la rehabilitación y reinserción de los individuos penalizados, tanto en el estrato juvenil como en el adulto.
Los diversos criterios que se manejan respecto a este fenómeno, obedecen también a miradas con sesgo ideológico. La mirada de clase dominante reitera que la única herramienta disponible es el endurecimiento de la sanción y la voluntad de que esta se cumpla a todo trance, desconfiando incluso de los beneficios carcelarios de los que dispone la ley. A esto se suman eventuales estallidos de exacerbación popular, relacionados con crímenes que conmueven intensamente la opinión pública, en que incluso se llegan a desconocer los derechos fundamentales de los inculpados, exigiendo la restitución de la pena de muerte.
Una mirada más inclusiva en cambio pone su énfasis en la prevención social y en la rehabilitación basada en normas mínimas de convivencia, erradicando el hacinamiento de los internos y proporcionándoles programas de capacitación laboral y de educación básica (más del 60% de la población penal se distribuye entre el analfabetismo y la educación básica incompleta), incorporando habilidades y prácticas sociales, inculcando valores morales y educando para la civilidad, aspectos esenciales para adaptar su vida futura fuera de la cárcel.
Sin duda esta vía es la forma civilizada, y por consiguiente la más efectiva, recomendada por numerosos estudios del fenómeno de la criminalidad y por la observación empírica de la justicia penal en Latinoamérica. Sin embargo, una política no populista, basada en valores humanistas, orientada a reducir en términos efectivos la ocurrencia del delito y salvaguardar al mismo tiempo los derechos fundamentales de toda la sociedad, no podrá alcanzarse sin que el país esté dispuesto a invertir en ello, a disponer de los recursos presupuestarios, tanto para mejorar la infraestructura de los recintos penales como para mejorar los estándares de educación y capacitación laboral.
“Prevenir es mejor que curar” dice el adagio. La prevención del delito es una tarea fundamental del Estado, pero como hemos dicho, no enfocada en el punto de vista exclusivamente penal, sino más bien con énfasis en lo social y en la apertura de oportunidades a los sectores más vulnerables. Hoy nadie se atrevería a negar —al menos públicamente— la importancia de los derechos humanos para una convivencia armónica en nuestras sociedades. Pero es más fácil reconocerlos que hacerlos realidad. Los derechos humanos de segunda generación son constitutivos del concepto de Estado de bienestar, y buscan asegurar la base material —derecho a la salud, a la educación, al trabajo decente, a un nivel de vida digno, entre otros— para que puedan cumplirse los derechos de primera generación, fundamentalmente “la libertad e igualdad en dignidad y derechos”. Quienes carecen de los más esenciales recursos de subsistencia de poco les sirve la libertad de desplazarse o de pensar, y difícilmente brotarán en ellos sentimientos cívicos de pertenencia a la sociedad.
Gonzalo Herrera
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