El paso de un año a otro siempre viene acompañado de una colección de rituales, a veces conmovedores, a veces rocambolescos, pero más que nada permite hacer un balance de los doce meses que acaban de terminar, evaluar los logros gozados y los desengaños sufridos, y tomar decisiones constructivas para no volver a la casilla de salida. En general, las personas dan vueltas en medio de una lista de “resoluciones” que supuestamente van a transformar sus existencias o su manera de ser. Siempre por mejor. Quieren ganar más dinero, abandonar algún vicio, ir cada día al gimnasio, cambiar de trabajo, encontrar a la pareja ideal, viajar más, leer más, ahorrar más, en fin, ser una mejor persona. Después se enfrentan con la realidad cotidiana y recuerdan amargamente el chiste de la dibujante de viñetas Annie Taylor Lebel: “¿Qué es una lista de resoluciones de año nuevo? – Una lista de tareas para la primera semana de enero.”
Lo que vale para los individuos vale también para las naciones, ya que, a veces, problemas que en un principio parecen fácilmente solucionables se revelan destinados a marcar paso. Sobre todo cuando la formulación del asunto peca de ambigüedad y se mantiene eternamente de moda, como es el caso de la laicidad. Y más aun en los sectores del planeta donde se ha convertido en deporte nacional.
Estos últimos años, han empezado a aflorar preocupaciones confusas en diferentes contextos mediáticos para intentar determinar si la laicidad podría considerarse una “nueva religión” —lo que, sin lugar a duda, parece una antilogía—. En esos debates y encuentros se adopta una perspectiva distinta, que consiste en evaluar el espacio que la laicidad reserva a las religiones, y no el que las religiones reservan, en los países donde ejercen un rol dominante, a los no-creyentes.
La primera expresión concreta de esta perspectiva se manifestó en la película Iranien (2014), del realizador franco-iraní —ateo— Mehran Tamadon, quien narra la experiencia vivida durante dos días con cuatro religiosos ultra conservadores, y los intercambios sobre sus respectivas visiones de la sociedad, la educación, la familia, entre otros temas. El propósito de Tamadon era delimitar un campo “habitable” para no-creyentes dentro de un contexto que tradicionalmente se opone a eso. Sin embargo, el encuentro puso en evidencia la reticencia de sus interlocutores, que tendían a ver la laicidad como una ideología, de la misma manera que el conjunto de reglas que ellos imponían. Esto permitió a Tamadon plantearse el espinoso tema de los límites de la democracia, como suele ser debatido, por ejemplo, cuando Francia prohíbe el uso del velo solamente en ciertos espacios, y lo llevó finalmente a aclarar la distinción entre laicidad y neutralidad. La película demostró también que una visión objetiva de la situación permitía dejar de tirarse por la cabeza la ley del 9 de diciembre 1905, para entender que la laicidad no es, nunca fue y nunca será una ideología, ni tampoco una posición adoptada por los políticos en un contexto de gobierno, sino un principio que permite al creyente y al no-creyente cohabitar en el respeto mutuo.
Como si fuera fácil! Me acordé del tiempo cuando el presidente Nicolas Sarkozy hablaba de “laicidad positiva”, expresión que no se entendía muy bien en un principio, pero que proponía relativizar el impacto de la famosa ley de 1905 y evitar así conflictos, inevitables hasta entonces, en momentos de tensión ideológica. Al final, volvía al argumento de las “milenarias raíces cristianas” de Francia —acercándose sutilmente a la derecha anti-revolucionaria—, raíces que la laicidad, según él, amenazaba de cortar. Más de una vez, alegó que “el profesor nunca remplazaría al cura o al pastor”, pero me arriesgaría a afirmar que nunca incluyó al imam en el grupo…
Después vino la “laicidad exigente” del socialista Manuel Valls, quien, sin embargo, manifestaba al mismo tiempo su simpatía con la comunidad judía, sus instituciones y rituales, y su falta de empatía con las comunidades musulmana y católica. Ofensivo en sus conceptos y formulaciones, presentaba al islam como un peligro e incluso un adversario —actitud curiosamente similar a la del Frente Nacional durante la última campaña electoral—Y en medio de esta confusión, como era de esperar, surgieron más de una vez los temas del financiamiento de la construcción de los lugares de culto y de la participación de los Estados en las visitas episcopales o pontificias.
De a poco, subrepticiamente, la laicidad se convirtió en una suerte de nuevo fervor nacional —y no exclusivamente en Francia: en cualquier país marcado por la inmigración y la diversidad cultural de su población—, como un tema que entusiasma, que molesta, que enciende, que indigna y que provoca conflagraciones. No sirve para conversaciones de salón. Poco falta para que establezca sus propios tribunales y que envíe sus enemigos a la hoguera. Frente a los fundamentalistas religiosos, aparecen unos fundamentalistas de la laicidad, dispuestos a defender con su propia sangre los valores que consideraban adquiridos y que ven ahora amenazados en su integridad.
¿La laicidad nueva religión? El concepto no es de ayer, y sin embargo, permanece tentador. Pero en este caso, ¿necesitaría un templo propio, para que sus fieles puedan juntarse, expresar libremente su devoción y guardar sus objetos de culto? Tendría que ser algo exclusivo, no como las bibliotecas públicas que también fueron calificadas en algún momento de “templos laicos” o de “catedrales de la cultura” —aunque sus contenidos, por lo menos en el mundo occidental, expresen generalmente una supremacía del cristianismo—. Tendríamos que volver a textos como el informe Debray, del año 2001, sobre la enseñanza del “hecho religioso” en las escuelas laicas y la manera de pasar de “una laicidad de indiferencia” a “una laicidad de inteligencia”, para no dejar nada fuera de los estantes. Pero entonces, este templo, ¿quién lo financiaría? ¿Las donaciones de sus fieles? Rozamos los límites del ridículo, que por suerte no mata…
Varias veces me topé con columnas de opinión sobre “el laicismo nueva religión de Estado” —“sí, lo es” vs “no, no lo es”— en el diario digital francés Mediapart, y siempre reaparece esta aprensión —“miedo” sería un término exagerado— frente al fundamentalismo que hace perder de vista la dimensión original del concepto. El riesgo mayor, en efecto, es que esta lucha para defender ideales y valores se convierta en un combate quijotesco, que los molinos de viento sean islámicos, judíos o cristianos, y que los “salafistas de la laicidad” (como los denomina Jean-François Bayard) ya no logren convencer a nadie. Quizás sería más productivo lanzarse en una nueva cruzada, esta vez en nombre de la coexistencia cultural, y utilizar los espacios “sagrados” para expresar la “compatibilidad” de la cual tanto se ha hablado, sin llegar nunca a preparar el terreno propicio para su cultivo, ni sembrar sus semillas, ni regar sus surcos, por muy fértil que sea la tierra. Eso sí, sería un buen proyecto para inscribir en la lista de resoluciones de este nuevo año…
Sylvie R. Moulin
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