Cine. Dos películas actualizan el debate sobre los vínculos entre fe y Estado, en una época que admite la secularización y el extremismo
¿Por qué muchos experimentan su fe como si se tratara de un secreto ajeno incluso a las instituciones religiosas? Ese es el «intimismo» que Slavoj ?i?ek destaca como predominante en las sociedades secularizadas contemporáneas: uno donde se le asigna la carga simbólica de los ritos y de la religión al respeto por el «estilo de vida cultural» de cada individuo, de manera que la fe termina negada o desplazada de lo personal. La frase común, y que podría expandirse a ciertas transigencias de los Estados modernos ante las exigencias de la religión -como la no despenalización del aborto- es reconocible: «No creo realmente en estas cosas, simplemente son parte de mi cultura».
Las cifras, por su lado, coinciden con el paisaje. Hacia el año 2020, según un relevamiento del Pew Research Center, 1 de cada 6 personas va a continuar identificándose como «no afiliado» a una religión, lo cual convierte hoy a los «no afiliados» en el tercer grupo en importancia en la vida espiritual del planeta (16,3%), después de los musulmanes (23,2%) y los cristianos (31,5%). Aun así, en un mundo donde 8 de cada 10 personas afirman tener una religión, los «no afiliados» son el desafío para quienes pregonan un credo. Si, como indica el relevamiento, buena parte de ese 16,3% -1100 millones de personas- no es ateo ni agnóstico, y si muchos incluso creen en Dios «a su manera», el problema no es la falta de fe sino la ausencia de participación en sus instituciones terrenales (un punto delicado sobre el cual Benedicto XVI, refiriéndose a los ritos en misa, escribió con agudeza ortodoxa que «quien aprende a creer aprende también a arrodillarse»). Es en ese contexto donde el afán «evangelizador» de películas como Hasta el último hombre y Silencio, dirigidas por Mel Gibson y Martin Scorsese respectivamente, ubica el dilema de los «no afiliados» lejos de las repetidas seducciones del extremismo islámico.
Aventura teológica
No es una novedad que Gibson y Scorsese construyeron una parte crucial de su obra a partir de diversas inquietudes e interpretaciones del dogma cristiano y la experiencia intransferible de la fe. La Pasión de Cristo (2004) y La última tentación de Cristo (1988) son ejemplos casi antagónicos y superlativos de cómo la industria hollywoodense ha trasladado sus indagaciones religiosas hacia la curiosidad popular.
Pero si, como dice el biólogo británico Richard Dawkins, uno de los máximos difusores del ateísmo y adversario del creacionismo, «lo que hace la religión es poner una etiqueta», la importancia de esas etiquetas dentro del propio cristianismo parece cada vez más relevante.
En ese sentido, identificado con lo más conservador del catolicismo, lo que Gibson plantea en Hasta el último hombre es la aventura teológica de Desmond Doss, devoto de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, una ramificación estadounidense del protestantismo que sostiene que la salvación será posible cuando los pecados sean borrados por Cristo y atribuidos a Satán, tras lo cual se producirá su segundo descenso a la Tierra. Hasta entonces, el higienismo estricto, el vegetarianismo y la no violencia son algunas de las exigencias de esta rama del cristianismo.
Como soldado durante la batalla de Okinawa, en la película Doss se niega a usar armas y plantea esa decisión al Ejército bajo la figura del «objetor de conciencia», es decir, aquel incapaz de cumplir determinadas órdenes -como matar- porque contradicen su moral. ¿Pero puede el Estado regular la moral? Basada en la historia del verdadero Doss, lo interesante de Hasta el último hombre es precisamente el modo en que Gibson retrata, como si fuera la cruzada heroica de un santo, la defensa de las convicciones religiosas frente a la burocracia estatal. Y es ahí donde la religión adquiere el matiz libertario que no sólo incluye a la Iglesia Adventista del Séptimo Día en lo que el crítico Harold Bloom llama la «religión americana» -«ya sea pentecostal, baptista del sur, mormona o cualquier otra, los estadounidenses descubren a Dios en sí mismos y ese es un Dios de la libertad»-, sino que además se acerca a la nueva derecha (o «alt right«) sobre la que Donald Trump llegó a la presidencia.
Para entender las ambigüedades ideológicas de esa «religión americana» bajo la que Bloom reúne a las múltiples variedades cristianas originadas en Estados Unidos, conviene no perder de vista una búsqueda común a todas: la restauración de la Iglesia primitiva, cuyo paradigma surge de los cuarenta días que los discípulos pasaron en compañía de Jesús después de su Resurrección, «un período de tiempo del que el Nuevo Testamento no dice casi nada», remarca el crítico. La «religión americana» combina entonces el vacío bíblico con el malestar ante la obediencia eclesiástica, y la pureza del alma con una pulsión libertaria que, en versiones extremas, llega a la desobediencia civil frente a un Estado incapaz de comprender la fe auténtica de los hombres libres, como muestra con admiración Gibson.
Al margen de la película, la paradoja es que si la «religión americana» siempre había encontrado una vara política acorde a sus expectativas, el «conservadurismo populista» de Trump, como lo llama el ensayista político Thomas Frank, desarticuló la brecha entre el materialismo de los «liberales ateos decadentes» identificados con el Partido Demócrata y el moralismo de los «verdaderos americanos» identificados con el Partido Republicano. De ahí que los mismos ultraconservadores que durante décadas percibieron en la influencia del Estado una amenaza moral a sus valores -como cuando se amplían los derechos de las minorías sexuales- terminaron votando a un empresario con tres matrimonios y accionista del concurso Miss Universo.
Contra «el espejismo de Dios»
Aunque, ¿no es esta estridente confusión entre religión y política una oportunidad para la expansión del secularismo? ¿Tienen las luces de la razón una ocasión inédita para apartar al siglo XXI del «espejismo de Dios», como dice Dawkins? El filósofo alemán Peter Sloterdijk, atento al efecto de una distribución económica inequitativa sobre poblaciones globales cada vez más pesimistas, señala justo lo contrario: ¿y si esa barrera abriera el camino para que el extremismo islámico se convirtiera, «más allá de la legitimidad de las teologías coránicas», en el corazón de un mundo sin corazón? La capacidad para conquistar y movilizar conversos, la «imagen del mundo» dividida entre fieles buenos e infieles malos y un dinamismo demográfico acelerado por los grandes movimientos migratorios desde Medio Oriente serían los factores clave de su ventaja. ¿Están los «no afiliados» a ninguna religión, por lo tanto, atrapados entre dos representaciones irreconciliables de la razón y la fe? Ante esa pregunta, Scorsese, un católico apostólico romano tradicional, despliega una reflexión que le permitió estrenar su película nada menos que en el Vaticano.
En Silencio, ante la incomprensible apostasía del padre Ferreira, un jesuita enviado a Japón en el siglo XVII -en plena persecución contra el catolicismo, prohibido hasta 1873-, su discípulo, el padre Rodrigo, viaja desde Portugal para saber qué pudo haberle pasado. Tras un largo alegato a favor del sacrificio personal, e incluso tras la tentación de identificarse con Jesús, traicionado y abandonado en la cruz sin perder la fe, Rodrigo encuentra a su maestro cuando él mismo está siendo obligado a apostatar. Convertido en «rehén espiritual» de los japoneses y obligado a cambiar su identidad, las palabras de Ferreira reavivan una reflexión sobre la fe y la razón que, en manos de Sh?saku End?, autor de la novela en la que se basa Silencio, provocó hace cincuenta años el rechazo de los católicos conservadores. Scorsese las eleva al interés oficial de un papado regido por el jesuita Francisco, cuya apuesta por el diálogo interreligioso y la convocatoria a los distintos protestantismos siguen pautando su agenda.
De ahí el delicado sentido histórico de las palabras de Ferreira a su discípulo: «Vas a dar la prueba de amor más dolorosa que nadie haya dado jamás. Cristo apostataría. Lo haría por amor. Anulándose totalmente a Sí mismo». Las preguntas quedan a la vista y toman una posición opuesta a las certezas intransigentes que defiende la película de Gibson. Lo que los jesuitas de Scorsese plantean, en todo caso, es un verdadero dilema. ¿Ha llegado el tiempo de «depurar» los modos de la fe de todo lo que le impide sobrevivir entre quienes presentan cada vez más exigencias racionales? ¿No sería ése un verdadero gesto de convicción? Y si fuera así, ¿cuál sería el precio de tal salto?