Ilustración: retrato de George Calvert, primer Lord Baltimore (autor desconocido, c. 1620)
Inglaterra, 1579. Nace en la pequeña aldea de Kiplin, distrito de Richmondshire, condado de York, un hombre que hará historia: George Calvert, primer barón de Baltimore, promotor de la colonia norteamericana de Maryland y autor intelectual del primer ensayo de gobierno laico en el mundo.
Su familia, de ascendencia flamenca, se cuenta entre las más prósperas y educadas de la gentry o «baja nobleza» del norte de Inglaterra. Ni la falta de alcurnia, ni la pobreza, ni la incultura, ni el bajo estatus social ensombrecen la vida campestre y señorial de los Calvert.
Pero no todas son mieles. Los Calvert profesan el catolicismo, y profesar el catolicismo en la Inglaterra isabelina no resulta nada sencillo ni inocuo. La nonconformity, la disidencia religiosa –el no ser parte del rebaño anglicano–, acarrea serios problemas, peligros y disgustos. No es para menos: la reina Isabel ha tomado severas medidas restrictivas, coercitivas y punitivas contra los popish (papistas), con el afán de forzarlos a que renieguen de su fe ancestral y se conviertan al anglicanismo, la religión de Estado, tal como se ha visto en el artículo precedente.
Sir Leonard Calvert, el padre del pequeño George, es constantemente acosado por los magistrados locales para que asista con toda su familia a los oficios religiosos de la parroquia más cercana a su residencia. De más está decir que esa parroquia es anglicana. Hacia 1592, cuando George ya ha cumplido los 12 años de edad, las autoridades condales de York denuncian a uno de los tutores del niño y de su hermano Christopher por impartirles a ambos catequesis católica, y conminan a los padres a que contraten un tutor anglicano, dejando entreabierta la posibilidad de que ambos niños sean evaluados una vez al mes para corroborar la ortodoxia de su nueva educación.
El hostigamiento confesional del gobierno llega aún más lejos: la familia Calvert es impelida a presentar un bond of conformity, un certificado que acredite su acatamiento de los deberes para con la Iglesia anglicana, e informada de que tiene terminantemente prohibido emplear sirvientes católicos; así como forzada a adquirir, y tener siempre exhibida y abierta dentro del hogar, una biblia protestante en lengua inglesa. Poco después, Miss Calvert es puesta bajo la vigilancia de un pursuivant, funcionario policial encargado de perseguir a los papistas recusants o rebeldes a la autoridad; y en 1604, se reporta que ella no ha concurrido al oficio religioso de pascua.
Principiando su adolescencia, George Calvert es enviado al Trinity College de Oxford. Allí ha de graduarse con el título de bachelor a los 18 años. Promediando su estadía oxoniense, seguramente ha debido prestar el acostumbrado juramento de fidelidad a la Corona, experiencia conflictiva para todos los súbditos católicos, puesto que la fórmula utilizada en la jura supone el reconocimiento explícito de la figura regia no sólo como máxima potestad temporal, sino también como suprema autoridad espiritual, lo que entraña la herejía de negar el primado papal incluso en materia de fe.
En 1598, el joven George inicia sus estudios superiores en el Lincoln’s Inn, el prestigioso colegio profesional de abogados barristers de Londres. Cursa la carrera de derecho durante tres años, y enriquece su formación con el aprendizaje de varios idiomas extranjeros.
La coronación de Jacobo I Estuardo en 1603 favorece su ascenso profesional, económico y social, ya que Robert Cecil –uno de los más influyentes consejeros y secretarios del nuevo monarca de Inglaterra– es su protector; y sabedor de su lealtad, talento y discreción, no duda en favorecerlo con diversos empleos y honores. El soberano, satisfecho con su desempeño, lo incorpora al aparato burocrático de la Corona, donde hace una carrera brillante; y Sir Cecil le consigue un escaño en el Parlamento –como representante del burgo de Bossiney, Cornualles– para que defienda sus políticas. Cabe destacar que en cada uno de sus nombramientos y promociones, el joven debe prestar el ya mencionado juramento de fidelidad al rey, con sus consabidas implicancias religiosas.
Paralelamente, George Calvert contrae matrimonio con Anne Mynne en una parroquia anglicana. Tendrá con su esposa diez hijos, y todos ellos serán bautizados en la fe oficial de Inglaterra.
Juramentos de fidelidad a la Corona, enlace matrimonial, bautismos filiales… ¿Estos diferentes actos públicos de conformity, de observancia puntillosa de los deberes rituales del anglicanismo, son sinceros? ¿Calvert se ha vuelto protestante de veras, o es un criptocatólico, un católico que –como tantos– tiene que ocultar sus creencias para evitarse complicaciones y amarguras? Nadie puede saberlo con certeza, ya que las fuentes primarias discrepan mucho en este punto. Pero algo es seguro: durante 20 largos años, la conformity de Calvert no suscita suspicacias; o en todo caso, no disponemos de registros que den cuenta de ellas. Recién con posterioridad a 1624, una vez que él manifieste públicamente haberse convertido al catolicismo, habrán de surgir voces que pongan en tela de juicio la autenticidad de su pasada devoción anglicana. Pero no nos adelantemos, y prosigamos su biografía en orden cronológico.
Calvert va dejando atrás sus años de juventud; pero su rutilante trayectoria al servicio del rey de Inglaterra, Irlanda y Escocia no se detiene. Jacobo comienza a confiarle misiones diplomáticas, y tales misiones son cada vez más frecuentes e importantes. La muerte de Cecil, acaecida en 1612, no afecta en lo más mínimo su buena estrella, y cuatro años más tarde el rey le concede el señorío de Danby Wiske, en Yorkshire. Para entonces, Calvert es ya un hombre considerablemente rico. Y por si fuera poco, en 1617 recibe el título de caballero, que eleva de manera significativa su estatus social.
Pero el cenit de su carrera política sobreviene dos años después, cuando Jacobo lo designa secretario de Estado –puesto clave de la maquinaria administrativa de la Corona–, y le abre las puertas de su selectísimo e influyente Consejo Privado. Tales nombramientos, además, van de la mano con otro que ha de reportarle ingentes beneficios pecuniarios: comisionado de Tesorería.
Es por esa época cuando Calvert comienza a realizar inversiones inmobiliarias y productivas en la Norteamérica inglesa. En 1620, adquiere tierras en la isla de Terranova, sobre el litoral atlántico del actual Canadá. Tiene en mente fundar una colonia pesquera, a la que auspiciosamente denomina Avalon. Con el correr de los meses, el proyecto va tomando color.
Hacia 1623, el rey le confiere un nuevo señorío, esta vez en el condado irlandés de Longford: Baltimore. Asimismo, le concede en Terranova el gobierno de la provincia de Avalon, un palatinado cuyo territorio incluye las tierras compradas por él tres años atrás. Sin embargo, a pesar de estos nuevos galardones, la fortuna ya no es compañera de Calvert. En un trance muy adverso de su vida íntima, en el que intenta sobreponerse a la muerte de su esposa, sus gestiones diplomáticas para procurarle al príncipe Carlos –el heredero al trono– una consorte española, fracasan estrepitosamente a raíz de su impopularidad (véase al respecto el artículo anterior), y provocan su caída en desgracia. Para comienzos de 1625, su situación se ha vuelto tan insostenible que renuncia a sus cargos pretextando problemas de salud.
Pero Jacobo, pese a todo, le sigue teniendo una gran estima personal, y si bien acepta su dimisión a la secretaría de Estado, le pide que permanezca a su lado como consejero privado; petición que Calvert, siempre leal y solícito con su rey, no ha de rechazar. No sólo eso: en señal de gratitud por tantos años de servicio, el monarca le concede un nuevo título nobiliario: barón de Baltimore. De este modo algo atípico y paradójico, cuando está afrontando la debacle definitiva de su carrera política, George Calvert se convierte finalmente en Lord Baltimore, y pasa a engrosar las filas de la alta nobleza angloirlandesa.
No bien se retira de la política, Calvert anuncia públicamente que se ha convertido al catolicismo. La noticia causa revuelo, dentro y fuera de la corte. Y no han de faltar quienes arrojen un manto de sospecha sobre su apostasía, propagando el rumor de que Lord Baltimore, anteriormente, era un criptocatólico y no un anglicano. Pero este rumor es poco confiable, dado que no hay indicios de que haya circulado en los años previos. Además, existe un testimonio contemporáneo de Simón Stock –un reporte remitido a Roma en noviembre de 1624– en el cual el monje carmelita inglés afirma haber convertido al catolicismo a dos consejeros privados, uno de los cuales se presume que era Calvert, ya que la relación entre el clérigo y el aristócrata está muy bien documentada.
Apenas algunas semanas después, en marzo de 1625, fallece Jacobo, siendo sucedido por su primogénito. Apenas ascendido al trono, Carlos I se esfuerza en apaciguar los ánimos caldeados de la mayoría protestante, que ve en él un rey papista o filopapista por haberse casado con la princesa católica Enriqueta María de Francia. En vistas a ello, ordena una persecución contra la minoría católica. Y como parte de esta política demagógica de apaciguamiento, el nuevo soberano les pide a sus consejeros privados que presten el juramento de fidelidad a la Corona para continuar en sus cargos. Calvert, que como católico no puede renegar del primado espiritual del papa, se rehúsa a hacerlo. Y tras presentar su renuncia al Consejo Privado, se exilia en Irlanda por temor a sufrir algún ataque por parte del bando protestante. Carlos, de todos modos, le confirma la baronía de Baltimore y la gobernación de Avalon.
Ahora más que nunca Calvert se aboca a su proyecto colonizador en Terranova. Tiene en mente una noble utopía: fundar en ultramar una comunidad libre de la intolerancia religiosa, ese flagelo que tanto azota a su patria natal. Reúne un contingente de colonos católicos y protestantes, contrata un sacerdote para los primeros y un pastor para los segundos, y se radica con ellos, allá por 1627, en la colonia de Avalon. Pero la crudeza del clima y la poca fertilidad del suelo desalientan a Calvert, que decide dar marcha atrás con su emprendimiento.
Al año siguiente, sin embargo, vuelve a intentarlo. Se embarca con su segunda esposa (Jane), la mayoría de sus hijos y algo más de 40 colonos rumbo a Terranova, y al llegar a la isla asume oficialmente la prerrogativa de propietary governor (gobernador propietario) de Avalon.
Una digresión: el Imperio Británico tiene en el siglo XVII dos tipos diferentes de colonias ultramarinas: las proprietary colonies y las royal colonies. Las primeras son administradas indirectamente por la Corona a través de personas jurídicas (compañías privadas) o físicas (particulares), a las que se concede por carta real amplísimos derechos económicos y atribuciones gubernativas. Las segundas, en cambio, son administradas directamente por las autoridades públicas de la metrópoli. Avalon, la colonia canadiense de Lord Baltimore, se enmarca claramente dentro del primer grupo, de ahí su gran margen de autonomía decisoria.
Un signo distintivo de esa autonomía es la política de libertad religiosa, de una amplitud nunca antes ensayada. Dentro de la propia mansión de los Calvert, en distintos sectores de la misma, colonos católicos y protestantes se congregan periódicamente para practicar sus cultos respectivos. “En esta parte remota del mundo”, escribe Lord Baltimore lleno de esperanzas, “me he plantado a mí mismo”. Avalon es su primer retoño de libertad en el Nuevo Mundo.
Mas este novedoso modus vivendi no es del agrado de Erasmus Stourton, el ministro anglicano de la colonia, quien causa muchos dolores de cabeza con su intolerancia sectaria. A raíz de esta situación, Calvert decide prescindir de sus servicios, y el clérigo protestante regresa a Inglaterra, donde, movido por el rencor, denuncia a su antiguo señor de querer imponer en Avalon la «herejía papista» contra la voluntad de los colonos anglicanos. Carente de fundamentos, la acusación es rápidamente desestimada por el Concejo Privado, donde Lord Baltimore sigue teniendo leales amigos.
Pero lo que la insidia de Stourton no puede lograr, lo logra al final la inclemencia de la naturaleza. El invierno canadiense de 1628-29 es espantosamente frío, y muy largo. Los víveres no alcanzan, los cuerpos se debilitan. Varios colonos se enferman gravemente, y no pocos pierden la vida.
Calvert siente que Terranova no es la tierra prometida, y dirigiendo su mirada hacia las latitudes más australes y templadas de la América del Norte, le envía a Carlos I una epístola donde le solicita una carta real para fundar una nueva colonia en las tierras tabacaleras de Virginia, lindantes a la bahía de Chesapeake. En su respuesta, el soberano Estuardo, preocupado por la salud de su fiel súbdito y amigo, le sugiere que abandone sus riesgosos planes colonizadores y regrese a la metrópoli, donde será bien acogido. Pero cuando la misiva llega a Avalon, el impaciente Lord Baltimore ya está en viaje hacia Virginia, resuelto a reflotar sus sueños dorados de prosperidad y concordia.
En otoño de 1629, Calvert arriba a Jamestown con su esposa y sus sirvientes –no así sus hijos, que regresan a Europa–. Los virginianos no lo reciben bien. Son protestantes recalcitrantes, y ven con malos ojos la llegada de un lord católico a su comarca. A las pocas semanas, con el propósito deliberado de hostilizarlo, le ofrecen el juramento de fidelidad a la Corona. Saben que un católico, por motivos de fe, no puede recibirlo. Calvert, en efecto, se rehúsa; y con ánimo conciliador, propone una fórmula de juramento alternativa de su autoría. Los colonos anglicanos y puritanos de Virginia rechazan de plano su proposición, y alegando sentirse agraviados por su proceder, le ordenan que se marche.
Para fin de año, Lord Baltimore está de regreso una vez más en la Inglaterra estuardiana. Ha dejado en Virginia a su esposa y sus sirvientes, y tiene la intención de conseguir personalmente lo que por vía epistolar no ha conseguido: una nueva carta real.
A comienzos de 1630, envía a Jane un barco para que regrese a su lado. Pero la travesía de regreso termina en un trágico naufragio, y su amada esposa perece ahogada a poca distancia de la costa irlandesa. Calvert sufre muchísimo esta nueva pérdida. Su abatimiento no será pasajero. Un año después del fallecimiento de Jane, no hallará mejores palabras para dar cuenta de su triste situación que describirse a sí mismo como un Vir dolorum, en alusión a un pasaje bíblico del libro de Isaías.
Pero Lord Baltimore, pese al duelo, no abandona su sueño americano. Una y otra vez insiste en obtener una nueva carta real con la cual poder crear una nueva colonia ultramarina en el área de la bahía de Chesapeake, al norte del río Potomac –límite septentrional de Virginia–. Pero los virginianos se oponen cerradamente a sus designios, y envían a la metrópoli una delegación con el objetivo expreso de frustrarlos. No es la única adversidad que debe afrontar tras la muerte de su esposa: su fortuna patrimonial se ha venido a pique, las tierras de su señorío en Irlanda sufren los estragos de una epidemia y su salud se quebranta.
Finalmente, en 1632, el rey accede. Le ofrece primero la región de Carolina, al sur de Virginia. Pero Calvert insiste en que le conceda el territorio al norte del Potomac, ya que en Carolina han puesto sus ojos otros inversionistas interesados en la producción y exportación de azúcar. Las tratativas se dilatan, y entretanto, la llama vital de Lord Baltimore se va apagando.
Cuando el 20 de junio de 1632 la tan ansiada carta real de Maryland (así se llamará la nueva colonia en homenaje a Enriqueta María de Francia, reina consorte de Carlos I y católica ferviente) sea al fin promulgada, Calvert ya no estará presente para alegrarse. Fallece en Londres el 15 de abril, a los 52 años de edad, cinco semanas antes de la promulgación del documento.
El rey de Inglaterra decide entonces otorgar la carta de Maryland a Cecil Calvert (1605-1675), hijo primogénito de George Calvert y segundo barón de Baltimore. El joven lord profesa –como su difunto padre– la religión católica apostólica romana, y tiene a la sazón 26 años de edad. En virtud de la carta conferida por la Corona, Cecil Calvert se convierte en el primer propietary governor de la colonia de Maryland. Fiel a la memoria de su padre, no traicionará jamás sus ideales de avanzada en materia religiosa. Miles de católicos británicos emigrarán a la Tierra de María huyendo de la intolerancia y la persecución, y hallarán en ella la paz y la felicidad que tanto ansían.
La nueva colonia tiene estatus de palatinado, por lo que su autonomía es amplísima. Sin exagerar, se la puede considerar como un Estado semiindependiente. El interés de la Corona inglesa en colonizar Maryland se debe al riesgo de que caiga en manos de los holandeses, firmemente asentados al norte, en Nieuw-Nederland.
Pero el lobby de los virginianos protestantes no cesa, y Cecil Calvert opta por permanecer en la metrópoli a fin de contrarrestar sus presiones. A raíz de esta situación, quien ha de gobernar realmente la colonia será Leonard Calvert (1606-1647), su hermano menor, imbuido de la misma fe religiosa e idéntico compromiso con el principio de tolerancia.
El 25 de marzo 1634, a bordo de los míticos veleros Ark y Dove, llegan a la provincia de Maryland, procedentes de Inglaterra, los primeros colonos. Traen consigo sus pertenencias, pero también sus ilusiones. Los hay católicos, pero también anglicanos, siendo los segundos mayoría.
Llegan también después contingentes de puritanos, y la discordia religiosa no tarda en aparecer. Pero los Calvert no bajan los brazos, y pese a las presiones de la mayoría protestante, logran hacer prevalecer su política de tolerancia. En 1649, cuarenta años antes de que el filósofo John Locke publique en Inglaterra su célebre Carta sobre la tolerancia –obra esencial del liberalismo clásico–, dicha política alcanza rango de ley. La Maryland Toleration Act, también conocida como Act Concerning Religion, proclama la libertad de conciencia y culto para todos los cristianos trinitarios, sin distinciones sectarias: anglicanos, puritanos, católicos, etc.*
Pero los Calvert van aún más lejos en su genial experimento: además de garantizar la tolerancia a las diferentes denominaciones cristianas, instituyen un gobierno aconfesional o neutral en materia religiosa, una autoridad pública que no privilegia ningún credo. Es algo radicalmente nuevo, incluso para la América del Norte, puesto que las colonias de la Nueva Inglaterra están bajo el férreo control del puritanismo; y Virginia, de la Iglesia anglicana; mientras que en Nieuw-Nederland señorea la Iglesia Reformada Holandesa, adherida al calvinismo ortodoxo.
La Maryland del siglo XVII representa, pues, la primera comunidad política de la historia regida por un gobierno laico. Luego seguirán su ejemplo algunas otras colonias norteamericanas: Rhode Island primero y muy pronto (1636), Delaware algún tiempo después (1664), y finalmente West Jersey (1674) y Pensilvania (1681). Pero ninguna más, dado que Nueva York, y las colonias más tardías de Nueva Inglaterra y el Sur adoptarán el anglicanismo como religión oficial.
Junto con la libertad religiosa, se afianza en Maryland la libertad política. Pero en este aspecto, el mérito no le corresponde a los Calvert –partidarios del absolutismo–, sino a los colonos, que exigen y consiguen que se instituya una Asamblea General como contrapeso de la autoridad del Palatine lord. Será un canal de participación política efectiva, abierto a todos los varones adultos libres de la colonia, algo muy poco usual en el siglo XVII.
Salvo en dos breves intervalos de sedición puritana y persecución anticatólica, el gobierno de Maryland respetará la libertad religiosa hasta 1692. Su laicidad perdurará hasta 1702, año en que la Corona de Inglaterra instituya al anglicanismo como credo oficial. Exceptuando el paréntesis de 1689-1715, los Calvert conservarán sus prerrogativas señoriales sobre Maryland hasta fines del siglo XVIII, casi en vísperas de la revolución independentista de las Trece Colonias.
Cuando a fines de 1791 los nacientes Estados Unidos de América –república federal a la que habrá de incorporarse Maryland– lleven a cabo la Primera Enmienda de su texto constitucional, y garanticen por su intermedio tanto la libertad religiosa como la separación entre Iglesia y Estado, el ilustre antecedente reformista del palatinado de los Calvert será, sin lugar a dudas, una fuente principalísima de inspiración. Thomas Jefferson tendrá, pues, como dignos precursores de su brega laicista, de su célebre wall of separation, a los primeros lores de Baltimore.
Fueron católicos devotos quienes crearon en el Nuevo Mundo el primer gobierno laico de la historia. Católicos hartos de la intolerancia y el sectarismo del Viejo Mundo. Católicos anhelantes de libertad e igualdad religiosas. Católicos que habían aprendido con amargura y dolor, a través de un viacrucis de experiencias traumáticas, que es preciso respetar para ser respetados, y que los privilegios confesionales no hacen otra cosa más que alimentar rencores y propiciar discordias.
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Maryland tiene, además, el mérito de haber dado a luz las primeras escuelas públicas laicas del mundo, escuelas neutrales donde ningún dogma confesional era impartido.** Domingo Faustino Sarmiento, estadista e intelectual de erudición prodigiosa, no desconocía este hito de la historia moderna, y supo valorarlo en su justa dimensión. ¿Cómo? Gracias a la lectura de Development of the Constitutional Liberty of the English Colonies (1882) de Eben Greenough Scott, libro apasionante que dedica varias páginas esclarecedoras al notable experimento político-religioso de los Calvert en la Norteamérica colonial del siglo XVII.
Allá por 1883, durante el gran debate parlamentario en torno a la Ley 1420 de Educación Común, Sarmiento tomó partido resueltamente por la causa laicista, y en un escrito brillante intitulado La escuela sin religión: invención gloriosa del catolicismo, rememoró y ensalzó la primera experiencia de laicidad escolar del Occidente moderno, enfatizando además, con una explícita intención polémica, su raigambre católica. El sanjuanino quiso demostrar con esa evocación histórica cuán injusto y absurdo era considerar al laicismo –como hacían sus adversarios clericales, entre ellos Nicolás Avellaneda– como un movimiento cristianófobo o anticatólico.
Exactamente la misma motivación, en una coyuntura no tan diferente, me ha llevado a mí a escribir este tríptico. En pleno siglo XXI, el integrismo católico mendocino y sus personeros políticos siguen defendiendo a capa y espada los actos del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen de Cuyo en las escuelas públicas, lo mismo que muchas otras prácticas reñidas con el principio de aconfesionalidad del Estado, como si después del Concilio de Trento nada hubiese sucedido en la historia. Se valen del mismo espantapájaros que los adversarios decimonónicos de Sarmiento: la laicidad es «atea», «anticatólica». Y hasta han llegado a reclamar lo mismo: su erradicación, como cuando se debatió en la Legislatura el proyecto de la nueva ley provincial de educación.
Dadas estas circunstancias, no viene mal rescatar de las garras del olvido aquella noble gesta laicista de Maryland, protagonizada por un puñado de exiliados católicos ingleses que huyeron de un Viejo Mundo emponzoñado por la intolerancia religiosa y el confesionalismo de Estado, para forjar en nuestra América una comunidad política libre de esos males. Cuatro siglos después, contra todo pronóstico, la realidad mendocina vuelve a hacer necesaria la rememoración del primer barón de Baltimore y sus sucesores; y también, del Sarmiento que supo aquilatar, como pocos en la América del Sur, el legado humanista de aquellos infatigables impulsores de la libertad religiosa y el gobierno laico.
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NOTAS
* Los creyentes no cristianos (judíos, musulmanes, etc.) estaban excluidos de la tolerancia, igual que los cristianos no trinitarios (unitarianos y otras sectas pequeñas), deístas y agnósticos (ateos stricto sensu no había en aquel entonces). Con todo, para los parámetros histórico-culturales de mediados del siglo XVII, fue todo un avance. No valorarlo sería incurrir en un anacronismo grosero. La colonia de Maryland vio la luz en pleno Barroco, mucho tiempo antes de la Ilustración.
** La laicidad escolar de la Maryland del seiscientos era, claro está, relativa a su tiempo. Excluía la enseñanza de todo dogma confesional (católico, luterano, anglicano, puritano, etc.), pero incluía contenidos genéricos de moral y teología cristianas, comunes a todas las denominaciones trinitarias. Para nuestros estándares del siglo XXI, eso de ningún modo sería laicidad. Pero en el contexto oscurantista del siglo XVII, lo fue, o al menos se le acercó bastante.