Las personas que a lo largo de la Historia han cuestionado la tradición se han revelado como motor de los cambios sociales, y de la evolución de las ciencias y de las humanidades hacia la construcción de mundos más justos. Han sido el germen -a menudo, malogrado- que ha tenido que sobrevivir, no solamente contra el poder instituido, sino también contra sus propios convecinos tan alienados a la tradición vigente como para negar cualquier posibilidad, verdad o nueva realidad mostrada.
Muchos asentirán con este párrafo, y se sentirán aliviados al saber que la Tierra es redonda y gira alrededor del Sol, que sus vecinas no son brujas y no hace falta quemarlas, o que para tener buena cosecha no hace falta sacrificar a ningún familiar. Por otro lado, quizá el confort mental no les permita también cuestionar toros, “correbous”, banderas, patrias, creencias religiosas, fanatismo deportivo, o incluso su propio antropocentrismo, quizá podrían llegar a comportarse como aquellos alienados individuos cuando les tocan lo propio, pasando a la ofensiva de la fe, al orgullo patriótico y/o genético, a la agresión física o verbal, o a manchar la palabra «cultura» con rituales de sangre animal basados en tradiciones que dan mucho dinero, pero que deberían conservarse solamente en papel. Si, por ejemplo, el ritual del Toro de la Vega costase dinero a todos y cada uno de los habitantes de Tordesillas, la tradición no duraría ni diez minutos más.
Caminamos lento. Los Platón, los Sócrates, los Aristóteles, los Galileo, los Kant, los Newton, los Nietzsche, … o los Deleuze no abundan, de vez en cuando aparece alguno, y mientras tanto, la sociedad del Siglo XXI parece querer ofrecer una nueva oportunidad a la desilustración, a la falta de autonomía del individuo, potenciando religiones cada vez más ofensivas y ocio cada vez más alienante, en detrimento de la cultura real, de la educación y de la libertad de pensamiento. Y cuando digo libertad de pensamiento, no debería confundirse con libertad a que otros te digan qué pensar, pues eso es heteronomía, no libertad.
Así bien, ubicados unos en su revolución intelectual, ubicados otros en su conformismo mental, entre los primeros quiero situar a Claude-Brigitte Carcenac Pujol y su magnífico libro –basado en su tesis doctoral- “Jesús, 3000 años antes de Cristo”, donde cuestiona documentalmente la existencia de Jesucristo como Hijo de Dios, con un título tan provocador como sintético, y con un contenido que conduce a la reflexión sobre cuáles podrían ser los orígenes reales de la figura de Jesús, arrojando un sorprendente y argumentado paralelismo con la milenaria religión egipcia y sus mitos. Son tan pocas, fiables, parciales, y breves, las referencias “históricas” a la figura de Jesucristo que las investigaciones de Claude-Brigitte inclinan la balanza de la duda razonable a favor de su relectura de los Evangelios, a pensar en Jesucristo como el mito egipcio, y no como el ser humano con poderes sobrenaturales, hoy solamente atribuibles a los personajes de la Marvel, de Walking Dead, o al mismísimo Mago Pop.
Para entender la tesis de la autora, es importante ubicar geográficamente el escenario objeto del estudio: se trata de la pequeña área delimitada por Oriente Próximo (Sudoeste asiático), el Nordeste africano y el Sudeste europeo; un territorio núcleo de imperios, de continuas y numerosísimas batallas y conquistas, de intenso comercio, de interminables migraciones, de heterogeneidad de pueblos; y donde las tradiciones e influencias culturales fluían, cambiaban, se transformaban y adaptaban con velocidad de vértigo: lugar del nacimiento de la escritura, del imperio romano, de la Grecia y Roma clásicas, del nacimiento de la democracia, de la cultura milenaria egipcia, de la cultura persa, del helenismo, de las tres grandes religiones, etc.
Y concretamente en los casos de Egipto e Israel, estaban unidos por rutas terrestres, además de que alrededor del siglo I de nuestra era, tras las invasiones persas, más de 1.000.000 de judíos acabaron poblando Egipto (aparte del famoso Éxodo bíblico) entre la Alejandría de los faraones griegos, y la de la ocupación romana a partir del año 30 a.C. Alejandría fue el caldo de cultivo perfecto entre las culturas judía, griega y egipcia. Si bien la tradición otorga a la comunidad cristiana de Alejandría mucha importancia, a veces diciendo ser fundada por el evangelista Lucas, otras veces por Marcos; el caso es que el dominio judeo-cristiano en Alejandría en el Siglo I parece no arrojar muchas dudas. El paralelismo entre la literatura bíblica y egipcia es patente: textos de los Salmos (incluidos los mesiánicos 2 y 110), fragmentos del Libro de los Proverbios, el Libro de Job, el Eclesiástico, iconografías como la de San Miguel, la imagen de San Pedro con la llave del cielo, el Portal de Belén, … entre muchos otros, todos con una semejanza egipcia donde la casualidad parece ser más que pura coincidencia.
Una carta del emperador romano Adriano a su cuñado en 132 durante su estancia en Egipto, hace pensar en que Egipto albergaba un importante y caótico sincretismo o fusión entre las creencias religiosas referentes a Serapis (dios egipcio) y las concernientes a Jesús por parte de los mismos cristianos.
El mito de Osiris estaba extendido por todo el país, también en Alejandría. Narra el asesinato del dios Osiris (representado por el buey) a manos de su hermano Seth (representaciones diversas, entre ellas, el asno). Quien sabe si, hace un par de años, Ratzinger decidió desterrar la mula y el buey del Portal de Belén tras revisitar el mito, con el ánimo de crear distancias.
El mito continúa con Isis, la esposa de Osiris, que tras la muerte de su marido, concebirá un hijo (será el parto de una “virgen”, pues el esposo fue asesinado antes de la concepción), que llamará Horus. Durante el embarazo, el asesino Seth ocupará el trono y perseguirá al Dios-Rey heredero, por lo que Isis tendrá que huir buscando cobijo (igual que la Virgen María huyó de Herodes, quien buscaba al “Rey” de los judíos para asesinarlo).
Los paralelismos son muchos más y muy numerosos. No desvelaré nada más sobre este minucioso y elaborado libro, porque deseo que la sensación de leerlo sea como la que tuvimos al quitarle por fin las ruedecillas pequeñas a aquella primera bicicleta: la sensación de pedalear libres al fin.